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Sus ojitos verdes saltaban igual que mi corazón. No estaba en edad de ir al cardiólogo, así que decidí aguantar el chapuzón preguntándole cosas del colegio. Después de clases y luego de mil rodeos había decidido verlo. Me hallaba sentada a su lado, en el living, fresco e iluminado con amarillento tono. La casa de su abuela olía a calidez húmeda en el alero del tiempo, considerando la antigüedad del inmueble. Miraba sin reparos aquella fotografía de color óxido en donde Gelito, mi amigo superestrella, posaba leyendo de esos diarios viejos resumidos en piqueros periodísticos: era la magia de la fotografía, que hacía parecer al mister universo un antepasado de la época del salitre. Su Niña me mordía la mano con canina pasión, como si mis dedos literarios fueran su merienda. En trance me fijaba en la posición de su cadera, su sonrisa a medio tragar, sus pupilas musas de los fotógrafos. Maldita sea la hora en que mi joven vista empezó a envejecer; así hubiese sentido el placer de beber esa pose tan virtualmente artística.

Le hable de mi colegio; mis compañeras tan amistosas y tan conversadoras con quienes hice una amistad que ruego a Dios dure para siempre. Ellas, tan activas, hablando de la última fiesta con el equis colegio, el último cabro que vieron en el Metro y que usaba ese gel tan popular, la copucha de la novela, el último control, que la disertación… Mientras en forma automática le dictaba cátedra sobre mis numerosas pruebas, me lo comía con los ojos, a pesar de mi miopía declarada y memorizaba cada parte de su anatomía, sus pulseras de ejecutivo rebelde y su lunar en la mejilla. Mi sangre se hacía aguardiente y el día transcurría con anormal tranquilidad. Me mordía el labio, tentada por los atributos de la adolescencia, sin saber qué decir; las palabras se hacían ensalada y yo sentía ganas locas de llorar y llorar. No sabía por qué esa dulzura facial me quitaba el sueño. Por qué esos pensamientos de escritora en celo interrumpían mis ecuaciones de primer grado. Por qué cada vez que escribía, su nombre resurgía en mi enciclopedia mental. Por qué cuando su Niña me mojaba la mejilla sentía la suya también…

No tenía nada que contarme. Un simple y escueto “tengo muchas pruebas” o “tengo ensayo a las cinco y media”. Y yo, la gansa de turno, chapuceando palabras sin sentido viéndome en la penosa obligación de traducirlas. Pero mi vista se centraba en sus manos, gruesas, juguetonas. Esas manos de ejecutivo rebelde (cruzado de piernas perfectamente arqueadas y brazos que eliminaban toda posibilidad de protocolo) que marcaban pauta en mi prosa. Las que eran protagonistas de mis cuentos más archirreconocidos en las clases de Lenguaje. Mi concentración fallida se entregaba a esa labor. Me sentía unida a esos diez dedos que competían contra los míos, llenos de sudor caliente. Mis pulmones capturaban su aire de bailarín travieso, en comunión con esos párpados, antesala de esos ojos de los que me enamoré desde que los vi.

Encendió el televisor. Y por primera vez me divorcié de ese aparato idealizado y elevado al Olimpo, a quien yo trataba como amo y señor de mis pasatiempos. Mi única estrella era él, separado de la farándula gracias a las paredes de su edad. Yo era su camarógrafa, directora, manager, maquilladora, estilista, asistente, modista, utilera, entre otras hierbas. Las luces de aquella casa eran escenografía de una amistad-amor en ascuas, buscando matices para armonizar ese jugueteo juvenil. Su Niña mordisqueaba mis zapatos, hasta que decidí cargarla y jugar con ella. Se la pasé al Gelito y cuando le hizo cariño fue una lipotimia instantánea. Su boca imitando los pucheros perrunos me elevó al equis piso. Y me di cuenta qué tan lejos puede llegar mi olfato de escritora.

Sonó la puerta de la oficina de mi madre. Cabe destacar que la casa de la abuela quedaba debajo de dicho lugar. Despegué del sofá y miré al Gelo con cara fúnebre. Esos acordes chistosos que salían de su garganta eran mi melodía. Traté de filmar ese momento antes que Dios me quitara los recuerdos. Entonces atiné a agarrar mi mochila, mirar de reojo la foto y posar mi despedida en sus ojos, tan brillantes y provocadores. Mis manos querían sentir lo que la lengua de la Niña tocaba con su lengua. Mas me deshice de esos ridículos pensamientos y lo seguí mirando con solemne ternura. Mi madre me esperaba y yo le imprimía al Gelo un beso en su mejilla color canela. Me susurró un “nos juntamos mañana” haciendo de mi boca un festival de dientes felices… Miré hacia atrás por si él se asomaba, pero ni la huella ocular de color bosque se hizo presente. Bufé con resignación, aunque más fuerte era mi deseo de volver a verlo…

Al otro día mi estómago amaneció atado por los lazos del estrés. Apenas pude digerir mi desayuno y mis vitaminas de rigor. Era como si hubiese hecho quinientos abdominales. Me miré al espejo y mi cara era un maniquí grasiento. Nat King Cole entonaba esa canción que enjuagó mis cansados ojos antes de ir al colegio. Estaba pensando en Aquellos ojos verdes, serenos como un lago. No me sentí satisfecha del todo. Creía que iba a vomitar como de costumbre cada vez que me pongo nerviosa. Pues me fui al colegio con un par de lágrimas a cuestas, que tuve que esconder a ojos guardianes de mi madre. Me ahorré los porqués y me fui.

El cielo era un algodón blando. Los escalofríos se hicieron notar. Mis lágrimas comenzaron a rodar otra vez, pero la manga de mi chaleco impidió que se formara una tormenta en mis ojos. Mi tendinitis tibia me retorcía los nervios, y lo único que deseé con toda el alma era dejar esa soledad matinal.

Tenía ganas de desahogarlo todo. No quise más. No más. Nada más. Y mi vista de pronto se centró en un pequeño can que cruzaba a ciegas la calle.

- ¡Niña! ¡Niña!

Gritaba y gritaba. No pude más. Me saqué la mochila y corrí a salvarla. Pero una camioneta me cegó la vista. Sentí una sacudida y algo que penetraba en mis carnes entumecidas y tristes. Abracé a la perra como abrazando a ese ser, a quien volví a ver después de que mi conciencia me avisaba que me habían atropellado. Esos ojos verdes, mi consuelo, mi paño de lágrimas, mi sueño frustrado, mi rencor más atrevido. Y empecé a soñar que la sangre bañaba mis ojos, que no tenía vida, que era una estatua carcomida por los institutos de las palomas. Cómo la gente me daba la espalda, y de hecho mi propia vida también…

Una cálida mano se posaba en mi frente. Sentía las delicadas y lustrosas uñas de mi madre. Me dolía el corazón, no sé si porque Angelo me lo rompió o porque Dios me había hecho una broma de mal gusto. Pero ni lo uno ni lo otro fue el argumento del médico.

- Gracias a Dios que salvaste tu pulmón. El impacto te quebró una costilla y se enterró en el lado izquierdo. Un poco más y perfora tu corazón.

Me había asustado. Creía que ese ser de ojos bellos me lo había perforado cuando me miró. Rompí a llorar a gritos. Me dolía el pecho y nadie era capaz de remediar ese dolor. Me encontraba sin salida. Creí morir.

Hasta que lo vi. No era una ilusión ridícula de esta poetisa. No. Era de carne y hueso. Ese ángel soberbio que provocó en mí un estampido de frases relamidas e irónicas. Nunca se dará cuenta de lo que realmente siento, decía para mí. Jamás. Mi cicatriz en el pecho era un límite entre la vida y la muerte. Esa perrita que endulzaba mis tardes mientras mi querido amigo me cautivaba con esos ojos asesinos de mi normalidad. El día estaba nublado y el médico me dio de alta. Lo único que quería era abrazarlo.

Pero no estaba allí. Estaba regalando su encanto en otro lugar, donde la chica que lo hacía suspirar a él, fabricando el punto final de esta prosa ridícula. Yo ya no era su opción, si es que alguna vez lo fui; había presentando su renuncia como mi mentor. No te preocupes, Gelito. La vida te dará un regalo. Un regalo que sé vas a aprovechar. Es el hecho de que tú no estás sólo ni nunca lo estarás.

Empecé a respirar urgentemente, como queriendo grabar de golpe aquel episodio de mi adolescencia: un recuerdo de los días en que caminaba presurosa, a punto de ahogarme, las calles que me llevaban a su edificio. Ya no era necesario estudiar, sacar títulos, tener hijos. Algo me lo impedía. Yo también renuncié a algo, a mi candidez, y mi corazón perforado sería la firma y el timbre. Dios me quería llevar con él.

Y lo rechacé.

Cuando desperté, la foto color óxido de Angelo era mi primer desayuno. Era miércoles y le prometí irme con él a la casa de mi tío. Lo llamé. Me ha respondido que sí. Estaré nerviosa toda la clase; mis músculos se retorcerían de nuevo de puros nervios.

Besé aquella foto con tinta suprema, aceptando el duro compromiso de ser amigos… y nada más.

Texto agregado el 07-12-2004, y leído por 294 visitantes. (1 voto)


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