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Al salir del despacho, erraba entre la multitud que la ciudad vomita diariamente en estas horas de migraciones vespertinas, arrastrando mi cuerpo por las calles sin necesidad ni ganas de llegar a ninguna parte. Era una tarde más, en una vida que me produce resaca como un mal alcohol. Miraba sin verlo algún escaparate, el brazo alargado por el peso de mi cartera, cuando se me acercó la mujer.
- “Hola, ¿quieres ser feliz?”, me preguntó.
Sus palabras tardaron en hacerse camino hasta mi cerebro, no eran más que otro de los múltiples reflejos que veía en la vitrina, otra más de las ilusiones de movimiento que llegaban a mis sentidos sin que los haya llamado, ni supiera darles un significado.
Mientras dejaba los sonidos de su voz penetrar mi mente lánguida, la miré. Era joven y atractiva; los rasgos de su cara indicaban una procedencia eslava o cíngara. Su mirada tenía una sorprendente profundidad, como una puerta abierta hacia el infinito. Me entró algo de aprensión así que encontré más seguro bajar los ojos. Vestía sandalias de tela, un pantalón vaquero, y una camiseta cortita que no llegaba a taparle el ombligo, y cuya blancura resaltaba su tez morena.
Al alzar de nuevo la vista, volví a hundirme en sus ojos y me pregunté como podían ser tan negros y a la vez proyectar tanta luz. ¿Quién era? No parecía una chica en busca de aventura, o de arreglos económicos. Creo que me quedé tontamente plantado, esperando que los engranajes de mi cerebro se pusieran en marcha y me dieran alguna respuesta.
- “¿Quieres ser feliz?”, repitió.
- “No necesito ser feliz” - mentí. - “O ¿es que quieres hacerme feliz tú?” contesté provocativamente.
Noté en su mirada como la puerta hacia las estrellas se entornaba, y que la luz que me había turbado parpadeaba. Pero su sonrisa se suavizó y siguió hablando. Ocurrió entonces algo asombroso: empezó a contarme mi propia vida. Me describió mis dudas, mis angustias, mis carencias y mis decepciones. Sabía de mis anhelos, de mis llantos por tantas ocasiones perdidas, por estos muchos caminos que había abandonado a la primera curva, siguiendo atolondrado el autopista hacia ninguna parte.
Esta mujer sabía todo de mi, sabía mi dolor por envejecer y comprender que ya he desgastado mi cupo de oportunidades; mi sufrimiento cuando, creyendo repescar a mi alma de entre los cubos de basura en los que nos ahogamos, descubro que hemos construido un muro de incomunicación que nos aísla de las personas a las que quisiéramos amar, robándonos la esperanza de dar y compartir. Siento dolor al ver que mi cuerpo y mi mente se han disgregado y viven en planos diferentes, miedo a dejar de gustar, pero ¿pude jamás? Tengo la confusa sensación de encontrarme tras un cristal sin estaño, tendiendo una mano que nadie puede ver, y nadie puede coger.
Y me habló de tí. Leyó, en lo más profundo de mí ser, la tortura de la ausencia, de no tener a quien amar, a quien supiera aceptar mis besos y oír mis palabras de amor. Me duele tanto haberte perdido, o será de no haberte encontrado aun. No se si comprendió. ¿Quien puede comprender el hambre de amar?
Un día el sexo mató al amor, el orgasmo mató al sexo, y morimos nosotros. Se acabaron los diálogos de ángeles que mantenían nuestras pieles, sin otra preocupación que sentir, dar, amar, sensibles al menor matiz de la sinfonía, respirando cada flor del jardín, inmersos en las nieves eternas que resplandecen en la cumbre de los picos, o en los corales purpúreos de un caliente océano. Ahí nos sorprendía el placer, desprevenidos y algo asustados por la violencia del milagro, dejándonos exhaustos y saciados, acunados entre las nubes.
Luego el orgasmo se convirtió en el fin, la justificación de todos nuestros encuentros, la medición matemática del seudo amor, el trofeo rutinario a recoger al final de cada carrera, y la hazaña asesinó a la poesía. Ah, ¡volver a conocer el amor!
¿Cómo podría saber, esta mujer desconocida, que sin descanso sueño contigo, que te hablo en mis escasos momentos de esperanza, que te cuento mis ilusiones, y que escuchas los gorgoteos de mi cabeza sin censurarme ni criticarme jamás. Que también lloro por ti, que escucho tus amarguras, tu tristeza a veces, tu mano en la mía, antes de carcajearnos de felicidad cuando echamos fuera las tormentas.
¿Cómo podría saber que te mezo entre mis brazos, con mis ojos cerrados porque vemos demasiado y esto ciega el corazón? Sólo quiero sentir tu piel, quiero verte con la huella de mis dedos, con el roce de mis labios. Sabes que te deseo, pero que ambiciono algo mucho más grande que aquello que puede conseguirse tan fácilmente y deja la boca agria como al morder un melocotón amargo. Tú llenas mi alma de bondades y curas los moratones de mi corazón porque confías en mí, comprendes que traicionarte sería condenarme a mi mismo, cerrarme definitivamente la puerta de la redención.
Quiero hablarte, decirte cómo me siento, revocar las máscaras, perder el miedo a ser juzgado. Y escucharte, sentir que no estoy solo en el universo, que no soy un bicho raro extraviado en un planeta desalmado, que alguien piensa como yo, siente como yo, se calienta en los mismos fuegos, se alumbra con las mismas estrellas, bebe en las mismas fuentes y alimenta los mismos sueños. Quiero contarte como soy por dentro y oír como eres tú. Quiero prender a puñados en mi corazón todo el cariño y la ternura que, por no donarlos, se están resecando, y me están resecando a mí. El cariño que no damos es el verdadero colesterol que emboza nuestras arterias.
Quiero andar sobre las brasas, volar por encima de la mediocridad que nos hemos forjado, nadar desnudos a la luz de la luna, decir bobadas, gritar palabras malsonantes, y reír como niños de nuestra inocencia, ah, ¡reír!, sin rima ni razón. Y llorar. Mezclar mis lágrimas con las tuyas, no por desespero, sino para limpiarnos de toda la suciedad que acumulamos por dentro, recoger las tuyas con la punta de mi lengua y disfrutar con su sal, porque sabe a vida.
Hace mucho que ando perdido, sin encontrar el norte. No me resigno a pensar que somos hojas llevadas por el viento. De algún árbol debemos proceder, alguna clase de semilla debemos de ser. No me resigno a vivir en mundos paralelos sin que nuestros caminos se crucen. No me resigno a seguir perdiendo la oportunidad de compartir mi alma porque vivo en una armadura oxidada; quiero llenar mi paladar de vida antes de morir. Quiero saber si existes, tú, compañera de mis dolores y de mis esperanzas.
La mujer ha dejado de hablar. ¿O hablaba yo? ¿O bien, nadie hablaba? No lo se bien, todo es tan confuso, siento vértigo.
Las visiones me han golpeado como la ola de un huracán. Sus aguas han barrido la inmundicia de la arena y han depositado un nuevo mundo de vida, dispuesto a fertilizarla; han removido la manta de polución que me recubría pero, como las olas, se han retirado, abandonándome otra vez.
Ahora se que el infierno, es cuando muere la esperanza. Es abrir una ventana, dejarte ver las estrellas, oír a los ángeles, y luego cerrarla antes de que puedas traspasarla. El infierno es ahogar tu humanidad, es el pudor que impide decir te quiero y quiero compartir un fragmento de eternidad contigo.
La joven acercó su mano a mi cuello, como para una caricia. Entre sus dedos tenía una flor que introdujo en el ojal de mi chaqueta.
- “Ya sabes lo que tienes que hacer”, me dijo, “la flor te ayudará a derrumbar el muro, la felicidad está detrás”.
Con la yema de sus dedos, me cerró los párpados y noté un calor irradiando en mí. Cuando retiró la mano, abrí los ojos pero no vi a la joven. Me encontraba mirando un cartel que, detrás del cristal de un video club, anunciaba una película de dibujos animados: El Hada y el Príncipe solitario. El hada llevaba vaqueros y una camiseta blanca que dejaba al descubierto el ombligo. Lo que me faltaba, pensé, empiezo a tener alucinaciones, estoy peor aun de lo que imaginaba. Tendré que dejar de beber. O bien beber el doble.
Dejé de focalizar el cartel y mi vista se ajustó un instante al cristal. Vi entonces en él mi propio reflejo, y la imagen me produjo un sobresalto. Bajé la mirada a la solapa de mi chaqueta, y lo comprobé: llevaba una pequeña flor silvestre en el ojal.

Texto agregado el 01-11-2004, y leído por 339 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-11-2004 Me encanta la amalgama de imaginería y profundidad que se enlazan magistralmente en esta narración. Imágenes e ideas que nos dejan la sensación de un caleidoscopio en el que que no sabemos si apreciar más la simetría de las luces o la creatividad que permite formas nuevas cada segundo. Reflejos no solo en los cristales. Reflejos de vivencias, trozos de experiencia que cristalizan, reviven y se afianzan en una pequeña flor silvestre. ZEPOL
 
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