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Corona Silvestre

En lo alto, una blanca luna flotaba. Haces de luz tornaban tibia la oscuridad. El tiempo de las hojas finalizaba, aparecía la escarcha. Pálida a la distancia la hierva semejaba empolvada de polen. Cual guadaña, los cielos escindían la claridad de los suplicantes astros. El invierno anidaba en silencio al borde de las aguas. Una atmósfera extraña poseía aquel lugar, algo despertaría pronto, afloraría una revelación.

Los caminos se extendían mudos en la engarzada tierra. Una antigua línea férrea atravesaba el pueblo, sus costados eran lugar de robles apilados.

A pesar de tener cuatro habitantes se respiraba abandono, eran invasores, parecían ermitaños en suelos desconocidos. Cada mañana como un acto obligatorio ponían atención en las nubes, inconscientemente buscaban el día más hermoso para destruir, sin duda estaban hechizados.

Confundidos en la noche dos de los hombres se erguían frente a un mesón, iluminados con una linterna trabajaban afanosamente. La escena traía a la memoria el Quijote, el más viejo era un Sancho regordete mientras que el joven fuerte era un señor de la Mancha, fino como un pistilo. Sin embargo, espiritualmente distaban mucho de ser los verdaderos.

En el centro sobre la cubierta de madera, un varón rojo de compactos miembros ventilaba su dentadura metálica. Entorno a él desparramados se encontraban ramilletes de cuchillos, hachas, pares de guante, grasa y aceite. Esmerados lubricaban, cambiando tuercas, cargando combustible, reemplazando las dentaduras del varón rojo, se alistaban para quebrantar los ritmos.

Al fondo del terreno cercado una cabaña guarecía al resto de los hombres. Dos viejos moribundos cargando el peso de las primaveras, esperaban apagar sus voces en el ojo vivísimo del amanecer. A la distancia la montaña azulada, escondía a la asesinada noche del emperador de la luz naciente. Un grandioso silencio de atemorizados bosques surgía de las profundidades verdes, los dos hombres habían muerto. Ya las alturas se prendían de la tierra cual anillo dorado, ahora solo habían dos miradas en la desolada tierra. La muerte de sus compañeros les conducía cabisbajos por la empedrada ruta. Un remolino de espantos sacudía sus almas mudas, deseaban desprenderse de sus cuerpos, cerrar los sentidos para amar al hechizo y flotar en la nada.

Sus mentes eran presa de una contradicción que los mantenía encajonados, apagaban su maldad en el sonido de las sierras y desintegraban en los parajes sus horizontes. En sus frentes oscuras se leía el hechizo. Hacer sufrir al mundo que los mantenía vivos, detestando la muerte.

Encendieron las sierras, un eco patético resonó en la maraña, los dos hombres se plantaron frente a los enraizados robles, calentaron las sierras, las hicieron patinar en el aire fresco, hincándolas en las entrañas arbóreas.

Suspiraron al ver sepultado el silencio, al ver aplacados los acordes de los cuales eran una nota, un trance los cegaba, acallaban al mundo y como leones devoraban a su presa. Se saciaban no de los árboles sino de quién los silenciaba, el sonido, el estruendoso y fatídico sonido de las sierras.

Excavando cual roedores chirriaban sobre los vegetales, violando cortezas, amputando fibras, tejidos. No en busca de los sistemas como hacia Leonardo sino tras el hallazgo de la más absoluta neutralidad, anulando los ritmos, constituyendo el reino de los extremos. Iban en son del blanco, del no existir.

A medida que el sonido aumentaba iban entrando en un estado de embotamiento de sonambulismo, ya ni siquiera tenían conciencia de lo que ejecutaban, ellos no estaban, desaparecían los murmullos del agua, los crepúsculos, no habían direcciones, el universo se desplomaba. Los únicos cauteladores estaban atados, imperaba sólo lo creado por ellos, estaban muy lejos de todo.

Sentían que la dinámica del mundo en que estaban no les pertenecía. Se daba paso a la oscuridad, al retorno desde el templo de los quebrantamientos, cesaban de horadar las sierras, aparecía lo vasto, el parásito de la confusión ingresaba en los hombres, detestaban la inmensidad, se despojaban de sus matices internos para vagar en la claridad del vacío. La esfera terráquea ya no era un animal.

Pero aquí fuera, fuera y dentro de los hombres los ritmos continuaban, grillos, nubes, mares, espigas, proseguían componiendo poemas aunque los hombres no los leyeran. Los pujantes suelos gritaban mas nada de ellos era escuchado por los frágiles seres. Ellos trabajaban sobre fórmulas erradas, no conocían los ritmos, se tenían miedo.

Como binarias se descolgaban del fatal aislamiento, dejaban en paz a los heridos robles descendiendo por la ruta consabida hacia la cabaña. Esta invadida por un extraño silencio todavía contenía los cadáveres, tal era el vicio por un mundo diferente que ni siquiera se les dio sepultura.

Ingresaron a la cabaña por el umbral iluminado, dispusieron sobre una mesa vasos y una botella de vino, cruzaron algunas frases sueltas y en sus sillas se durmieron.

Cual soldado atemorizado dormían nerviosamente antes del enfrentamiento. Para ellos el estar en el mundo, el sentirse en él era un conflicto, una guerra contra si mismos. Una pesadilla los perturbaba, veían que sus vísceras los abandonaban, que el mundo no tenía sustento, que las avenidas de sus sentidos se cerraban, que los colores, olores y formas no existían, sentían que un duende huía junto con sus almas hacia las tinieblas.

Siempre habían vivido en función del engaño resultante de sus actos. Ahora la noche no era silenciosa, abatida sacudía sus miembros, furiosa, impotente, llena de amor frente a los hombres.
Parecía como si un gigante arrojara todas las formas a un pequeño e infinito agujero. Así rodaba la noche fugitiva, superponiendo sus bellos dolores antes de esfumarse a través de los filtros, de los puentes hacia la muerte que eran ellos. Compartían los ritmos atormentados frente a los cambios de lo que perece, por primera vez vivían en el mundo.

Despertaron, estaban dispuestos a escuchar no a las sierras sino a los parajes, pero estos no dejaban de gritar, abrían sus poros liberando a bocanadas energía, giraban los vientos recogiendo a su paso metrópolis dando la impresión de un enjambre zumbante, los elementos perdían sus ligazones, mientras las entrañas de los hombres eran el escenario de la tragedia. La naturaleza no quería que la música acabara.

Nunca los dos hombres ignorantes de la dinámica de sus violines, habían comprendido el hálito que movía a la melodía eterna. Ahora, desde sus torres, despiertos pero débiles vislumbraban que sus espíritus serían un silencio en la eternidad, no tenían nada que decir, habían cortado las cuerdas de sus instrumentos.

Eran grandiosos, sí, eran consecuencia de un pasado abismante y causa de un futuro interminable, pero no habían habitado en la tierra, sino por el contrario habían perecido en un silencio sin alma.

Amanecía, con gran esfuerzo se desprendían de sus diabólicas rémoras, buscaban la flexibilidad del pájaro en el viento, el cabalgar de los ríos en los parajes, perseguían el cóncavo y el convexo en las montañas y depresiones, eran altura, receptáculo y penetración. Felices llenos de dolor sobre un lomo herido se conducían hacia la muerte, ya pronto sus mudables ropajes caerían, eran alimento en los ritmos, en la eternidad del tiempo vivirían para siempre.

Por el derrotero que ya llegaba a su fin, iban en son de la señal, del signo de los tiempos, se alzaron cual banderas y aletearon hacia el océano.

Al borde de aquel entre la hierba, una segunda lumbrera proyectaba destellos, allá arriba el sol tenue era lámpara de noches. Descendieron en la tupida hierba besando con sus pies la lumbrera, tal era el colorido de aquel nido silvestre que se confundía con un astro. Se acercaron, curvaron sus cuerpos y contemplaron al solitario pajarillo, su pecho plateado iluminaba el cielo, el pico se dirigía hacia el océano marcando el horizonte. Vibraban el pájaro y las aguas, se tornaban en imágenes de un cuadro impresionista, todo giraba en torno al pájaro muerto, como un verde follaje abrazaba al mundo.

Algo hermoso había en aquello, las semillas no habían secado junto a su cuerpo, las había ofrendado como señal, como ruta. Una pompa funeraria reía en las alturas, eran los pájaros sabían que había nacido para vivir y muerto para dar vida.

Era curioso, los hombres habían logrado anular un bosque entero no así al pequeño pájaro que los llenaba con su silencio. Era un representante en el fin de los tiempos, el último recurso.
Junto a él, ambos descubrían que la soledad no existía, que el estar sólo no era mas que un instrumento para lograr la unidad, la soledad en los hombres era una deformación no veían a su acompañante ¡que sola estaría!, mas ella cual un gigante le gritaba al enano que despertara, pero no lo conseguía.

Los hombres se esfumaban frente al océano, tenues como la neblina recogían la verdad y se retiraban. Como los parajes ahora cantarían para los hombres, pero siendo ya tarde no poseían voz.

Al borde de la nave errante no asomaba visitante alguno, "la luna no existía".
El pájaro y las aguas son anuncio de un destino posible.

Por eso hombre, mira temprano hacia las aguas, ¡mírate!. Temblará tu cuerpo ante tanta maravilla.

Texto agregado el 07-11-2004, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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