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En aquellos años habitaban en la región de Criblanca tres etnias distintas, los Threaras, los Txaltacas y los Methekos. Los Thearas eran un pueblo que residía en el valle de Verdea y que conocía muy bien los secretos de la naturaleza, y según cuentan nadie les superaba en el arte de crear belleza así como en la creación musical, de la cual eran auténticos maestros. Residían en hermosas ciudades en las llanuras y preciosos pueblos en las laderas y valles. Los Txaltacas eran de vida nómada y se les tenía por salvajes por los demás pueblos, en realidad pasaban la mayor parte de sus vidas evitando a los demás, poco se sabe de ellos pues toda la transmisión de su cultura era oral y no dejaron nada escrito. Por último, los más numerosos eran los que ocupaban la costa y parte del interior, no tenían un nombre común pero los Thearas les llamaban Methekos que en su lengua significa “comerciante”, y a esto se dedicaban. Vivían en ciudades más grandes que las Theranas pero menos hermosas, y aunque estaban divididos en distintos condados tenían siempre buenas relaciones con los vecinos, basadas fundamentalmente en el comercio.

Según he logrado saber siglos antes existía un dios llamado Kretos, ambicioso y ruin, y que había eliminado a sus hermanos para hacerse con el control de la Harcadia. Su culto, obligado, se convirtió para los habitantes de Criblanca en un terrible yugo, pues a menudo eran castigados a su arbitrio. Pero no había eliminado a todos sus hermanos, Corintos sobrevivió y le desafió. Toda la región de Criblanca se unió a él y se lanzó a la guerra contra su tirano. En las Odas Corintas están narradas las hazañas de los héroes de la época. Juntos lograron derrotar a sus hordas, y para neutralizar el poder de Kretos, este fue encerrado en una gema.

Así fue como se inició para Criblanca una nueva era, que se tornaba esperanzadora y plena donde su líder era la paz. Las tres etnias continuaron caminos distintos, pero respetándose mutuamente.

Pasaron más de 1000 años de prosperidad, y atrás quedaban ya las guerras de los grandes héroes. Y cuando olvidado estaba en la memoria de la gente, Kretos despertó. En su ego residía todo un milenio de odio acumulado. Su poder era tal que incluso encerrado en su gema era capaz de expandir su ira por allende pasaba. Y una noche bajo la luz del crepúsculo paseó los cielos de Criblanca, regando con su odio la tragedia de tres pueblos.

Los Txaltacas que fueron imbuidos por su atronadora mirada se tornaron horrendos y deformes, inspirando temor a todos aquellos que los veían, incluso a ellos mismos. Presas de su propio miedo cavaron profundo en las montañas y pasaron a la sombra. Los methekos, debido a su sedentarismo fueron afectados prácticamente en su totalidad. Se volvieron codiciosos, ávaros y belicosos, y se lanzaron a continuas guerras de conquista y al exterminio de las otras dos etnias.
Pero si a un pueblo le guardaba un odio especial era a los Thearas, pues continuamente recordaba las imágenes del héroe Arthas en el momento en el que logró herirle y extraerle la gota de sangre que permitió su reclusión. Tal fue la magnitud de su rabia que asoló las vidas de los habitantes de las llanuras. Quienes fueron alcanzados quedaron dotados de un extraño efecto, sus pieles se tornaron de una tonalidad azafrán, y a su vez se convirtieron en hermosos seres. Pero sus ojos ambarinos se hicieron similares a los de los reptiles, y tal era la belleza y fulgor que irradiaban que toda persona que les miraba directamente enloquecía de pasión. El efecto fue devastador, todos aquellos que fueron imbuidos por su fuego no pudieron soportar su pasión o en otro caso fueron empujados a cometer terribles crímenes pasionales, nadie era inmune, ni siquiera ellos mismos.
Tal fue la magnitud del acontecimiento que, unido a las invasiones de los Methekos, se convirtieron en un pueblo errante y asustadizo, cambiaron las hermosas ciudades por los frondosos y oscuros bosques. Así fue como dos etnias quedaron al borde de la desaparición y ocultas en la Historia, mientras la que quedó hegemónica continuó sus guerras, traiciones y ambiciones.
Los infelices de ojos ambarinos pasaron a una vida solitaria, y vagaron ocultos tras un manto durante el resto de sus vidas, que además habían sido dotados de una longevidad ancestral, así sufrirían eternamente los más odiados por Kretos. Sus vidas se convirtieron en un continuo sufrimiento. Algunos se suicidaron. Otros fueron asesinados por sus amantes desbocados, incluso alguno al verse reflejado en algún espejo o manantial cristalino se enamoró de sí mismo y acabo matándose. Y así condenados a una existencia fatal cuya única salida era el suicidio.
Pronto la historia pasó a leyenda, transformados por los relatos populares en “demonios de la noche” que mataban de pasión. Y en la tierra de Criblanca todos les tenían miedo porque con la mirada provocaban una muerte lenta, trágica y dolorosa.
Epidauros, un estudioso de Quinetia, una ciudad costera de los Methekos recopiló toda una serie de relatos populares acerca de estas criaturas en su magna recopilación de Mitos e historias populares, y aunque intentó desentrañar que hay de cierto y qué de mito en toda esta historia no logró hacerlo con mucho acierto. Pero lo interesante es la reflexión que hace sobre ellos al final de su capítulo titulado precisamente los demonios de la noche:
“La crueldad que en ellos desbocó fue similar a la que provoca un ácido aplicado gota a gota hasta deshacer la materia. Así han sido sus vidas. Consumidas lentamente por la agonía sin fin. Cuan sufrimiento soportaron, pero más sufrimiento es para quien sufre, sufrirlo en soledad y no poder compartir su desdicha con otros seres. Muchos optaron por el suicidio como única redención, otros penitencia quisieron aguantar, pero el suicidio era presente en todos ellos. Saber que existía una salida a su patética situación les ayudaba a seguir viviendo.”
La mayoría de los historiadores han huido de las ficciones y de los mitos para intentar desvelar que hay de cierto en esta historia. Por este motivo nunca lograron nada. La clave de la interpretación reside en todas las historias ‘ficticias’ que se han elaborado a partir de este mito. La ficción nos dice a menudo más que cualquier pedantería de muchos estudiosos. Lo difícil es saber qué nos dice.


El pórtico daba acceso a un pequeño claustro adornado por pequeños ventanales ojivales. Llamaba la atención que una edificio tan pequeño constituido por fuera a base de arcos de media punta por dentro tuviese una estructura tan distinta, formando con poco disimulo una bóveda de crucería. En cierto modo fascinaba el engaño visual al que era sometido todo visitante, y ciertamente el edificio estaba constituido para que cualquiera que entrase nunca lo olvidara.

Edwin Lastrack no se demoró demasiado por los detalles artísticos de aquel edificio familiar, su interés era otro. El centro de su planta circular estaba iluminado gracias al óculo que se encontraba justo en el punto donde convergían las aristas que conformaban el tejado. Así quedaba iluminado a determinadas horas un soporte de mármol que albergaba esculpido en su lomo un perfecto tablero de ajedrez. Las piezas estaban distribuidas por el tablero, durante largo rato Edwin Lastrack las observó.

Esa partida de ajedrez no la disputaban dos personas, sino dos familias. Edwin era el primogénito de una de las dos familias hostiles que tras generaciones disputaban esa larga partida. Y como tal su deber era hacer un movimiento de alguna ficha. Para ello debía pasar largo tiempo meditando sus movimientos, pues a pesar de ser uno el permitido este podía ser decisivo, un movimiento fatal podía desencadenar la derrota.

A un lado del tablero, a media distancia entre los dos asientos colocado a modo de contrafuerte, la figura estática de un león aguantaba el soporte. Sobre la cabeza una balanza caída hacia un lado marcado de color negro advertía que el siguiente movimiento era para las blancas. Edwin Lastrack pertenecía a la familia cuyos ancestros habían movido siempre las fichas negras, por lo que debía esperar a que el otro miembro de la familia hiciera su movimiento.

Pasaron días, semanas, meses y finalmente años. Edwin pasó la mayor parte del tiempo estudiando la posible jugada. Decidió hacer el cálculo de todas las jugadas posibles que su rival podía hacer. En el primer movimiento el rival podía hacer un total de 24 movimientos posibles, a partir de ahí cada movimientos desencadenaba una serie de posibilidades, y éstas otras, así sucesivamente. Edwin Lastrack empezó a recopilar todas y cada una de las posibilidades, su tarea era decidir la partida, pues cualquier movimiento que hiciese el oponente ya estaría previsto y sólo habría que hacer el movimiento que el manual determinara. Y así pasaron los años para Edwin, elaborando un mamotreto de incontables páginas así como un ingenioso índice para hacer más fácil la búsqueda de la jugada.

Aconteció una mañana de otoño, después de haber pasado la noche en la bóveda, que cuando Edwin Lastrack despertó vio con asombro que una de las fichas blancas había ejecutado su movimiento, el caballo ocupaba ahora la posición donde antes se hallaba un peón negro.

Durante los días que había llovido se refugió en una cabaña aparentemente abandonada, su cansancio era tal que durante un tiempo durmió sin preocuparse que nadie le viese. Tras esos días de descanso decidió explorar la zona. Descubrió que el único habitante era un hombre mayor que entraba todas las mañanas a un pequeño edificio de barro colado del que salía humo de la chimenea mientras estaba.

Ashe Relikbane como tantos otros de su etnia había asumido su eterna penitencia ocultando su radiante belleza en la sombra de la más absoluta soledad. Con el tiempo había llenado ese hueco con una curiosidad inusitada a conocerlo todo y por ese motivo aquella tarde de otoño no pudo resistir entrar en la casa de barro. Entre la asimétrica marea de trastos metálicos su ambarinos ojos se clavaron sobre la luz que desprendía la fragua, alrededor diversos utensilios de metal para forjar acero. Poco a poco su rostro se fue iluminando bajo el tenue resplandor de las brasas, no alcanzaba a recordar la última vez que había notado un calor similar en su rostro. Le pareció una tontería relacionarlo con los viejos recuerdos de la infancia, cuando sus seres más queridos le daban todo el amor que le fue negado.

De repente empezó a pensar en el suicidio. Como tantas veces, pensaba en él como la única salida posible, el fin de toda su amargura, y tal vez el del último ejemplar de su raza. De entre las brasas resaltaban las puntas incandescentes de dos varas metálicas, pensó que sus ojos eran como esas puntas incandescentes sobre aquellos que habían osado mirarle directamente. Había visto a más de un infeliz retorcerse en el suelo como si algo le ardiera las entrañas. Ashe Relickbane agarró las dos varas y las observó durante un rato, y sin darse cuenta se oyó a sí misma decir: “este ardor incandescente ha sido el culpable del drama de mi vida y de la muerte desesperada de cuantos lo han probado”.

Cuando Edgar escuchó aquel grito de desesperación quedó paralizado durante unos segundos, todo su cuerpo se estremeció, provenía de la fragua. Agarró su hacha de cortar la leña y acudió en cuanto se recuperó del estupor. Al entrar encontró una mujer tirada en el suelo, a su lado las pinzas que había dejado sobre las brasas. Estaba viva, y observó horrorizado al cogerla el humo que surgía de su bello y delicado rostro sobre dos costras.
- ¡Señorita! ¿Pero que demonios ha hecho usted?
- ¿Quién eres?
- Que mas da, alguien tiene que curarle estas heridas. Por Dios, ¡¿Por qué se ha quemado sus ojos?!
Para poder ver…

Creó una imagen mental de las escaleras, se las imaginaba agrietadas y sólidas, después las subió, poco a poco iba acostumbrándose a su nueva forma de ver el mundo. Al llegar a la terraza el aire húmedo de la mañana le daba los buenos días. Se acercó al viejo, que como todas las mañanas subía a la terraza para pintar sus cuadros.
- ¿Qué pintas?
- Pinto una historia de dos familias.
- ¿Qué historia?
- Pues son dos familias enfrentadas en un interminable conflicto generacional, pero de un modo peculiar, lo hacen a través de una infinita partida de ajedrez. La partida a sido entablada siglos atrás, el primogénito de cada familia debe hacer un movimiento en vida, se disputan un infinito premio, el cual nadie es capaz de nombrarlo pues se murmuraba que es enorme y quizá infinito.
- ¿Y cómo logras plasmar esta historia en el cuadro?
- En realidad pinto una escena, es una escena que es intermedia en realidad pues no es la última jugada, pero que a su vez representa un final. El personaje se llama Edwin Lastrack, él es uno de los primogénitos de una familia y debe realizar su movimiento. Dedica su vida a la elaboración de un libro donde están escritas todas las posibles jugadas que la partida puede dar de sí. Para ello en realidad necesitaría un tiempo casi infinito, tal vez el tiempo que durara la partida, pero para él eso no importa. El método que utiliza es, primero determinar todas las jugadas posibles iniciales, y de cada jugada todas las ramificaciones que se derivan de ella.

En el cuadro aparece muerto, con el libro bajo el brazo; se ha suicidado. Había pasado años realizando su titánico proyecto, esperando a que el primogénito rival hiciese su movimiento. Un día se despierta y descubre que el rival ya ha hecho su movimiento. Y a pesar de que tan sólo ha descrito las derivaciones de cuatro jugadas posibles de 24 iniciales, daba la casualidad de que la jugada que había efectuado el rival había sido totalmente descrita en todas su ramificaciones. Era precisamente la jugada más corta, el caballo del rival ocupaba la posición de un peón, éste amenazaba la posición de la torre que a su vez protegía al rey de una encerrona mortal de modo que la única forma de salvar la torre era matar al caballo con el alfil. Pero al mover el alfil dejaba un hueco para la dama que ponía en jaque al rey, a partir de aquí en cuatro movimientos se llegaba inevitablemente al jaque mate, y la consiguiente derrota para la familia de Edwin Lastrack.
- ¿Y por eso se suicida?
- Sí. Para que la partida termine aun faltan cinco generaciones, eso contando que los sucesores no fallen la jugada, por lo que ni Edwin, ni sus hijos ni los hijos de sus hijos vivirían para ver su derrota. En cambio Edwin no puede soportar la idea. Para él la partida ha finalizado antes de finalizar. Ha transgredido al propio tiempo, un tiempo que se tenía por infinito. En el cuadro pretendo retratar este momento, en el que un tiempo que es infinito para la concepción que puede tener un persona, se reduce a un momento. Además de todo esto Edwin Lastrack sabe que tal vez nunca hubiera sabido este final irremediable si no se hubiese anticipado a la jugada, era como si él mismo hubiera parado el tiempo. Y en realidad en el cuadro, el tiempo se ha detenido.
- Pero él, antes de morir, ¿mueve? Y si no mueve, ¿qué pasa con la partida?
- Para Edwin no tiene sentido mover, para él, el tiempo ha desaparecido, ha sido refutado.

Ashe imaginó durante el resto del día como debía ser el cuadro que su amigo pintaba, lo imaginaba de muchas maneras y colores, y en cierto modo era mejor así que ver como era realmente, pues en lugar de ver un cuadro veía cientos.

FIN




Texto agregado el 11-12-2004, y leído por 971 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
15-04-2005 tio escriebe poesias y hazle el honor a bukowsky. kerouac
 
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