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ELLA

Los oscuros ojos de María estaban clavados en el techo, y sólo su brillo permitiría pensar a un imaginario observador que algo respiraba en la penumbrosa habitación. Sus dilatadas pupilas se movían suave, lentamente, de un lado para otro, recorriendo, como todas las noches, sus pensamientos.

Niños correteando alrededor de un pastel, ocho velas encendidas, y ella, María, la anfitriona, sonriendo. Muchos regalos bonitos y casi todos agradecidos con una sonrisa. Cuántos amigos vinieron, no pensaba que tantos. Jorge, con su pelo largo, tan tentador; Carmen, su mejor amiga, y que lo sabía casi todo de ella, siempre estarían juntas; Alberto, siempre payaseando y haciéndola reír,¡qué tonto!, le gustaba, ; Lola, que para variar se puso mala comiendo tarta, y mira que su madre le tenía dicho que las velas no se comían, y menos si estaban encendidas, pero nada, no aprendía; bueno, ya lo hará. Y Juan, y Chelo, y Ana, y sus tíos y sus padres.

La sonrisa, que durante unos instantes rivalizó con sus ojos por ver quién era capaz de iluminar más vivamente su rostro, volvió a desaparecer lentamente. Al cabo, ni rastro. La forma del cuerpo de María, rígido, quieto, semejante a un momificado, quedaba fielmente reflejada por las arrugas de las sábanas que en un único pliegue rodeaban el cuerpo de María. Sus cabellos negros caían por sobre la almohada, y sus hombros.

Pero el hechizo se rompió, y María comenzó a mover sus ojos lentamente en dirección a la puerta mientras su cabeza, más torpe, les seguía. Con la mirada fija en la puerta, intentaba encontrar algún indicio que confirmara el ruido, sordo, que había creído oír. Esperaba un movimiento. Tal vez fuera su experiencia, tal vez su agudeza; la razón volvía a estar de parte de María. Tras una pausa de no tiempo, el picaporte comenzó su recorrido natural en un silencio estremecedor que podría haber hecho a María pensar que era fruto de su imaginación, si no fuera por su experiencia.

Los ojos de María, acostumbrados ya a la oscuridad, consiguieron ver los contornos de una sombra que se deslizaba furtivamente en la habitación, aunque con seguridad; no era la primera vez, y sabía manejarse. Clavados, seguían el recorrido de la sombra en su aproximación a la cama, mientras un sudor frío recorría todo su cuerpo, y su pequeño corazoncito le golpeaba duramente en el pecho, llevado por la locura, y pidiéndole por favor que le dejara salir de allí.

"Papá ha venido a ver como está su niñita", palabras de sobra conocidas. Las manos de papá se acercaron al rostro de María y comenzaron a recorrerlo; primero acariciando suavemente sus cabellos, dibujando el perfil de sus cejas, redondeando sus mejillas con las yemas de los dedos mientras los pulgares intentaban sellar sus ojos. María, inmóvil, dejaba hacer, la experiencia le había enseñado que así era mejor, aunque tal vez solo ocultaba la otra verdad; aterrorizada y atenazada era absolutamente incapaz de moverse mientras sentía sobre su piel como las rudas manos de papá iban buscando, porque esto solo era el principio.

"Papá te quiere mucho", y las manos de María convertidas en garras clavaban sus uñas en sábanas, manta, colchón, mientras sentía como unos labios babeantes besaban y mordisqueaban su frágil cuello, como unas manos sudorosas recorrían sus bracitos de porcelana para luego acariciar incansablemente "las dos perlitas de mi niña", como a su padre le gustaba llamarlas, y haciendo el recorrido inverso a los labios, mientras estos descendían serpenteando por el pecho hasta el ombligo, para mayor regocijo de su lengua, las manos de papá descendían y volvían a acariciar, aunque con más fuerza, las lechosas piernas de María, hasta que manos y labios coincidían en un punto intermedio. María, envarada, rígida por el terror y por el dolor, reprimiendo los quejidos que instantáneamente deberían haber salido cuando su padre hacía ciertas cosas, incapaz ya de llorar, pues las lágrimas hacía mucho tiempo que se le habían agotado, esperaba que el ritual nocturno, diario, llegara a su fin. Perdida la noción del tiempo, sólo era capaz de notar caricias y besos, espasmos y dolores, y sabía que cuanto más intensos fueran estos, menos faltaba para el final.

"¡Ay!", esta vez el quejido fue casi sonoro, por irreprimible, pero rápidamente acallado por la mirada amenazante de papá, que durante unos instantes la apartó de su labor para dirigírsela a María. Cerró los ojos y apretó los dientes, tanto como los puños, mientras sentía como unos dedos extraños hurgaban en su interior, y a veces incluso creía sentir como si le rompieran algo por dentro.

Entonces papá apartaba una mano de María y buscaba algo de entre su pantalón. Eso, y la mayor intensidad del dolor, y la mayor rapidez de papá mientras hurgaba en María le hacían presagiar el final, que acababa con un líquido extraño y caliente sobre la barriga de María, y que papá se encargaba de limpiar muy cuidadosamente.

"Duérmete mi niña, te has portado muy bien", y tras besarla en la frente la sombra se deslizaba con el mismo sigilo con que había penetrado en la habitación, devolviendo la puerta a su estado original, ideal, cerrada.

El silencio volvía a reinar en la habitación. María seguía muy quieta, mientras oía como el ritmo del latido de su corazón iba descendiendo paulatinamente, sintiendo sobre su cuerpo líquidos y olores propios y extraños, el sudor propio y de papá; la saliva, de papá; la sangre, a veces, suya, pero siempre suya; y el olor de ese líquido extraño que era el único que papá siempre se encargaba de limpiar con mucho cuidado. A veces parecía tenerle miedo, sobre todo cuando el líquido caía fuera del cuerpo de María, y manchaba las sábanas. A veces, incluso parecía arrepentirse.

María separó sus brazos del cuerpo por primera vez y, dirigiendo sus manos por sobre su cuerpo, comenzó un recorrido similar al de papá. Tal vez solo quería limpiarse, porque se sentía muy sucia, tal vez quería buscar que era lo que tanto atraía a papá de su infantil cuerpo. Pero sobre todo quería saber que era lo que había ahí dentro. Por qué cuando papá hurgaba sentía un dolor tan extraño, y tan distinto a los demás. María necesitaba saber, y comprendía que el único modo de hacerlo era hurgar ella misma, tocarse y acariciarse para intentar entender que era lo que sentía papá, que era lo que atraía a papá.

María tardó en dormirse, y cuando lo hizo tuvo pesadillas, y cuando estas la despertaron nadie acudió a consolarla, porque María había aprendido a no pedir ayuda, a guardar silencio ante su dolor, y a esperar a que el dolor acabara, en silencio.


ÉL

La mano derecha de Joaquín levantó con cuidado la sábana para no despertar a su mujer, mientras iba sacando las piernas de la cama en dirección al suelo, primero la izquierda, y luego la derecha. En la oscuridad de la habitación tanteó con los pies en busca de sus zapatillas de paño, en tanto la respiración profunda y ronca de su mujer le indicaba que aún seguía durmiendo; la primera maniobra había tenido éxito. Una vez localizadas las zapatillas, Joaquín comenzó a levantarse lentamente, colocando a su vez las manos en la cama, y presionando hacia abajo, con el fin de que el peso que esta sostenía no fuera liberado con excesiva rapidez. Despertar ahora a su mujer le obligaría a buscar alguna estúpida excusa, y tener que volver de nuevo a la cama, y no le apetecía en absoluto. Durante un instante, ya erguido, volvió su mirada hacia ella, y se preguntó en qué estaría pensando cuando se casó con ella, no lo comprendía, ya no lo recordaba.

Se dirigió a la puerta del dormitorio con cuidado de esquivar la mesita de noche, y la abrió con sigilo, con el mismo sigilo con el que volvió a cerrarla. La habitación de su pequeña estaba al otro lado del pasillo, su pasillo de seguridad, pues aunque corto, permitía que ciertos ruidos, fácilmente delatables en la silenciosa noche, no pudieran ser oídos en el otro dormitorio, su dormitorio. Su mujer no lo habría entendido, "esa idiota era incapaz de entender tantas cosas...". Y los pensamientos de Joaquín volvían a centrarse en el modo de abrir una nueva puerta, tras la cual su pequeña estaría buscándole con la mirada, deseosa como él de compartir aquellos breves momentos de complicidad entre ellos, durante los cuales el mundo entero les pertenecía. Una pequeña parte de la noche en que su pequeña y él eran lo único que importaba.
Joaquín atravesó la puerta, y sigilosamente cruzó la habitación hasta el extremo más lejano de la cama, en cuyo borde sentado, comenzó a acariciar a su pequeña. "Papá ha venido a ver como está su niñita". Parecía mentira que aún siendo tan pequeña fuera capaz de entender el amor que él le profesaba, y aunque ella no pudiera corresponderle, su quietud y su silencio le indicaban a Joaquín que los sentimientos eran recíprocos, que ella también anhelaba compartir las noches con él, y que mejor prueba que ver como dedicaba cada vez menos tiempo a sus amigos. Sin duda era él, su padre, quién iba ganando terreno en su corazón. Recordaba Joaquín que al principio las cosas fueron más difíciles, pero también recordaba como aquellos leves intentos de resistencia pronto sucumbieron ante el amor paterno. Tal vez intentó forzar la naturaleza, tal vez con siete años recién cumplidos era demasiado pronto; pero no, ahora sabía que no. Joaquín comenzó a juguetear cariñosamente con el rostro de su pequeña. Esos ojos oscuros, que por si solos iluminaban la habitación, y que no se explicaba de quién podría haberlos sacado. Acarició con suavidad sus cabellos, sus mejillas, sus cálidas mejillas. Por su pensamiento cruzaron fugazmente imágenes del reciente octavo cumpleaños de su pequeña, de su regalo, ese precioso oso de peluche que ella agradeció educadamente, solo educadamente, sin duda coartada por la presencia de su madre. Su pequeña era muy lista, lo suficiente como para no desvelar en público el verdadero amor que sentía por él, así que la interpretación del educado agradecimiento de su pequeña llenó de orgullo a Joaquín, y aquella noche, la noche del cumpleaños, en premio, hizo disfrutar aún más de lo habitual a su niña; se lo merecía. Una pena que le robaran el osito en la escuela.

"Papá te quiere mucho", y Joaquín comenzó a besar el cuello de su pequeña, suavemente, con delicadeza, si había algo que podía causar dolor a Joaquín era la posibilidad de hacerle daño a su pequeña; pero confiaba en ella y sabía que su silencio probaba que todo iba bien, como todas las noches. La suavidad de la piel de ella al contacto con los labios de Joaquín le erizaba el vello, y en su entrepierna un bulto creciente delataba el inicio de una erección. Mientras, Joaquín seguía acariciando con delicadeza sus suaves brazos para luego dirigirse a uno de sus juguetes preferidos, "las dos perlitas de mi niña", como a él le gustaba llamarlas, tan pequeñitas, como dos picaduras de mosquito en su plano pecho, y que convertía en centro de sus caricias, porque sabía que a ella le gustaba.
Joaquín desbordaba besos y caricias por sobre su niña, disfrutando de cada instante, y haciendo disfrutar, hasta que su mano, por fin, ascendiendo por las piernas de su pequeña, conseguía llegar hasta el punto donde el cuerpo estaba siendo besado.

"¡Ay!", no bien hubo introducido su dedo oyó un débil quejido de su niña, ¿Sería placer?, ¿sería posible que finalmente hubiera conseguido que ella exteriorizara parte del placer que él sabía que ella obtenía de sus nocturnos encuentros, sobre todo cuando él acariciaba su sexo?, pero un pensamiento más poderoso cruzó por su mente, !su mujer!, ¿lo habría oído?, no, seguro que no, el gemido había sido muy débil. Sin embargo no podía correr riesgos, pues el siguiente podía ser mayor, así que dirigió una mirada a su niña advirtiéndole y pidiéndole que guardara silencio, por el bien de los dos. Su pequeña, tan lista, entendió el riesgo y apretó los dientes, en un gesto que casi le hizo sonreír, estaba tan graciosa. Joaquín dirigió la mano a su pantalón, y mientras seguía acariciándola, culminó la noche como siempre, sobre la barriga de ella.

Un minuto de silencio.

Era necesario limpiar bien el vientre de la niña, pues no debía dejar lugar a la sospecha para su mujer. Alguna vez se había visto obligado a lavar las sábanas a escondidas, no suponía demasiado problema, no era extraño que él tuviera que hacer la colada. Una vez terminado, Joaquín besó a su niña en la frente, "duérmete mi niña, te has portado muy bien", y con sigilo se encamino a su propio dormitorio, donde su mujer, manteniendo idéntica postura a la que tenía cuando Joaquín salió de la habitación, seguía durmiendo. Joaquín se introdujo en la cama, ahora aún tardaría un rato en dormirse. Seguro que su pequeña ya lo había hecho, soñando con él ,seguro; y recordando, como él, noche tras noche, lo que noche tras noche compartían.
Esa noche, el sueño llegó pronto hasta Joaquín, en él, su pequeña reía a carcajadas, y tumbados ambos en la hierba de un parque cualquiera, con los brazos de ella sobre el cuello de él, le contaba sus pequeñas aventuras infantiles, y ambos reían. En ese sueño, no aparecía su mujer.

ELLOS

Catorce meses después. Carmen, esposa de Joaquín, madre de María, alcohólica y adicta a los antidepresivos, debía responder a una demanda de separación interpuesta por su marido. La razón, una mujer en su situación no está capacitada para cuidar a una niña pequeña. Carmen, al principio rebelde, acabo aceptando la separación, y en la última reunión que el matrimonio mantuvo con sus abogados, la fría despedida entre madre e hija, la opaca mirada de la madre, ennegrecida por su conciencia, por sus silencios, no fue respondida por María, que en ningún momento levantó sus ojos hacia su madre. Al final de la reunión. Carmen desde el fondo de la habitación observaba como dos figuras conocidas salían cogidas de la mano; Joaquín hablando animadamente con el abogado, María, con pasos cortos y arrastrados, la cabeza baja, y la mirada fija en el suelo. Sólo nueve años, y una pequeña lágrima, tan pequeña como María, surgió en el rostro de Carmen, y en su corto trayecto fue a morir en su mejilla, sin siquiera caer al suelo.

Poco tiempo después, una cálida tarde de Junio, Carmen caminaba por un parque, por un parque cualquiera, cuando divisó a lo lejos, tumbados en la hierba, a Joaquín y María. Se acerco a ellos, aunque no mucho, por temor a ser descubierta, y desde detrás de un árbol pudo verlos mejor. Joaquín tenía cogida una mano de María, y le hablaba. Joaquín sonreía, María no.

Texto agregado el 15-10-2002, y leído por 585 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-04-2006 Son tristes estas historias y no siempre estamos abiertos a leerlas. Esta bien desarrollada aunque no se si pueda estar tranquila luego de leerla. saludos KAReLI
16-10-2002 ¡Guau, bestial! Primero, está muy bien escrito, y segundo, le hace a uno reflexionar un momento y concienciarse al respecto. El final es desolador, pero es la vida misma, por lo menos la de María. ¿Por qué decidiste escribir este cuento? Elsa
 
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