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El guerrero hizo parar a su caballo en lo alto de la colina, con el pueblo a sus pies. Había dejado atrás a su ejercito, durmiendo, y ahora disfrutaba, en la soledad de la noche, de la vista de lo que dentro de poco sólo serían cenizas. Se quitó el casco, sintiéndose seguro en la soledad, y dejó que el viento invernal le revolviera el largo pelo y que la nieve cayese directamente sobre él. A lo lejos, en el bosque, un lobo aulló, como presagiando la matanza que se iba a producir. El caballo hizo un amago de encabritarse, pero él lo calmo con una orden silenciosa. No podía permitirse el lujo de que aquellos pueblerinos le descubriesen y pudieran preparar defensas, o huir. No. La matanza había de ser completa. Se inclinó hacia adelante, recostándose en el cuello de la montura, y miró el pueblo de nuevo.

Estaba dormido, en silencio. Nadie en las callejuelas. Las puertas y ventanas cerradas a cal y canto, para protegerse del frío del invierno. Si no hubiese sido por el humo que salía, en oscuras volutas, de la mayoría de las chimeneas, y de los ocasionales mugidos del ganado en los establos, se podría haber pensado que se trataba de un pueblo desierto. Un gato cruzó por delante de la ermita, parándose a beber en el pilón de la fuente que se hallaba a sus pies. El guerrero entornó los ojos, y pudo verlo clavado a la puerta de esa misma ermita, en llamas, por su propio cuchillo. Vio las casas ardiendo, el ganado degollado, los habitantes del pueblo pasados a cuchillo, sus mujeres y sus hijas violadas, sus posesiones saqueadas. Vio el humo alzarse de la gran pira funeraria en que se había convertido el pueblo, la sangre corriendo por las calles y cubriéndole a él y a sus hombres. Se vio destrozando cabezas con su hacha y cortando cuellos con su espada, a su caballo pisoteando sin piedad a los heridos y los moribundos, a los muertos y a los que aún intentaban huir por igual. Oyó los gritos de dolor y pánico, el crepitar de las llamas, el relincho de los caballos y los rugidos de su ejército. Olió el humo y la carne chamuscada, y notó en su boca el sabor salado y metálico de la sangre.

Con la salida del sol sus hordas atacaron el pueblo. Sin piedad. Sin miramientos. Sin resultado. Les habían engañado. Habían huido y lo habían dejado todo tal cual para despistarlos y entretenerlos. Y la nevada de la noche anterior habría borrado todos los rastros. Montó en cólera. No podían hacerle eso a él. Él no mataba a las órdenes de nadie. No destruía porque hubiese una guerra. No seguía ninguna bandera, ningún concepto del honor. Él lo hacía por placer. Y huir de aquella forma tan cobarde... era el peor agravio que podrían hacerle. Ahora no se conformaría con matarles, no. Ahora, antes, les haría sufrir. Él mismo inició el incendio y total destrucción del pueblo.

Partieron hacia el siguiente pueblo que se hallaba en el camino. Lo más probable es que se hubiesen refugiado allí. También estaba vacío. En las mismas condiciones. Lo arrasaron y, sin descansar, partieron hacia el siguiente. Igual. Empezaba a estar escamado. No tenía sentido. La jugada que le habían hecho en el primer pueblo era magistral, de acuerdo, hacerles perder toda una noche en la que huir, haciéndoles creer que seguían allí, tan tranquilos. Pero ahora... Qué sentido tenía que lo hubiesen dejado todo tan perfectamente colocado, como si estuviesen todavía viviendo allí? Ya deberían suponer que eso no iba a seguir engañándoles. Quemaron el pueblo, y siguieron adelante. El siguiente estaba igual. Y el otro. Y el otro. Los caballos estaban cada vez más nerviosos, y además, ya hacía un par de días que no nevaba y seguían sin haber huellas de ningún tipo. Era como si se los hubiese tragado la tierra a todos. Y además, los restos en los pueblos parecían cada vez más antiguos. Los hogares estaban apagados y fríos, el ganado parecía llevar varios días sin comer, y una fina capa de polvo cubría los muebles. Aquello empezaba a ser demasiado extraño, pero siguieron adelante.

La horda bárbara entró, siguiendo el camino, en una gran explanada cubierta de un frondoso bosque. El camino serpenteaba, esquivando los troncos centenarios, y haciendo con ello imposible ver más allá de los diez metros. El lugar perfecto para esconderse. La comitiva cabalgaba en el más absoluto silencio, atentos al más mínimo ruido proveniente de entre la maleza que les pudiese indicar la situación en que se habían escondido los pueblerinos fugitivos. De pronto, el caballo del líder se encabritó, lo tiró al suelo y salió al galope en contradirección. Los demás caballos le siguieron, tirando también a la mayoría de sus respectivos jinetes, salvo los que habían sido lo suficientemente ágiles o rápidos como para desmontar cuando empezó la estampida. Puestos ya en guardia, con las espadas desenfundadas y preparados para cualquier ataque, los bárbaros avanzaron lentamente, esperándose enfrentarse a un ejército de pueblerinos, cuya presencia hubiese espantado sus monturas y que, al menos, les proporcionarían la diversión que les habían ido regateando en la última semana. Pero no estaban preparados para la visión que les esperaba detrás del último recodo del camino. Un claro en el bosque, producto de la confluencia de varios caminos. En su centro, una pirámide de huesos humanos, mondos y lirondos. Sin el más mínimo vestigio de carne o piel. Muchos de ellos, rotos en pedazos. Los habitantes de los pueblos del camino, sin duda.

El bárbaro empezó a inquietarse. Quién había podido hacer eso, y en tan poco tiempo? No había podido ser el tiempo el que pelase los huesos, los pueblos llevaban abandonados, como mucho, un par de días. Aquellos huesos tenían que haber sido hervidos antes de arrancarles la carne. Conocía la técnica, la había usado a menudo. Tenía más de una copa construida con el cráneo y la columna vertebral de algunos principillos de poca monta. Y por qué se habían asustado los caballos? Ya deberían estar acostumbrados al olor de la muerte. Lo habían soportado tantas veces como lo habían provocado. Porqué no había ruido de animales en aquel claro? QUIEN-HABÍA-HECHO-ESO!?

Se acercó lentamente a la pirámide de cadáveres, espada en ristre. En silencio. Tocó una de las calaveras con la punta de la espada. No pasó nada. La movió ligeramente, y algo saltó sobre su cara. Dejó caer la espada, asustado, e intentó agarrar con las manos lo que fuese que había salido del túmulo. Rodó por los suelos, intentando sujetar la criatura escurridiza y peluda que le arañaba la cara. Cuando finalmente lo consiguió, no pudo evitar el sentirse ridículo. Se trataba tan solo de una rata, de una simple rata de campo que había encontrado refugio entre los cadáveres de los pueblerinos. Le partió el cuello con un giro de muñeca, y la lanzó sobre el montón. Entonces cayó en la cuenta de que había algo allí que no iba como debería ir. En aquel momento, sus hombres deberían estar riéndose de él a mandíbula batiente... Y el único sonido que llegaba a sus oídos era su propia respiración entrecortada por la lucha con el roedor. Se giró en la dirección del camino por el que habían entrado... Y salió huyendo en dirección contraria, gritando como un loco.

Corrió y corrió, a través del bosque, con las ramas de los árboles arañándole la cara y las ortigas y las zarzas destrozándole las pantorrillas, intentado huir del horror que acababa de ver, de la visión que había quedado grabada a fuego en sus retinas. De los ojos de sus compañeros de armas mientras eran devorados, aún vivos, por aquella especie de gigantesco gusano, translúcido y baboso, que se los había tragado enteros y les hacía compartir ahora espacio con los restos a medio digerir de los últimos pueblerinos que había capturado. De los movimientos espasmódicos de las piernas de aquel joven arquero, que había sido el último en unirse a su horda, y también el último en ser devorado. Corrió mucho, tanto como fue capaz. No fue suficiente. De pronto, de un agujero en el suelo, surgió aquel gusano, mostrando impúdicamente los restos aplastados de sus compañeros. El cuerpo del gusano era elástico, estaba preparado para contraerse y poder pasar por túneles estrechos, pero la presión había convertido en poco menos que papilla el contenido de sus intestinos. Por primera vez en su vida, el bárbaro notó correr las lágrimas por sus mejillas...

Texto agregado el 27-06-2003, y leído por 293 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
28-06-2003 Pobre bicha, al final se queda "solitaria"....Quizá sólo quería tener un amigo, pero nadie entendía su hambriento sentido del humor... jejeje! saludos! darken
 
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