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Fotografía en blanco y negro

En mi casa no había muchacha del servicio y la época de la madre sumisa por desgracia no me tocó a mí. Debido a esto mi casa era un basurero. Mi madre se esforzaba lo suficiente, y yo me esforzaba lo que se me daba la gana y me quejaba por todo, en fin una linda familia modelo. Mi mamá peleaba todo el tiempo contra la tradición; era obsesiva por el aseo, pero se contenía de una manera. Cuando se quedó sin trabajo jodía como ninguna. En fin ... mi mamá hacía mucho y no hacía todo, la casa parecía abandonada pues todo el tiempo había polvo, en todas partes, era como la maldición de la mugre, nada podía estar quieto en un solo lugar más de 15 días o parecía listo para enterrar en el fondo de una bolsa negra. Pero nada, todo es cuestión de costumbre y al final cuando ya todo se vino abajo pues que importaba un vaso sucio o las ventanas oscuras.

Parecíamos zombies en la casa, cada uno enajenado a su manera. Fuera del cariño que siempre nos demostramos con un ¡hola!, no cruzábamos palabras y mucho menos espacios. Nos turnábamos para todo, las horas de levantarnos, para ir a acostarnos, para ir al baño; el único lugar de todos era la sala de televisión y eso que cada uno pensando en las del gallo. El dinero no nos hacía felices, muy al contrario socababa todas nuestras ganas de vivir, de salir, de divertirnos, de preguntar sinceramente ¿cómo te fue hoy? Ya no había nada, pero creo que antes tampoco hubo mucho. Ya la casa no era la misma, y no lo digo por el lugar, pues he estado en muchos, éramos nosotros, las cosas ridículas que nos rodeaban, los espacios cada vez más pequeños, los sentimientos cada vez más grandes, cada vez más de nosotros, ya no cabíamos todos ahí, aunque la casa pareciera más grande y con el pasar del tiempo se la pasara más sola.

Todas las noches me escondía en mi cuarto a ver pasar el tiempo, ya no podía dormir porque me angustiaba despertar y no tener nada que hacer. Mis padres decían “oficio si hay harto”, y en verdad que sí había qué hacer, pero ¿despertar para limpiar la cajita de cristal? No me entusiasmaba. Me desvelaba horas enteras, no porque el sueño no me invadiera o los ojos no me pesaran, sino por el gusto de levantarme cada vez más tarde, por el gusto de sentir ilusoriamente que los días así podrían ser más cortos, pero todo se me desvanecía cuando daban las cuatro de la tarde, no duraba nada mi utopía. Estoy en la edad en la que hay que “trabajar y trabajar”, en lo que sea, como sea y por lo que sea. Durante mucho tiempo no necesité el dinero porque era una mantenida, hacía una que otra cosa para gastar dinero en lo que se me diera la gana, pero desde que mi madre perdió su empleo y a mi padre le reajustaron su salario, las cosas cambiaron con mi familia. Todos voltearon a mirarme, porque ya terminé una carrera y con eso podría salir a la calle a pedir cacao, no por ellos, por mí; se preocupan por mí, pero, ¿acaso quiero yo hacer algo por mi? Ponerme una minifalda, zapatos altos, maquillarme, cambiar mi manera de hablar, ¿dejar de alimentar mi alma, para alimentar mi estómago? No soy bella, ni delgada y tal vez y como lo dictamine la moda podré dejar de ser joven a los 25. Para qué quiero pintarrajearme la cara, para qué incomodarme con una ropa que en cualquier momento dejará ver mis calzones, para qué hablar un idioma que no conozco y no entiendo. No, realmente quisiera rehusarme, pero entonces ¿hacía dónde debo ir?.

La vida no me sonríe, tal vez ni siquiera me haya visto alguna vez. Soy como cualquier otro que tiene que sumarse a la fila de desempleados que cada vez es más grande en mi país. No puedo mirar hacía atrás y sonreír, porque no tengo tiempo para eso, debo mirar siempre para adelante, sentarme derecha y comer con la boca cerrada. Vivir con la boca cerrada, todo lo que diga puede o será usado en mi contra o lo que es peor, siempre caerá en oídos sordos. Pero a mí qué me importa, tal vez no me escuchan porque no tengo nada importante qué decir. Tal vez no me escuchan por que también están tratando de decirme algo y yo no lo he podido entender.

Cada vez que sonaba el teléfono mi perro saltaba y ladraba como si fuera el fin del mundo; para cuando nos quedamos sin teléfono todos sentimos al principio un grandísimo alivio, hasta que la incomunicación nos enfermó. Era como estar aislados y no tenernos más que a nosotros mismos y al maldito televisor. Mi padre salía a trabajar y era un alivio tanto para él como para el resto de la familia; mi hermano salía para el colegio pero lastimosamente volvía al mediodía. Mi madre y yo sentíamos un asfixio horrible: mi madre porque gustaba de comadrear y vivir en eterna compañía, hablar, sonreír y disfrutar y obviamente en la casa sólo podía hacer eso con los pisos; y yo, porque no soportaba a nadie, ni a mí misma. Cuando se acercaba la hora del almuerzo sentía un vacío horrible, un deja vú eterno: “¿qué hacemos de almuerzo?”.

Era mediodía y con gran indiferencia nos encontrábamos los tres en casa, era la hora en que con más ganas deseaba cortarme las venas, porque después del maldito almuerzo no tenía nada más que hacer. De vez en cuando existía la excusa de “voy a llevar una hoja de vida”. Me daban para los buses y para comer algo. Salía de casa a verme con el único amigo que me quedaba, me acostaba con él, me fumaba un cigarrillo y me tomaba una gaseosa, luego de lo cual volvía a casa con una cara de “... tal vez esta vez sí llamen...”. Y así esperaba hasta que de la misma manera o por milagro conseguía unos pesos y volvía a la misma rutina.

Mi hermano era callejero como los perros, y conocía (como los perros) todo lugar donde mendigar. Pertenecía a la manada de los adolescentes que fuman de todo y beben hasta de la cañería. Mi madre tenía para con él un trato algo especial, pues podía maldecirlo durante horas por el estudio, la forma de vestir, los amigos que tenía, su manera de hablar, pero siempre lo recibía con un buen plato de comida, no le exigía nada en la casa y con gran descaro todos los días le daba unas monedas “para sus cosas” según ella.

¡Pero qué va! El muy animal solo sabía fumar y beber. No le iba bien en el colegio, estaba perdiendo el año y solo sabía andar con sus amigotes. Cambió tanto. Creo que le pasaba lo mismo que a mí, quería hablar con alguien pero no sabía que los demás también querían hablar con él. Jamás supo cuanto lo necesité, lo extrañé y lo maldije, por su excelente manera de evadir las cosas, por las palabras bonitas que solía decirme, por los abrazos de niño agradecido que me daba cuando lo salvaba de algún tonto regaño, por todas las cartas que me dio en Navidad, Año Nuevo, Cumpleaños, el día de la mujer. No vio las lágrimas que derramé todas las noches viendo cómo se hundía en el abismo de las drogas. No escuchó nunca a mi padre decirle que lo quería, ni sintió a mi madre desvelada todas las noches que no llegaba. Un día salió de casa y dijo que no volvería, también dijo entre una y otra maldición que prefería la calle a una vida como la mía.

Las peleas empezaron por culpa del “pan para el desayuno”. Yo escuchaba desde mi cuarto las recriminaciones de mamá: “ya no hay ni para eso”; “¿qué le doy de desayuno al niño?”; “nos vamos a morir de hambre y usted no hace nada...”; “¡pida un aumento usted se lo merece!”. Y mi padre callaba, no decía nada. Bajaba la mirada y se comía la rabia, el odio, la ira, la furia. Se tomaba su aguadepanela en silencio y salía con el sabor de la derrota en la boca. Y siempre era lo mismo. Cada vez que se acababa algo, era lo mismo. Fue entonces cuando me tocó a mí. Mi padre se acercó un día a preguntarme sobre las hojas de vida que había enviado, que si me habían llamado de algún lado. Yo le dije que no. Me preguntó entonces que a qué lugares había ido. Le dije “¿para qué quiere saber?” . Me dijo “¿ese amigo suyo la ha acompañado?”. No dije nada.

“¡Perra!” me gritó mi madre cuando supo la verdad de labios de mi padre. El muy maldito estaba enterado de todo. Sutilmente me amenazó: “no hay pan para su desayuno, hay verá qué hace”.

Empecé a verme más a menudo con aquel amigo mío. Gracias a él conseguí lo que necesitaba con suma urgencia. Gracias a él volví a ver a mi hermano. Gracias a él pude despedirme y tomar con gracia y valor el futuro que me esperaba. Gracias a él estoy aquí ahora aunque ya pronto no estaré.

No hay más tiempo, mi reloj ya dio las once.




Texto agregado el 18-10-2004, y leído por 275 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
13-04-2005 Cruda, interesante, aunque existen secciones del texto que hacen parecer que fue escrito en diferentes épocas. SicFaciuntOmnes
31-01-2005 Una historia realista, cruda, que mantiene interesado hasya el final algo sorpresivo. peinpot
10-12-2004 una muy buena historia,,,estuve muy atenta,, lorekast
08-11-2004 LA HISTORIA ES HONESTA, ESO ES INTERESANTE, PERO APARTE DE UNA BUENA HISTORIA LO QUE MANTIENE AL LECTOR ATENTO ES LA MUSICALIDAD DEL PROPIO, NO IMPORTA EL RITMO PUEDES USAR EL QUE QUIERAS. TE ACONSEJARIA QUE RELEYERAS TUS ESCRITOS EN VOZ ALTA, ASI SERA MAS FÁCIL ENCONTRAR VIRTUDES Y VACIOS. PD. ME GUSTO MUCHO TU HISTORIA, SÉ LO QUE SE SIENTE. RECUERDA QUE EL DOLOR SE PUEDE TRANSMUTAR EN BUENA LITERATURA. ABRAZOS. ELMASHUMILDE
19-10-2004 Tu prosa ha mejorado, esta narracion me gusto mucho, aunque aun hay detallitos....vas por el buen sendero. Akeronte
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