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*Son RELATOS:

"De tarde en tarde alguna ráfaga
hacía circular sobre el paisaje
jirones dormidos de bruma".
Knut Hamsun.



TE CONTARÉ

Todo comenzó como una excursión más, una de tantas de las que hicimos con el primo Ted a la Sierra de Las Calaveras. Fue el primo Ted, algunos años mayor que yo, quien me inculcó esa pasión por la montaña. Nuestro sitio preferido era aquella enorme roca que llamábamos La Silla, sobre todo porque en uno de sus lados era lisa y vertical como el respaldo de un gigantesco asiento.
Recuerdo que en aquella ocasión nos acompañaba Julie, la novia de mi primo, con aquel mechón de pelo blanco tan característico que lucía en el flequillo y que, además de inconfundible, le daba un aspecto de montañera poco convencional. Ted había estrenado unas llamativas botas de escalador que adquirió por catálogo y, durante todo el trayecto en tren hasta La Sierra, no cesó de mostrar, alabar, ensalzar y aburrir con tanta novedosa exclusividad.
Solíamos acampar en el claro próximo a La Silla, en un improvisado albergue semiderruído que antes debió utilizarse de cabaña para guardar ganado. Allí, al llegar la noche, el primo Ted siempre contaba historias y una en particular que repetía en cada ocasión, primero con el grupo de montañismo y después con los pocos allegados que decidimos organizarnos por cuenta aparte. Aunque ya conocíamos el desenlace de la historia escuchábamos atentos aquella parodia versionada del conocido cuento de Caperucita Roja... Cuando el primo Ted llegaba a la parte final en que la niña preguntaba a su abuela “por qué tenía la boca tan grande”, ésta le respondía que “era para contarle un cuento”. Entonces uno de los asistentes, compinchado –muy a menudo yo mismo-, le preguntaba a algún otro de entre ellos, delatando así a la víctima elegida:
-¿Cuál quieres que te cuente...?
Mientras el otro pensaba, estupefacto por el giro del cuento, dubitativo, el primo Ted se abalanzaba todo lo corpulento que era sobre él y descargaba un golpe tras otro, contando en voz alta de uno hasta diez, en medio de jocosas risotadas que se contagiaban con rapidez al resto del público espectador. Era su broma predilecta y hoy la recuerdo en especial porque en aquella última ocasión no pudo terminar de repetirla ya que tanto Julie como yo la conocíamos.
Aquella mañana el primo Ted se propuso escalar La Silla por el lado cortado y nos prohibió subir con él. Recuerdo que antes dejarnos se dirigió a su novia:
-Cuídame a ese cachorro, que no se pierda...
Fueron las últimas palabras que le escuché. El primo Ted no bajó de aquella peña, nunca le encontraron, su cuerpo debió caer y extraviarse entre la grieta que separaba aquella lasca estrecha de la pared recta. Cuando llegaron los equipos de salvamento no hallaron rastro suyo, resultaba humanamente imposible adentrarse en la sima interior de aquella lasca inexpugnable y rugosa, armada de aristas. Lloramos mucho su pérdida.
Van a cumplirse dos años de aquel suceso y, desde entonces, Julie ha permanecido fiel a mí, ni el primo Ted se imaginaría cuánto... Julie y yo hemos consolidado nuestra relación, eran muchos detalles comunes los que nos unían, el primo, las excursiones, la montaña, que resultaba algo de lo más lógico y natural que lo nuestro desembocara también en una ardiente pasión. Vamos a casarnos a principios del próximo año, ya hemos escogido fecha. Para entonces Julie habrá finalizado ya el curso en la universidad y será una bióloga a la búsqueda de trabajo, nos hará falta para salir adelante.
Hoy me he acercado a la Sierra porque desde entonces no habíamos vuelto a pisar el lugar. Aproveché que Julie marchó a la capital durante toda la semana para realizar unos exámenes y, sin decirle nada, por temor a resucitar antiguas heridas, escogí pasar la noche en el refugio, a la sombra de la gran roca que tantas emociones nos proporcionó. Sin Julie en casa me sentía demasiado sólo y estando allí, con la montaña tan cerca, al menos me acompañaban los intensos recuerdos.
La luna casi llena clareaba a través de la ventana del albergue, no podía dormir. Cambié de postura y me volteé, pues me pareció haber oído un ruido afuera. Luego, ví la sombra a través del cristal, lento, me incorporé... No podía ser cierto. Vigilé, en cuclillas, la oscilante sombra de aquel animal que se proyectaba dentro del refugio, no podía menos que inquietarme. Enseguida me apercibí de que buscaba la forma de entrar, incorporado en dos patas contra la ventana. El miedo me removió, reuní todas mis fuerzas y, sin parar a pensarlo demasiado, salí corriendo, campo a través, hacia el bosque cercano, no sin antes caer en la cuenta de que otras sombras parecían cobrar vida en la linde oscura. Corrí despavorido, con desesperación, escuchaba al enorme animal en pos de mí y miré, asustado, hacia atrás. Aquella bestia andaba sólo sobre sus dos cuartos traseros y calzaba las botas del primo Ted... La impresión fue definitiva.
Nada más entrar en el límite del bosque, más preocupado por no chocar con las ramas altas, tropecé dos veces seguidas con las anchas raíces antes de caer con el rostro hundido de miedo entre la hojarasca. Permanecí así, inmóvil, sobrecogido, bajo las patas de la enorme fiera que me olisqueó desde la suela del calzado hasta la coronilla. Podía sentir su aliento salvaje deslizarse por el cogote. Casi muerto, con los ojos cerrados y los puños apretados, no podía dar crédito a aquella pesadilla, espantado, ya sólo esperaba en cualquier momento la dentellada fatal. Pero el gran lobo negro se hizo a un lado y, de reojo, me atreví a observar cómo las otras sombras se agrupaban en torno a él. Pude distinguir el curioso mechón cano en la frente de otra de las bestias... Al poco, en silencio, les ví marchar en fila y alejarse hasta que desaparecieron entre los árboles de la noche.
Aún aguardé un rato interminable. Entumecido por el temor no podía moverme, pero salí arrastras del bosque. No sé cómo pude atravesar el claro y, luego, caminar en la oscuridad hasta la estación. Pero cuando llegué a la casa todavía no había recobrado el aliento ni el calor. Ya desde el pasillo observé la luz del contestador telefónico que parpadeaba... Recordé que Julie había quedado en avisar, seguro que era ella. Encendí el contestador mientras la voz de Julie inundaba de ecos las paredes de la sala...
-Cariño, ven a buscarme al mediodía. Habrá demasiado jaleo, no entres al aeropuerto. Espérame en la parada de taxis, junto a la estación. Ya te contaré...



El autor.
tamargoluis@yahoo.es

*”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, de Luis Tamargo.-


Texto agregado el 14-11-2004, y leído por 127 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-11-2004 Muy bueno. Me gustó. Estrellitas. anitalu
15-11-2004 Me ha gustado tu cuento, bien narrado y muy inquietante. Enhorabuena. JuanRojo
 
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