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Yo no sé a ti, pero a mi no me gustan los festivos, son tan claros, tan “familiares”, tan aburridos. Mi familia es una familia normal, tan normal que da miedo, y cuando se reúne completa, puede provocar un caos de un simple vaso de agua.
Generalmente los festivos, toda la familia viene a esta casa, tíos, primos, abuelos, hijos y padres vienen acá; no debo negar que antes, cuando yo era niño, las tardes con mis primos eran muy buenas, sobretodo por los mundos imaginarios que inventábamos para jugar, tanto que hasta un simple palo se convertía para nosotros en un todo un sistema de protección con lanzamisiles, talvez afectados por ese que llaman séptimo arte, pero ahora, todos teníamos nuestras preocupaciones, mi primo el mayor ya tiene hijos y el menor anda preocupado por su trabajo en aquella oficina. Hasta yo, que vivo todavía en esos mundos imaginarios, me preocupo por cosas insignificantes, la cuenta del teléfono, la tarea de la universidad, el examen de mañana. Cosas simples.
Por eso es que los festivos se han convertido en uno de esos días simplones, en que no importa lo que se haga, siempre te sentirás vacío, como buscando algo que hacer, porque la costumbre de tener-que-hacer te ha invadido como un vicio.
Los festivos inician muy tarde, así estés despierto desde temprano, no quieres levantarte más temprano que los otros de la casa, no quieres molestarlos en el día que por fin pueden descansar de no ser ellos mismos, el día en que se quitan las mascaras que le impone esta sociedad, de caras sonrientes y peinados bonitos. A eso de las diez de la mañana se levanta mamá, que siempre es la que primero se levanta en esta casa, entra a mi cuarto y me manda a bañar, para estar presentable cuando llegue la familia. No se demore en la ducha, deje agua caliente, y cosas así por el estilo, hacen parte del repertorio mañanero de mamá; ¡Ah! Se me olvidaba, aquí nos tratamos de usted, como toda buena familia normal, porque de tratarnos de tu, terminaríamos siendo irrespetuosos, o hasta se pondría en duda nuestra inclinación sexual.
A las doce del día llega la primera parte de la familia, mi tía, la mayor de mi mamá, llega con esposo y con hijo, mi primo menor, Chiqui, que de chiqui no le queda sino el apodo. Chiqui está en el último año escolar y sufre de diabetes, enfermedad muy difundida entre nuestra familia, al igual que el asma y las ganas de aparentar felicidad. Cuando llega mi tía, ya todo el oficio de la casa está hecho, solo falta el almuerzo, así que entre mi mamá y mi tía se ponen de acuerdo para preparar el platillo del día, van al mercado de la esquina y compran lo necesario. Mientras tanto mi papá ya se ha bañado y ha bajado a saludar al esposo de mi tía y se ponen a discutir, al frío de una buena cerveza, los problemas de los carros; que se le va un poco el freno, que mírele las pastillas, que se les acabo de cambiar, entonces debe ser la guaya y así durante un rato.
Por si no lo sabías, soy hijo único, y eso incrementa el aburrimiento y la soledad que se siente en días como este, en que la familia entera se reúne, a discutir esos temas que siempre discuten y que ya te sabes de memoria. Por eso es que no me quedo en el comedor, no me gusta escuchar los chismes y comentarios post almuerzo, por eso creo que dentro de mi familia me he ganado la fama de asocial y crecido.
Los adultos empiezan a jugar cartas o domino o parqués, que son los juegos que hay en esta casa, tu sabes, apostando las moneditas, riendo y echando chisme, mientras se toman algunas cervecitas. Y la música de Darío Gómez, de Vicente Fernández y otros interpretes de la música popular, se hace presente en este ambiente. Y las mujeres lavando la losa, rapidito mija, porque toca acompañar a los hombres en el juego.
Yo mientras tanto voy aprovechando el tiempo, para ponerme al día con las noticias, en los programas que no he visto, claro de televisión internacional, porque los de aquí tienen huevo. A veces bajo esporádicamente a fumarme un cigarrillo, hablo dos que tres palabras con alguno de mis primos y vuelvo a subir, buscando una soledad mejor que la de estar con ellos. Y son días tan soleados y tan llenos de nada, de aburrimiento, que la única salida es acostarse a dormir un rato, esperando despertar y que sea de noche, que ya ese día va a terminar y volverá el quehacer cotidiano, el tener-que-hacer, aquel vicio que has obtenido del mundo exterior y sin el cual no descansas verdaderamente. Y las babas se pegan a la almohada y a tu mejilla, porque los sueños de la tarde son así, y te despiertas y te limpias, bajas a fumarte un cigarrillo y los encuentras allí, todavía jugando, riendo y echando chisme. Es ahí cuando te das cuenta que las mascaras han caído, que los peinados bonitos no existen más, que el festivo no ha terminado aún y que la nada se ha tomado la casa, llenándola de agujeros negros, en donde uno se puede perder.
No hay nada que hacer, no sé para ti, pero para mí, los festivos son tan calientes, tan “familiares”, tan normales, tan mortales. Cuando la noche ha caído, todos se van para la casa, y el festivo ha terminado por fin.

Texto agregado el 09-11-2004, y leído por 269 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-08-2006 me gustó, tiene buenos recursos narrativos, sabe expresar con argumentos lo que le molesta. Tiene madera para esto*****NADA YA ESTATODO DICHO. Alejandro-paz
 
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