Otra vez estaba allí eso que tanto le incomodaba. Quería salir, pero a la vez quedarse para siempre. Todo terminaría repentinamente en cualquier instante. Sería plácido y presuroso pero no iba a pasar por desapercibido ante la muchedumbre. El abogado se quedó sin habla y aturdido, perdió el sentido de orientación. Se olvidó de cada uno de los que lo estaban escuchando con atención y que aún no se habían dado cuenta de nada. Se olvidó de sus principios y de su destino programado hasta que se jubilara. Estaba sintiendo un cosquilleo casi intolerable. Eso que tanto le fastidiaba logró demoler su indecisión, y no vacilaba en pedir a gritos salir del organismo del ilustre abogado. En segundos todo explotaría para esparcirse en el aire que todos respiraban en ese inmenso salón. La atención del público había pasado para el abogado a un segundo plano aunque por instinto decidió buscar con su mirada una luz, para que ésta impidiera el gran estruendo. No se acordaba dónde había escuchado esa técnica, pero era lo único en su cabeza calva y pálida. No la encontró, ya que su mirada, como todos sus movimientos eran muy lentos. La colosal descarga era ineludible y desmedida. Sus ojos cristalinos de viejo cansado se cerraron. La gente notó que el final se avecinaba con gran ímpetu. Su boca se abrió como una brecha sin fin para despedir para siempre eso que tanto le molestaba. Podría haber tapado su concavidad bucal, pero había perdido sus dos brazos y una pierna en un accidente automovilístico. Finalmente el abogado estornudó, se acercó al micrófono y pidió disculpas. Pasaron tres segundos y otra vez estaba allí eso que tanto le enfadaba.