El cielo azul era la sombra de los restos que guardo en los cajones de mi corazón que lucha por ser verde.
Tristemente pierde la batalla,
las nubes grises y el núcleo de venus se ha difuminado entre ellas,
entre el frío,
en el aire que corre con desgano.
Miro mis palmas,
están cubiertas de hielo y vidrios toda noche.
Ya no se sabe qué hacer,
todo tiene solución y las respuestas están dormidas en el cabello de algún amante perdido en el desierto.
El sol lo deja inconcluso,
extravía toda sensación,
se acuerda de la alegría,
se acurruca en la tristeza
y está de acuerdo con ello entre lágrimas.
Una aguja raspa nuestros remolinos,
nuestras paredes en el laberinto,
y lo va dejando todo atrás como el tren que parte para olvidar,
y en las vías calientes finge frío
y por dentro desfallece de angustia por un abrazo del día,
de la noche y del mundo que lo ignora.
Se deja llevar por los grillos,
aturdido,
que le gritan y le exigen el silencio pero
¿él qué puede hacer? Sino extender las manos y regalarse al destino que lo mueve.
Y Venus,
en el amanecer recuerda besos que existieron,
que dejaron marcada su historia en este raro mundo.
En el mundo en el cual la arena brilla y el lodo opaca.

Se emociona en el resbaladero de cualquier arco iris.
Y sonríe a los pájaros muertos y regaña a los humanos vivos.
Uñitas enterradas en la tierra,
pajita enterrada en sus uñas,
lenguas acostumbradas al sabor de la paja.

Formando círculos de galaxias,
empedrando los caminos,
tapándose los oídos los humanos hacen lo que pueden para permanecer ilesos,
y yo,
yo con el miedo en las manos que tiemblan,
tiro mis ofrendas al mar y una esperanza se va de viaje con las gaviotas, para no morir en mi cuerpo.
Una arruga en mis ojos se queda conmigo,
inútil,
para no estar sola como yo.