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DÉLE, DÉLE.

- Desde la esquina -

Esa mañana Víctor Mella se despertó más temprano que de costumbre. Tenía que hacerlo. Era su primer día en la cuadra nueva y sabía perfectamente que es una cuestión de supervivencia. Y no es por odio, ni por maldad. Es simplemente que la ley de la selva se aplica tan directamente en estos casos que es difícil encontrar una manera más real y directa de ver al ser humano como un animal más de la Tierra. “Hay que defender la cuadra como sea”, se repetía incesantemente mientras terminaba su taza de té, hecha con la bolsa con la que habría de desayunar el resto de su familia.
Ya había pasado más de una vez por todo eso: “hay que hacerse conocido rapidito por los colegas pa’ que lo respeten a uno, ponerles mala cara a los pasa’os pa’ la punta y abuenarse con los más viejos del sector”. Era la lección que le había dado el partir de cabro chico vendiendo dulces en la calle, donde más de una vez alguien con más experiencia y malas intenciones le hizo pasar un mal rato. Pero el ‘Vito’ como lo conocían sus cercanos era, en el fondo, un buen tipo. Callado por lo general, pero gracioso cuando se trataba de dialogar con los ‘patrones’ como él llamaba cortésmente a su clientela.

Ya a las 6.45 de la mañana se encontraba en el paradero de micros tratando de reconocer la suya con recorrido a su nuevo destino. Su ex-colega, el ‘oreja de guagua’ (aludiendo a lo pequeñas de estas), le había pasado el dato de que había quedado desocupada una excelente cuadra en el sector alto de la capital. Aunque no hacía tanto frío como en días anteriores, Víctor saltaba incesantemente para reactivar la circulación de sus piernas entumecidas. En realidad es casi un reflejo ese salto, un acto inconsciente de impaciencia, nerviosismo y ansiedad. De pronto, divisó la micro que le servía. Buscó en sus bolsillos y sacó apenas doscientos pesos, lo único que tenía, confiado en negociar con el chofer por su pasaje. La vuelta aún se la tenía que ganar.

Cuando finalmente logró convencer a un chofer a que lo llevaran por menos plata, recorrió a regañadientes el pasillo de la micro, repitiendo las palabras que había escuchado días antes a un escolar mientras reclamaba por el maltrato de estos energúmenos al volante llamados “choferes de micro”.

“...seguramente tu señora te agarra a palos en tu casa, ¡chofer de mierda!...”

Tras casi una hora de viaje, Víctor se levanta de su asiento, no sin antes buscar con la mirada a alguna damisela a quien cedérselo. Cuando finalmente se topa con una señora mayor, esboza una sonrisa y le ofrece su asiento. Ella hace un gesto de reclamo balbuceando “...shis! por fin despabilaste...”. Víctor reflexiona: “...la gente maleducada...uno tratando de ser caballero...”
Al bajar de la micro, Víctor analiza el sector. Su cara es la de un conquistador bajando de su barco, reconociendo en la lontanza las bondades del territorio recién reclamado. Busca donde poder utilizar algún baño, “¡Perfecto!, Un Supermercado. Ahí mismo me compro alguna cosa para comer mas rato. Un pan con mortadela y una bebida si las cosas van bien hoy, me lo merezco. Es que si uno no disfruta la plata que se gana, pa’ que trabaja uno entonces. Ahora, a tomar mi cuadra.”
Avanza rápidamente leyendo los nombres de las calles buscando la suya cuando finalmente da con ella. Cuelga su bolso de trabajo de la rama de un árbol (el cual contiene un poco de papel higiénico, un paño para limpiar los vidrios de los autos, algunos trozos de cartón y un lápiz para tomar apunte de los clientes, y un envase vacío de bebida. Tomando lo necesario, cambia su cara, su actitud, se vuelve ágil, corre de un lado para otro, da por iniciada su jornada laboral. Su primer cliente es un tipo de corbata que llega con cara de angustia. “Este viene atrasado, buena propina...”. Mientras le hace toda clase de morisquetas al tipo de traje, divisa al cruzar la calle que un tipo lo mira atentamente. Es la “competencia”. Le lanza su mejor mirada de “este es mi territorio” y vuelve a atender sus asuntos.

- La otra cara de la moneda -

Lo único que quería el Conejo era quedarse con la calle completa. Desde que llegó la había tenido que compartir con un cholo que le decían el “Amigo”, que sólo tenía una pata, por lo que sus propinas siempre eran más suculentas. El Amigo se las sabía todas. Había hecho buenas migas con las señoras que vendían santitos a la salida de la iglesia que le avisaban los domingos cuando iba a empezar la Consagración, para que se apurara en tener lavados los autos. Hacía todo tipo de servicios a los vehículos de los clientes y lo usaba a él para moverlos, ya que su discapacidad física se lo impedía. Lo que no tenía por cojo lo tenía de canchero, así que el Conejo tuvo que trabajar prácticamente a su servicio por cerca de dos años.
Pero resulta que al Amigo le empezó a doler mucho la pata mocha. Le descubrieron una infección, por lo que se la mocharon aún más. El médico le dijo que tenía que cambiar de rubro, porque tanto movimiento no le hacía bien, asíque se había ido a probar suerte a la salida de la Catedral con una silla de ruedas para recibir limosnas.
El Conejo jamás se hubiera imaginado que le iba a llegar competencia tan rápido. Supo al instante que el mecha de clavo que acababa de colgar su mochila en el árbol era un vivo al que le habían pasado el dato de la calle vacante. “Este hueoncito cree que se las va a llevar peladas”.

-Déle, déle, déle, déle pa’ atrás, un poquito más, un poquito más...por ahí no más.

Una delgada y joven mujer se baja del auto.

- ¿Tiene parquímetro?
- No mi reina, yo se lo cuido no más, vaya tranquilita. ¿Hasta qué hora va a estar?
- Hasta la hora de almuerzo más o menos.
- Yo estoy aquí hasta las 8, así que vaya tranquilita no más. Son quinientos pesos eso sí por la cuidada.
- Ehhmmm, bueno.
- ¿Quiere que le echemos una lavadita al auto? Por una luquita se lo dejo impeque...
- No, gracias, está limpio.
- Bueno, como quiera. Vaya no más tranquila

Hirviendo de rabia, el Conejo no puede más y se acerca al invasor.

. Y vo’ hueón ¿De dónde saliste?
- ¿Por?
- Porque esta calle es mía po’ hueón.
- Bueno, yo hablé con el Loco Mario y me dijo que había quedado desocupá ayer no más, asíque si tení algún problema habla con él mejor.

El Loco Mario era el jefe de todo el cuadrante. Tenía a su servicio a los guardias municipales, a los lanzas de radios, a los cartoneros, a los muchachos del supermercado y sus carros, a los vendedores de diario, a los limpia vidrios e incluso a los malabaristas de la esquina. Él ponía los precios, determinaba las zonas y, por sobre todo, protegía a su gente. Jamás iría nadie preso; jamás un vehículo se iría sin pagar y, sobre todo, jamás cederían un centímetro de cuadra a algún jote que no fuera de confianza. El Loco Mario tenía trabajando en ese cuadrante a todos sus cuñados, a un par de yernos, al Oreja, y ahora a su primo, el Vito.

“Cabrones de mierda, pero no importa. Voy a hacer mi pega tranquilito y ya veré como me las arreglo con este compadre”.

Llego la hora del rancho y el Conejo partió al jardín de la Iglesia donde normalmente se instalaba a almorzar lo que se cocinaba temprano en su casa. Cual fue su sorpresa que el mecha de clavos nuevo de la cuadra estaba ocupando la sombra de su árbol.
“A ver cabrito, parece que no nos estamos entendiendo. Aquí me pongo yo así que partiste flaco. Ya, ya, ya, vira loco, mira que si no vamos a tener ata’os.”

“¿A quién le venis a gritar así? Acaso tengo cara de pendejo que crees que me vas a mandonear? Demórese un poquito más compadre.”

“Mira güeón, es la última que te aguanto. La próxima no te va salir gratis, ¿me oiste?”

El Conejo se alejó frustrado. La verdad es que aunque sabía que podía molerlo a golpes, tenía claro que no era solo meterse con el si no con el Loco Mario. Había una jerarquía que respetar y claramente el Mecha de Clavos tenía la venia del Jefe. Se instaló en una banca, sentado al lado de dos ancianas mendigas malolientes de las que merodeaban la salida de la iglesia y muy a regañadientes se comió su comida. Cada masticada que daba era murmurando maldiciones al nuevo de la cuadra, mirándolo con cara de decirle “te tengo en la mira”.

- Miradas que matan -

El Vito saboreó su almuerzo y no pudo dejar de pensar en su mujer, la Rosita. Cada mañana Rosita se levantaba, preparaba el almuerzo de su esposo, vestía a sus hijos y los mandaba al liceo municipal con el sueño de que algún día pudieran tener un mejor pasar. La vida no había sido fácil para ella pero estaba agradecida con Dios de tener a su lado al Vito. Esa mañana habían tenido una pequeña discusión debido a que el Vito trataba de convencerla de traer al Julio, su hijo mayor de 14 años, a trabajar con él. Ella no estaba dispuesta a dejar de creer en que sus hijos pudieran optar a una mejor vida que ellos. Mientras miraba fijo, sumergido en sus pensamientos, se percató de que el Conejo le miraba con odio. El Vito no tenía malas intenciones y lamentaba todo lo que estaba pasando, pero tenía que hacerse respetar. Eran las reglas del juego y el las iba a seguir contra todo.
“No se puede ser amigo de Dios y el Diablo.”
Con eso en su mente terminó su almuerzo, saco un cigarro Belmont, cajetilla roja, una de las pocas costumbres que heredó de su padre, y se recostó en la hierba a descansar.
A las dos de la tarde el Vito se encontraba nuevamente en su calle, dirigiendo a sus clientes con habilidad. Esa tarde pasó relativamente rápida y sin mayores inconvenientes. Sin embargo era evidente que el Conejo no dejaba de observarlo desde la otra cuadra, estudiando cada uno de sus movimientos, esperando talvez que eso lo amedrentara y cediera su lugar. Nada más lejos de ocurrir.

Dieron las 12 de la noche. El ruido de la ciudad había declinado y solo se sentía el murmullo de autos a la distancia. Todo el mundo estaba ya durmiendo en sus casas y solo quedaban en la calle las criaturas nocturnas, que merodean todo el tiempo pero ya casi nadie ve: vagos, mendigos, locos, prostitutas, y acomodadores de auto hacen suyo el paisaje de la capital.
El Vito estaba rendido, pero sus bolsillos tintineaban de cientos de monedas que había recibido ese día. No había estado nada mal la jornada. Guardó sus cosas, sacó su peineta y hundiéndola en la poza que dejaba el grifo mal cerrado la mojó para peinarse y alistarse para su retorno a casa. Al cerrar la mochila sintió pasos detrás de él y de pronto su vista se nublo al tiempo que escuchaba un pitido en su cabeza como el zumbido que produce un micrófono acoplándose. Cayó al suelo y su boca sintió el sabor de la sangre que emanaba de su cabeza, amarga y tibia. Sin lograr moverse sentía como sobre su espalda caía una lluvia de palos incesante. Sin poder reaccionar sentía como manos intrusas se metían en sus bolsillos sacando las monedas que había juntado. Voces susurrantes de todos lados discutían que hacer. Trató de reincorporarse varias veces, pero patadas en sus costillas y palos en su espalda lo tiraban al suelo una y otra vez. En eso un grito hizo que todos sus atacantes salieran disparados en distintas direcciones. Apenas podía respirar y la sangre se le metía ya por su garganta. Comenzó a toser en un acto reflejo de su cuerpo atragantado y el sobresalto le permitía contar otra costilla rota más. No veía mucho salvo una sombra que se movía de un lado a otro frenéticamente.
“Ayúdenme, hay un hombre herido aquí. ¡Taxi!”
Dos manos lo tomaron de los hombros y otras dos de las piernas. Veía el suelo pasar cerca de su cara mientras en andas lo cargaban en dirección del vehículo.

- Oiga, pongamos una manta debajo porque si no me va a dejar lleno de sangre el taxi.
- Ok, ok, pero rápido que está perdiendo mucha sangre.
- Disculpe pero ¿quién me paga la carrera?
- No se preocupe, que yo le pago la carrera, pero ayúdeme y abra la puerta mientras lo sostengo.
- Y si lo metemos en la maleta para que no manche.
- ¿Acaso se volvió loco? Mire como está. Si lo metemos en la maleta o se nos ahoga o le terminamos de romper las costillas sanas que tiene.

Ya dentro del taxi el Vito quedó sentado mirando hacia la calle. Apenas podía mantener sus ojos abiertos. Se sentía mareado y el pitido en su cabeza no paraba. Ahora sus heridas las comenzaba a sentir y apenas podía quejarse. Con cada bache del camino el dolor se le acrecentaba.

- Al Jota Jota.
- Oiga pero eso es muy lejos, no quiero que se nos muera y menos en mi auto.
- ¿Qué, aparte de la apaleada le quiere dejar una deuda con el hospital? Los pobres estamos cagados, viejo. Hágame caso y llevémoslo al Jota Jota. Y apúrese que cada vez respira con mayor dificultad.

- El milagro -

Las calles pasaban rápido frente a los ojos del Vito. Incluso la última luz le pareció roja. Trataba de pensar en otra cosa para olvidar en parte el dolor. Rosita, el Julio, la Sole, su hija menor. ¿Que pasó? ¿Por qué? Seguro el idiota de la vereda del frente y sus amigotes lo agarraron desprevenido para darle una tunda y robarle todo lo que había ganado. Y claro, que iba a hacer, seguramente el otro tipo estaba bien recomendado con el Loco Mario. Y aunque fuese su primo, el hecho de nunca haber estado de acuerdo con los métodos de matón que usaba ahora le jugaba en contra. Pero su conciencia estaba tranquila. Se había mantenido al margen de los negocios sucios de su primo y el hecho de haber aceptado nada más que el dato de la cuadra desocupada no lo convertía en su cómplice. “La ayuda siempre viene de donde uno menos se lo espera” le repetía su padre cada vez que se presentaba algún problema. Eran pocos los recuerdos que el Vito tenía de él, pero había un par de imágenes y palabras que nunca se le habían olvidado.

Al llegar al hospital un tirón lo despertó. Casi no tenia fuerzas para mantenerse despierto. Parecía que el sopor que le venía aquietaba en parte el dolor que sentía y no le daban ganas de abrir los ojos. Oía gritos, lamentos, pasos a la carrera.

- Traigo a este tipo mal herido.
- ¿Es usted algún familiar?
- Eh..., no. Un amigo.
- Ok, siéntese y espere a ser llamado.
- ¡Oiga pero esta mal herido!
- Señor, todos acá llegan siempre mal heridos, así que siéntese y espere que le atiendan.
- ¡Oiga pero...! (puta madre) por eso estamos cagados los pobres. Si nos tratan como animales.

La gente que estaba ahí permanecía en silencio. Miraban al tipo que balanceaba su cabeza sin control y goteaba sangre en el piso, mientras intentaba con escasos resultados abrir sus ojos. Todos esperaban ser llamados y nadie estaba dispuesto a ceder un solo minuto de su tiempo en favor del recién llegado. Esa actitud mezquina no era más que el resultado de vivir de las migajas que caían del plato suculento que se servían los pudientes de la capital. La salud era el tema de moda y sin embargo nada había cambiado.

- A ver, siéntate derecho para pararte la sangre. Te voy a presionar con este trapo la herida y te puede doler...

El Vito se dio cuenta de que aún cuando el dolor que sentía era casi insoportable estaba tan débil que no era capaz de reaccionar ni quejarse. Se asustó.

“¿Acaso voy a terminar así? Sólo en un hospital. Con el extraño que me recogió a mi lado? Todos estos años de sacarme la cresta trabajando, pasando hambre, dejando los pies en la calle para poder llegar con algo a la casa. Es una maldita condena. El que nace chicharra muere cantando, el pobre pobre, el rico rico.”

- ¿Señor, registró al paciente?
- Ehhm, no señorita.
- Bueno, venga pues. ¿No estaba tan apurado? Como piensa que lo llamemos si no ha registrado a su amigo.
- Es queee...no se como se llama.
- ¿Pero cómo? ¿Acaso no viene usted con él?
- Sí, pero no se como se llama. Déjeme buscar si tiene alguna identificación. Uhmm, no, parece que le robaron su billetera también. Pero, ¿le doy mi nombre?
- Bueno, ¿cuál es su nombre?
- Luis González.
- Ok, espere y le van a llamar enseguida.
- Gracias.

No pasó mucho tiempo más cuando se volvió a sentir la voz áspera de la mujer:

- ¿Joven?, su amigo sigue. Ayude al enfermero a subirlo a la camilla para poder trasladarlo.


Había transcurrido una hora desde lo ocurrido. El Vito abrió los ojos y vio a una joven muchacha a su lado toda vestida de blanco salvo por un gorro que le tapaba el pelo, de un color verde claro que le venía perfectamente a sus ojos claros. Estaba tomándole el pulso:

- Tranquilo señor, le estoy tomando el pulso. Ha perdido mucha sangre.
- ¿Donde estoy?
- Quietecito, sin hablar. El doctor viene enseguida. Esta su señora afuera ¿Quiere que la hagamos pasar?
- Ay...si por favor...


Rosita impaciente entró a la sala del hospital. Era una sala comunitaria separada por minúsculas cortinas de un color verde desteñido. Buscó inquieta con sus ojos negros y saltones entre las camas, tratando de dar con su esposo. De pronto una enfermera le hizo una seña desde el fondo. Apuró el paso y finalmente vió a su marido, con una venda rodeándole la cabeza y otra en todo el torso. Le hizo compañía lo que quedaba de esa noche y temprano al otro día le dieron el alta. El cuñado del Vito llegó a buscarlos en el furgón utilitario de su trabajo y se lo llevaron a casa.


- El consejo de mi padre -

Una semana después del incidente, el Vito volvió a su cuadra. Casi de milagro seguía sin dueño y por lo tanto se apuró en salir temprano a su jornada laboral. Aún sentía dolores en todo el cuerpo, pero no podía darse el lujo de seguir acostado. No había seguros, licencias médicas ni subvención alguna para él.
Sus clientes empezaron a llegar rápidamente. Como todavía estaba vendado, las propinas parecían ser más generosas. Todo siguió normalmente durante la mañana. Estaba tan concentrado que no se había percatado de que su competencia de la cuadra del frente no estaba. En su lugar había un paticojo en una silla de ruedas que a duras penas alcanzaba a los clientes para cobrar por su propina.

- Buenas, amigo. Me llamo Víctor. ¿El joven que trabaja aquí no está?
- ¿Qué crees, que lo tengo escondido debajo de la silla? Hace una semana que no viene el Conejo.
- Y ¿qué le pasó? ¿Se asustó de tener competencia acaso?
- No sé. El otro día hablé con el Mario y me dijo que me hiciera cargo de la cuadra. Parece que el Conejo se choreó de tanto pato malo que anda en estos barrios de noche.
- Uhmm, ¿Conejo se llama?
- Bueno, le decimos Conejo. Se llama Luis. Luis González.


FIN

Texto agregado el 09-11-2004, y leído por 216 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-01-2005 No sé si el cuento es bueno o malo, solo sé que no pude dejar de leer hasta el final. Lo encuentro limpio y simple. Me llegó. conqui
09-11-2004 Lo bueno: siento que refleja súper bien la urbe capitalina chilena. Gran detalle el de los sobrenombres, muy típicamente nacional. Lo malo: demasiado predesible, lenta la historia para un final sin fuerza... Makis
09-11-2004 realmente muy bueno. jsaldana
 
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