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En eso estaba, tratando de superar el frío y el dolor, cuando escuché el llanto de mi madre.
La espalda encorvada hacia arriba, tensa como el instrumento de un arquero a punto de soltar la flecha. El rostro constreñido de dolor, los ojos apretados, como negándose a presenciar la escena... la diestra apretando fuertemente las sábanas, arrugándolas y sacándolas de su frágil posición, mientras la siniestra buscaba a tientas el apoyo de las manos sudorosas de su marido que, ante el llamado del doctor, había partido raudo al hospital.

Nunca me gustaron los hospitales. Tienen esa cercanía con la muerte que siempre he tratado de evitar. Miro con asombro el pulular de las enfermeras, esas especies de fantasmas inertes vestidas de blanco, deslizándose ingrávidas por el plástico piso abrillantado, llevando entre sus manos toda suerte de paños, líquidos, instrumentos inmaculados destinados a alivianar el dolor de los que han caído en desgracia, de los que se acercan peligrosamente a la muerte, esa fuerza que reina en todos los rincones y cuyo hálito poderoso y nauseabundo hace ingrávido el deambular de las enfermeras , ángeles incorpóreos que se deslizan entre las puertas de la muerte, inmunes ya a su hedor.
-Buenós díiiaaas! – se presentó una de ellas – Vengoaa prépárarlaaa!
-Buenos días – dijo mi madre, tratando de disimular los progresivos dolores.
-¿Cómo se ha sentido? – inquirió la enfermera, llenando una ficha sin mirar a la paciente.
-Me duele un poco.... y siento como escalofríos.
-¿Primera vez? – preguntó, como repitiendo un guión aprendido.
-No – respondió risueña mi madre – ya he tenido escalofríos antes.
-Ay qués loca señora! – se reía la enfermera, luego de levantar la vista para ver por vez primera a su interlocutora - ...le pregunto si es su primera guaguita!
-Segunda – orgullosa, mi madre – tengo un niñito de tres años.
-Ay, qué lindo – falsa, la enfermera – y ya sabe qué va a ser?
-No... no hemos querido saber.
-Bueno, ojalá que le salga la parejita! – dijo la enfermera, iniciando las labores de aseo.
-Ojalá – respondió mi madre, mientras una leve sonrisa llegaba a posarse sobre su rostro.

Corría el año 1970 cuando mi madre se había visto envuelta por primera vez en estos menesteres. El país estaba envuelto en aires expectantes, al igual que ella. El experimento socialista comenzaba y nadie sabía qué esperar... pero el pueblo estaba esperanzado, como un niño esperando abrir un regalo en navidad, sin tener recrésta idea de lo que hay dentro.
-¿Has revisado lo del hospital? – le preguntaba a mi padre.
-Tranquila – respondió él con aires protectores – En el trabajo me dijeron que las condiciones se mantenían.
-Ojalá.... mira que ya nadie sabe a qué atenerse.
-Se supone que debiera mejorar incluso.
La tele estaba prendida desde la mañana, pero nadie la escuchaba.
-Oye..... y qué quieres que sea? – preguntaba pícara mi madre.
-Me da lo mismo, mientras sea sanito – respondió su marido, mientras se imaginaba a su retoño enfundado en unos zapatos de fútbol.
-Yo prefiero que sea hombre... para que después cuide a su hermanita.
-Puede ser – contestó él, encogiéndose de hombros.

La luz que atravesaba la exigua ventana del cuarto de hospital recortaba sobre las sábanas del lecho de la parturienta la silueta de un añoso sauce ubicado en el exterior, árbol que lloraba su esfuerzo por acercarse a lo que hasta hace poco era un húmedo suelo sureño.
-Qué increíbles las calores que han hecho, oiga.... – se quejaba la enfermera, tomándole la presión a mi madre.
-Sí...hacía tiempo que no teníamos un Diciembre tan seco – respondió ella, mientras le apretaban el brazo.
-¡Y con estos trajes no se aguanta la calor, fíjese! – se seguía quejando – Antes teníamos uno más cortito.
-¿Y por qué se los cambiaron? – preguntó la paciente, tratando de disimular el dolor que ya sentía en su brazo presionado.
-No sé..... la nueva administración del hospital. El capitán es súper fijado en esas cosas.... como que no le gusta que una ande mostrando, pero nosotras le decimos que naquevér, que no es por andar mostrando sino ques pa capiar la calor. Pero no nos escucha..... pero bien igual. – respondió ella, dándole una rápida mirada en círculos a la habitación.
-¿Sí? - mi madre.
-Mmmm – la enfermera – y seguía apretando.

Tres meses antes, mi padre, quien siempre gozó de muy buena salud, heredada seguramente de los aires limpios que se respiraba en regiones, yacía incómodo en su lecho de enfermo, dándose vueltas de aquí para allá en su costado de la cama, tratando de no despertar a su embarazada esposa.
-¿Dormiste mal? – preguntó ella, que ya estaba despierta hace un buen rato.
-Más o menos.... esta hepatitis ya me tiene aburrido.... me duelen hasta las canillas.
-No le eches la culpa a la hepatitis, oye – sentenció ella - ¿no le gusta jugar a la pelota al perla?
Acostumbrado ya a aquella acotación, el enfermo comienza a girar para quedar finalmente sentado en la cama. La luz dibujaba extrañas sombras mañaneras en el interior de la habitación.
-Ah, ya sé por qué me duelen..... - exclamó mi padre, una vez que tomó posesión de toda la situación -...¿qué hace este caballero acá?
Recostado entre ambos, mirando el techo a través de su paño blanco, su primer hijo, único hasta ese momento, comenzaba a esbozar una sonrisa al percatarse de que su existencia no pasaba inadvertida.
-No hay caso, no se acostumbra en su cama – explicaba la madre – se pasó como a las 2 de la mañana.
Mi madre, que ya estaba sentada, comenzaba a buscar con la mirada las pantuflas cafés – iguales a las de mi papá – decía – que cada noche dejaba religiosamente a los pies de la cama. Su hijo, que observaba todos estos movimientos, detuvo su mirada en la prominente panza de su mamá.
-Mira, saluda a tu hermanito! – exclamó con ternura el padre, al percatarse de la escena.
-O hermanita – lo miró la madre - No sabemos.

Ya en pabellón, la enfermera repasaba, como de costumbre y en forma cada vez más mecanizada, los instrumentos que el doctor iba a necesitar.
-Oiga – exclamó, luego de terminar el repaso y leer nuevamente la ficha de la paciente – Aquí dice que usted tuvo principios de pérdida, oiga.... ¿por qué mamita?
-Vá saberuno – repondió mi madre, como de costumbre – igual no fueron tiempos muy tranquilos.
-¡Shh, claro! – se precipitó la enfermera - ¡Terribles!... y ¿qué me dice de las colas, oiga? ¿no me diga que usted tuvo que hacer colas también, en ese estado?
-Como todos no más.... igual tenía menos guata que ahora, no crea usted...claro que a veces la gente me daba la pasá. Lo divertido es que uno llegaba al final y se daba cuenta que estaban vendiendo... qué sé yo.... zapatos de seguridad.... pa qué quiero yo unos zapatos de seguridad?
-No si fue terrible – comentaba documentada la enfermera – y el otro fresco raja tenía litros y litros de güisqui en la casa, y el pueblo muriéndose de hambre, oiga.... claro que nada justifica.... bueno.... le acomodo la almohada? Mire que ya está por llegar el doctor.

Sentado ya en la cama, con su preñada mujer a punto de iniciar las labores del día y con su único hijo mirándolo fijo desde la cama, mi padre encendió lentamente la radio, donde antes encendía un cigarrillo.
-Quizá después de esto deje de fumar! – le gritó a su mujer, que ya se perdía por el pasillo.
El palito rojo de la alargada pantalla recorría frenéticamente el dial en busca de una melodía, pero sólo barría gente hablando. Finalmente se detuvo sobre las palabras de un periodista, en ausencia de la melodía de un músico.
-“...ciales de las Fuerzas Armadas y de Orden han bombardeado la Moneda en horas de esta mañana, repito, han bom-bar-deado la Moneda en horas de esta mañana..... aún no hay noticias de la suerte de nuestro compañero Presidente Salvador Allende, quien se encontraba en el lugar, según nuestras informaciones. Lo que sí podemos informar es que, desde nuestra posición, se ha visto un fuerte contingente militar apostado en los alrededores. Hacemos un sentido y enérgico llamado a la población civil a levantarse contra la traición....”
La señal se fue perdiendo paulatinamente. Luego, silencio.
Mi madre, que volvía a buscar la ropa sucia para lavar, ve a su marido sentado al borde de la cama, con la mano izquierda sobre la radio y la derecha apoyando su frente, la vista perdida en algún lugar del piso y la radio prendida, pero en silencio. Antes de alcanzar a preguntar nada, escuchó la sentencia seca:
-Quedó la cagá.

La vieja lámpara de la sala de partos, tintineante por la ampolleta a medio morir, era testigo, desde hacía un buen rato ya, de los esfuerzos y dolores de mi madre, intentando traer al mundo a su segundo retoño...
-Puje, señora.....puje! – espetaba el doctor, como si fuese muy fácil.
La espalda encorvada hacia arriba, tensa como el instrumento de un arquero a punto de soltar la flecha. El rostro constreñido de dolor, los ojos apretados, como negándose a presenciar la escena... la diestra apretando fuertemente las sábanas, arrugándolas y sacándolas de su frágil posición, mientras la siniestra buscaba a tientas el apoyo de las manos sudorosas de su marido que, ante el llamado del doctor, había partido raudo al hospital...
Yo? Durmiendo. Siempre me gustó el agua tibia y el sueño tranquilo.
Como un terremoto en medio de la noche, mi dulce descanso se vió interrumpido por fuertes impulsos que me presionaban la espalda y me hacían avanzar por rincones por los que nunca había andado... y ni quería andar. A mí déjenme aquí, pero la fuerza que me empujaba era mayor a las mías. Fue un viaje horrible, todo me raspaba, algo me empujaba contra mi voluntad y cada vez hacía más frío... de pronto, lleno de dolor, una luz inundó el ambiente, un ambiente extraño, denso, con un nauseabundo tinte color gris... o verde olivo... y frío.... sobretodo frío.
En eso estaba, tratando de superar el frío y el dolor...
-¡Felicitaciones señora... es un varón!
...cuando escuché el llanto de mi madre.

La vieja radio, luego de un silencio que pareció una eternidad, despachó finalmente un sonido seco y frío:
-Bando número uno...

Texto agregado el 24-11-2004, y leído por 124 visitantes. (0 votos)


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