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Gritos


Aturdido y aún con los oídos zumbándole, se bajó del taxi. Le pagó al conductor con un billete de alta denominación, dejándole el resto de propina. Al poner ambos pies en el suelo, sintió cómo el frío de aquella noche despejada le penetraba por los poros de sus brazos descubiertos, mientras su estómago se rebotaba al parecer por los tragos de whisky que se había tomado en el avión para mitigar su terror a volar. Echó una pastilla de menta extra fuerte en su boca y sonrió al imaginar la felicidad que su esposa habría de sentir al darse cuenta de que él había logrado regresar antes de tiempo de aquel largo viaje.

Divisó su morada no muy lejos del sendero hasta la carretera. Advirtió que sólo la luz de su cuarto, en el segundo piso, estaba encendida. Procuró caminar despacio, casi a hurtadillas, mirando el piso con detenimiento, evitando en extremo hacer algún ruido torpe al pisar las piedras que forraban el camino hasta la entrada de la casa. En cuestión de minutos llegó hasta su objetivo. Con cuidado de ladrón ducho abrió la puerta principal. Un rechinar agudo, proveniente de sus bisagras corroídas, hizo eco en la sala; la cerró con lentitud y esperó que su mujer bajara alertada por aquellos sonidos involuntarios. Sin embargo, no bajó. En vez, escuchó un profundo gritó femenino que provino de su cuarto. Desesperado, se dirigió hasta la cochera y, de su automóvil empolvado, extrajo una pistola camuflada debajo del asiento del conductor. Cruzó de vuelta el umbral de la cochera y subió en puntas las escaleras de mármol de la gran mansión con el dedo índice derecho listo en el gatillo del arma negra.

Los gritos se hacían más cercanos e intensos. “¡Dios, mío, Dios mío!”, exclamaba la mujer repetidas veces. Los matices de madera crocante y resortes rechinantes querían hacerle saltar el corazón del pecho. Empuñó más fuerte el arma y se acercó con extrema premura hasta su cuarto. Un hilo de luz, que salía por el resquicio de la puerta a medio ajustar, se hacía notar en la penumbra del corredor. Puso ambas palmas en la puerta; la madera vibraba con los clamores desesperados de invocación al ser supremo por parte de su esposa; vibraba todavía más por un grito estentóreo como de un macho cabrío enojado. Empujó la puerta con cuidado; chirrió, empero, poco se escuchó. Asomó la cabeza. La escena que sus ojos presenciaban le puso a sudar a cántaros. Quiso entrar intempestivamente, pero se contuvo.

Los brazos de su mujer desnuda estaban atados a la cabecera de la cama. Sólo un par de medias cubría sus pies. Entre sus piernas tenía un hombre fornido con un constante movimiento de caderas entrante y saliente que la apretaba sus pechos con las manos. El sujeto, por su parte, tenía su torso al aire, con múltiples marcas de uñas en su espalda, como latigazos. Sus pantalones estaban abajo; tenía puestos unos zapatos de cuero negro, mientras que su camisa yacía rasgada al lado de los pies de la mujer. Como una locomotora de vapor, comenzó a acelerar su ritmo, en tanto la mujer gritaba y retorcía su cuerpo con ímpetu. El sujeto bufaba y expelía más vapor, conteniendo con sus manos los movimientos bruscos y repentinos de la mujer.

No pudo soportarlo más. Lleno de rabia, entró despacio a la habitación y apuntó bien, ubicando la pistola no muy apartada de la base de la cabeza del hombre. Con la intención de no desperdiciar ni una bala, se puso en posición y, al observar y escuchar cómo su esposa pataleaba, jadeaba y dejaba escapar bramidos equívocos de desesperación, apretó el gatillo, pensando en salvarla de aquel sujeto poco avezado metido entre sus piernas. En ese preciso momento, la mujer sonreía frunciendo el ceño y retorciendo su cabeza hacía atrás con sus ojos cerrados, al tanto que sus piernas le temblaban. De otro lado, el sonido profundo de satisfacción celeste proveniente del sujeto –quien apretaba de nuevo con fuerza creciente los pechos de ella– fue ahogado por la bala que salía por su boca, bañando el cuerpo de la mujer en sangre, quien a su vez gritó con clamor y terror al abrir los ojos y sentir el cuerpo abatido del sujeto encima de ella, dejándole ver el humo emanante del cañón de la pistola de su marido.

Texto agregado el 24-10-2004, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
24-10-2004 yo tambien lo siento demaciado obvio, mucha descripcion es mejor sugerir algo para que el lector pueda echar a volar la imaginacion tania16
24-10-2004 ¿Ya sabíamos que iba pasar no? tunombredeusuario
 
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