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Sebastián Torrijos era el paladín de los trabajadores y media vida suya la había consagrado a luchar por sus derechos. Eran tiempos difíciles, con un gobierno tiránico mondando las aspiraciones del proletariado. Hubo conatos de marchas que concluyeron con cientos de arrestados y varios de ellos eran después desterrados a regiones sin ninguna proyección. Sebastián era el blanco propiciatorio de todas estas manifestaciones y como de algún modo el gobierno aún deseaba conservar una fachada de democracia para cautelar el que dirán internacional, su paso por las cárceles era un tránsito meramente burocrático, después del cual era dejado en libertad hasta que una nueva contienda sindical lo devolviera al tapete de la noticia.

Sus pequeños hijos sólo sabían que contaban con un padre que era compartido con un sinnúmero de trabajadores que le necesitaban para poder cumplir a su vez con sus propios retoños. Sólo Benjamín, su hijo mayor, que a la sazón recién acababa de cumplir sus diez años, tenía claro que su padre era una pieza importante en el tejido social y que por lo mismo, su vida tenía un valor inapreciable.

Sentado en el living de su modesta vivienda, Sebastián conversaba con sus hijos. Su mujer les miraba de reojo, con una enorme sonrisa de satisfacción. Ella no le reprochaba nada a su marido a pesar de necesitar de su compañía y calidez. El sabía desdoblarse una vez cruzado el umbral de su casa y allí era el padre cariñoso y el esposo ardiente, un ser privilegiado que estaba presente en todas sus facetas.

Pentegrande, el tirano, buscaba la fórmula para deshacerse de Sebastián Torrijos sin que su gobierno fuese señalado por el dedo inquisidor de todas las organizaciones defensoras de los derechos humanos. En su oficina pensaba mil y una fórmulas para abatir a su enemigo más declarado y ya en su lecho, la imagen del sindicalista le ocasionaba pesadillas tan reales que muchas veces despertaba sudando a mares e invocando a sus patronos para que le devolvieran su precario equilibrio.

La oportunidad se presentó aquella noche en que un tipo de extraño aspecto fue llevado a su bunker por los guardias de palacio. Se trataba de Tomás Yébenes, un enemigo declarado de Torrijos, personaje artero y sicario por vocación que venía a ofrecer sus servicios a las más altas esferas. Siempre había envidiado a Sebastián por su carismático quehacer que, entre otras situaciones, había obnubilado sus ansias de figurar y lograr de paso un prestigio que le abriese puertas a mejores perspectivas.

Por doscientos veinticinco millones de pesos, se acordó que el tipo asesinaría a Torrijos. Se aduciría que había actuado motivado por celos profesionales, un asunto casi doméstico. Sería condenado a veinte años de prisión, pero a los pocos meses, se produciría un motín en la cárcel, orquestado por la central de inteligencia y el aprovecharía la oportunidad para huir. Los doscientos veinticinco millones le esperarían en un lejano país, dinero que cobraría con una nueva identidad.

Esa noche, Torrijos se retiraba de su oficina con la satisfacción de haber mediado en un largo conflicto. Cuando se disponía a subir a su pequeño automóvil, se detuvo frente a él un furgón negro con las ventanas cerradas. El sindicalista pensó que podrían ser sus ayudantes que procederían a escoltarlo a su casa. Su sorpresa fue grande cuando se bajó uno de los vidrios del vehículo y apareció el rostro cínico de Yébenes. Sebastián le saludó con la mano, pero esta no alcanzó a descender a su posición original, puesto que una ráfaga de balas destrozó su tórax, cayendo muerto al instante sobre el pavimento.
El asesino huyó de inmediato al lugar en donde le esperaba un vehículo que lo conduciría a prisión. Se argumentaría que había sido sorprendido por un testigo, por supuesto perteneciente a la central, se le procesaría y ya sabemos lo que continuaría más adelante.

-Cambio de planes- dijo un mastodonte que iba sentado a su lado en el vehículo policial.
-¿Cómo?- ¿Salió algo mal?
-Eso queremos evitar, que algo salga mal. Que cualquier insatisfecho nos traicione y más temprano que tarde lo cuente todo.
-¿Qué? ¿Cómo se le puede ocurrir semejante disparate? Yo, con mi plata en el bolsillo y mi nueva identidad no deseo nada más, se lo prometo.
-La estirpe de Judas es una ralea que ha provocado muchos problemas a la civilización. Son simples ratas temperamentales que cambian de posición ante cualquiera eventualidad. Pero tendrás tu oportunidad. Bajarás ahora del vehículo y te podrás marchar. Eso o quien sabe…
Yébenes tragó saliva. El tiro le había salido por la culata. Continuaría en el anonimato e indudablemente mucho más pobre de lo que era.

Se le hizo descender del vehículo y cuando hubo caminado varios pasos cabizbajo y enrabiado, escuchó la voz del gordinflón.
-No pensarás que después de esta vas a quedar vivo ¿No?
De inmediato una descarga acabó de una buena vez con su desventurada existencia.

Se arguyó que Yébenes tenía una serie de relaciones con Torrijos, algunas bastante escabrosas y no dignas de ser propaladas. Por “respeto” a la familia, el gobierno ordenó silenciar estos rumores y después de rendir un caballeroso homenaje al “rival que las circunstancias colocaron en distinta trinchera”, el cadáver de Torrijos fue sepultado con honores en el panteón de los sindicalistas.

Algunos días más tarde, mientras Pentegrande se debatía aún en medio de atroces pesadillas, una piedra destrozó el vidrio de uno de sus ventanales. Al levantarse sobresaltado, comprobó que el proyectil estaba envuelto por un papel. Al desplegarlo con manos temblorosas, leyó el siguiente mensaje: “Torrijos vive”. El espanto de apoderó del viejo tirano.

De variadas formas y eludiendo el organizado aparato de seguridad, el misterioso mensajero hacía llegar sus sentenciosas misivas, el tirano Pentegrande se intranquilizaba al sentirse aterradoramente vulnerable. “Torrijos volverá”, “La venganza está a la vuelta de la esquina”, “El Tirano morirá en su propia salsa” y otros mensajes, daban a entender que se trataba de un tipo demasiado osado y que indudablemente no bromeaba.

La familia de Torrijos recibió una modesta subvención estatal. De esa forma se cerraba el círculo y de paso se restauraba el honor del caído y se aventaba cualquier conato de sospecha.

Aquella mañana Pentegrande, el tirano, inauguraría uno de los mayores centros infantiles de Sudamérica. La prensa y la televisión revoloteaban desde temprano ante aquella eventualidad. La niñez cautelada y los índices de analfabetismo en su mínimo nivel, la nutrición en su punto más alto y el leit motiv de la patria liberada desplegándose de los labios hipócritamente obsequiosos de los oficialistas, no impresionaban mayormente a los obligados concurrentes a estas bastardas ceremonias.
Cuando el vehículo blindado de Pentegrande hizo su entrada al moderno establecimiento, hubo palmas y vítores y los niños, formados en fila india, comenzaron a agruparse por cursos en el patio principal.

Pentegrande, vestido de ampulosa capa y uniformado de gala, recorrió ese pasillo humano flanqueado por aquellos niños de mirada inexpresiva y labios silenciosos. Cuando se acercaba al proscenio en el cual se encontraban ya aguardando diversas autoridades, vio como un pequeño se acercaba con un ramo de rosas en sus pequeñas manos. Cuando este le tendió el ramo, el hombre sonrió complacido. Esto demostraba que se estaba reconociendo por fin su cometido.

Entonces el niño se transfiguró y su rostro se contrajo con aquella expresión tan característica de Sebastián, el sindicalista abatido, el cuerpo enjuto de aquel muchacho fue una furiosa marea en la cual braceaban y se debatían los inconfundibles genes del fallecido, al punto que pareció erguirse dentro de su escualidez para proclamar a voz en cuello:
-Benjamín Torrijos, hijo de Sebastián, el asesinado por sus despiadadas huestes es ahora el instrumento vengador, el paladín justiciero, la garra sobrenatural que regresa para extirparle su miserable alma al tirano.
Y antes que el aparato de seguridad se abalanzara sobre el niño y aún mucho antes que el tirano se despercudiera de ese miedo atroz que le paralizaba, un potente estallido despedazó su repulsiva humanidad, embadurnando de sangre el fastuoso escenario preparado para la ocasión.

Lo curioso es que nunca se encontraron los restos de Benjamín y no faltaron quienes le atribuyeron características sobrenaturales a este escalofriante suceso…






Texto agregado el 19-12-2004, y leído por 359 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
23-12-2004 Mezclas lo real con lo sobrenatural sin que se noten fisuras, es un cuento maravillosamente narrado y escalofriante, muy, muy bueno yoria
21-12-2004 Perfectamente narrado. Conoces las tramas que se urden en los gobiernos corruptos y haces un canto a la vergüenza que sufrimos los ciudadanos cuando tenemos prebostes de ese tipo. Sebastián representa a esa gran mayoría de la sociedad débil pero no por ello menos consciente de la realidad. Un abrazo y estrellas. graju
20-12-2004 Has comenzado la segunda parte de mil con un cuento escalofriante. Sabor a venganza, miedo y cierta mìstica de una triste realidad. Un abrazo. Shou
20-12-2004 Escalofriante relato que mezcla loreal y lo sobrenatural, el miedo del poderoso a la verdad del sometido... barrasus
20-12-2004 Es un cuento excelente, con el sabor amargo de la venganza, que no devuelve a los desaparecidos... Un abrazo * neus_de_juan
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