Juan había nacido sin ojos y había aprendido a entender el lenguaje de la piel, sus dedos se convirtieron en pinceles y su alma en óleo, y mientras deslizaba sus manos por el mundo, creó para él una belleza propia a la que amaba.

Sabía que el calor de la piel, es el termómetro que permite saber el estado de la hoguera del corazón y podía predecir cuando avivar esa llama con sueños nuevos.

Había aprendido que el sabor de la piel es dulce y salado, porque esta creada del mismo material que las olas del mar y por esto comparten la misma magia que alimenta a los amantes.

Conocía el olor de la piel: a viento libre y pasión, pues entendía que solo los amantes beben de su olor para saciar su propia sed y bañarse en su perfume.

Juan había aprendido a amar con la libertad del corazón y sin las cadenas de la apariencia, un amor diferente comprometido con el futuro creado con la esperanza y sustentado con fe, muy sencillo: Juan amaba.

Entonces un día mientras pintaba con sus manos una página de su mundo, tropezó con unos ojos y la alegría lo invadió, pero al colocarlos en su rostro vio como la luz del solo, cegaba la luz del alma y como se convertía en esclavo de la apariencia, jamás volvió a sentir el olor de la piel, ni su sabor, ni su textura, ni sus colores, ahora por fin era ciego.

Desde entonces cuentan los que cuentos cuentan, que Juan al igual que todos los que amamos, soñamos algún día recuperar la visión del alma para poder volver a conocer el amor que vivía en él.