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Matías Enríquez era sordo de nacimiento y ya desde su más tierna infancia descubrió la dolorosa realidad que los disminuidos auditivos sufren en silencio: sus derechos son diariamente desoídos, pisoteados, ignorados y ultrajados al igual que sucede con ciegos, cojos, mancos e inválidos de toda clase pero a diferencia de éstos los sordos no reciben a cambio de tanto desagravio simpatía, compasión o solidaridad alguna. Su única suerte es no poder oír los chistes y las mofas chuscas de que son objeto y esta suerte tampoco es tal, pues a menudo las perciben igualmente, bien sea observando las risas socarronas de sus congéneres, bien gracias a su intuición. Y es que para esto los sordos poseen un sexto sentido. Bueno, un quinto.
Todas estas iluminaciones surgieron a Matías Enríquez el día de su primera polución. Los gemidos que acompañaron a ésta traicionaron su intimidad y alertaron a su madre, quien comprobó horrorizada cómo su tierno infante dejaba de serlo. Cuando Matías advirtió su presencia ya era demasiado tarde. No la había oído llegar y ahora ella gesticulaba unos gritos histéricos. Su única respuesta fue una sonrisa inocente, el mismo recurso que venía utilizando desde los tiempos de la guardería, cuando le reñían en el patio y hacía como si no se enterara. Hay algo monstruoso en un niño sordo que te sonríe cuando le gritas por haber hecho algo malo. Así lo pudo comprobar la madre de Matías. Éste le sonreía con una sonrisa pretendidamente angelical, casi demoníaca, entre los últimos espasmos y con su miembro todavía entre las manos. Matías perdió ese día su inocencia y la sensación de intimidad. Su madre nunca volvió a mirarlo como lo había hecho hasta entonces. Sin mediar palabra le dio un sopapo y le dejó una semana sin postre.
Todo esto sucedió con la toma de conciencia de su propio sexo. Pero la cosa empeoró al descubrir el sexo opuesto. A Matías le dio por ir a discotecas, con el ánimo resuelto a triunfar, combinando los encantos de un cuerpo que, a decir verdad, no estaba mal formado del todo y la ternura que sin duda habría de inspirar su minusvalía. No obstante todo estaba en su contra: no oía la música, así que le costaba seguir el ritmo y sus bailes provocaban la risa de cuantos le rodeaban. Optó por imitar a la gente, ponerse al lado de las chicas e imitar sus movimientos. Pero esto les intimidaba y más de una vez le supuso un sopapo del amigo de alguna de ellas que ya le había dicho tres veces que tenía novio.
Para colmo su mímica era mal entendida. Sólo le entendían claramente cuando se llevaba la mano a la boca y les invitaba a una copa. El dinero le duraba por lo general una hora escasa y como a cada copa que invitaba la acompañaba con una para sí mismo volvía siempre a casa pronto y ciego como una rata. Y sordo.
Finalmente hubo de renunciar a las discotecas, aunque esto no le importó demasiado. Lo que le dolió fue que esa renuncia implicaba también anular cualquier posibilidad con las chicas, digamos, auditivamente capacitadas. Al menos con las de su edad. Había intentado aprender a bailar, había pagado infinidad de copas, había sufrido monólogos de improperios y sopapos por parte de todos los guardias jurados de la ciudad y todo esto por acercarse a ellas. Nada le resultaba más sugerente que el movimiento de unos labios al articular la voz. Una voz que él siempre imaginaba dulce y maternal, como había imaginado la de su madre hasta el día de su primera polución y su primer sopapo.
Con las disminuidas auditivas tampoco tuvo mucha más suerte. Nunca le habían gustado mucho, pues sus labios no le parecían tan sensuales. Entre ellas era uno más. Un discapacitado más. Se volvió cada vez más cínico y más impaciente. Pero conseguía que le prestaran atención con mayor facilidad. Qué otra cosa iban a hacer, para ellas la oferta también estaba limitada. Era un conversador locuaz, si se me permite esta expresión, pero pronto perdía los modos y acercaba sus manos en un gesto que las chicas al principio no entendían y que de repente entendían a la perfección. En esta época los sopapos fueron más frecuentes que nunca.
Renunció de nuevo, esta vez a las sordas, pero no abandonó el ambiente de sus compañeros de clase. Permanecía entre ellos, prácticamente sin relacionarse con nadie, sólo lo justo, sin decir una palabra más alta que otra, sin querer llamar la atención. Se convirtió en el bicho raro del grupo, hasta que un día una de ellas, movida tal vez por la ternura o atraída por el aspecto interesante que le confería su aislamiento se le declaró.
Salieron juntos. Hablaban sin parar, ajenos a las miradas que suscitaban sus extraños gestos y sus risas estruendosas. Se compraron una tienda de campaña y acampaban, hoy aquí, hoy allá, donde fuera con tal de encontrar un lugar donde sus gemidos no ofendieran a nadie. Fueron los tres meses más felices de la vida de Matías Enriquez. Una tarde, mientras hacían senderismo, fueron a dar a una carretera comarcal por la que circulaba un camión cuyo claxon no oyeron. Ella murió a las pocas horas. Sus dedos rígidos aún decían “te quiero”.
Matías nunca se recuperó. Resentido con el mundo, aislado de sus congéneres e incapaz de dar un nuevo sentido a su vida saltó desde la azotea de su casa. Gritó de rabia, con todas sus fuerzas, antes de su último sopapo. Los vecinos del cuarto creyeron entender que al pasar junto a su ventana las cacofonías de Matías se articulaban para decir: “¡cabrones!”

Texto agregado el 12-12-2004, y leído por 1108 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
22-08-2005 Me voy aficionando al ácido de tu humor. Esta vez muy ácido. Mis estrellas. juanrojo
28-07-2005 buenisimo, como el de su pirmo enrique matas... es un humor que no se encuentra en todos lados... cuidalo y que no se te quede ciego ni sordo... Olvido_Aras
01-03-2005 ¡uf! tan contenta que venía yo leyendo cuando me sales con ese final...¡muy bueno!. Me gusta como llevas al lector de la sonrisa socarrona al drama ¡felicitaciones! maitencillo
17-12-2004 Muy bueno, es una visión cómica y realista de una de las tantas discapacidades posibles. Era familiar del ciego?digo por el nombre, jejeje Me gustó. neftali
14-12-2004 me uno al entusiasmo de los demás comentadores, 5, migu
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