Mi aliento trasformó su rostro imperfecto, en una sonrisa elevada a los cielos; junto a un cabello mechado de lanillas, cayendo por la frente; y una nariz excedida en dimensiones, que respiraba el mismo aire. Lo amaba desde su nacimiento, anclado en maderos, hasta el puerto de mi alejamiento, temprano. Sus ojos vivaces, soltaban una mirada afanosa, paralela de sueños; junto a unos brazos cincelados a imagen y semejanza, perdiéndose en las madrugadas de trabajo; o a sus dos piernas diminutas, carentes de vida propia. Todas las noches reconstruía su ser, con mil dosis de deseo; transformando sus formas muertas en esperanza; o deleitándome con sus gestos leves, para insertarlo en la sociedad. Y aunque él yacía, con su cuerpo de doce años quietos, dentro de mi habitación, su mirada inmóvil se perdía siempre con mis actos. Nunca creí que llegaría a hablar, con guturales roncos y desentonados, que solo nosotros entendíamos. Hasta esa noche, que como tantas, lo senté sobre mi falda para acariciarle la piel. Sus manos de ébano, se extendieron lentamente por mi cuello poblado de arrugas, absorbiendo el calor de mi sangre; a la vez que sus ojos pequeños, estallaban de lucidez, en la profundidad de mis retinas. Tuve miedo por la premura de sus actos, enfrentando a los sentidos, hasta que su primer palabra explotó dentro de mis entrañas: -“ Papá”. Después, como un pájaro repentino que abre sus alas, se fugó por siempre dentro de mí, y de todos.
Ahora los recuerdos son infinitos; contando sus historias, que traspasan mi memoria, bajo el nombre de Pinocho.
Ana.
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