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Coronas de espinas

Los estruendosos gritos de las blanquecinas paredes de la Escuela son los únicos sonidos que bañan tibiamente el aire comprimido cargado de un olor denso, dulzón, quizás putrefacto de los jardines descuidados aledaños al ahora silencioso edificio, que grita y suplica a los Dioses por ayuda, por apoyo, por salvación… por algo.

Los murmullos de las atribuladas mentes de aquellos presentes han terminado sus fríos diálogos, sus gélidos monólogos de provocada desesperación. Azules voces, violáceas discusiones, amarillentas declamaciones y sangrientas declaraciones; todas opacadas por un grisáceo grito silencioso, callado, inofensivo y a la vez doloroso.

La diferencia es provocada por aquél que lo desea; Natalia, sin siquiera saberlo, lo deseó. Con hirviente desesperación, con suavidad efímera y con frondosa tristeza accidentalmente provocada por él, por ella, por éste, por aquél, por todos y por ninguno; por ella misma al fin, pero por nadie en particular. La culpa no se crea ni se destruye, sólo crece en quien se encuentra sediento de la misma, en quien necesita de esa espinada culpa, para así tejer su propia corona espinosa y cargarla por cuanto tiempo lo deseé. Esa escuela era una reunión atemporal de Cristos autoflagelados, esa Preparatoria apestaba a sangre ácida inexistente, a coronas de espinas recién elaboradas y recién clavadas.

La corona del profesor Nuño, que impartía, que imparte, que impartió la asignatura de Historia Nacional, es particularmente pesada, pero no lo suficiente como para impedirle apuntar su mirada en su dirección. La admira desde la entrada de la Preparatoria con su corona haciéndose poco a poco más pesada, más bella, y… ¿por qué no? más mortal. Las espinas le perforaban y le atravesaban el sentimiento, el pensamiento y la lágrima culpable en formación que lo gobernaba al momento, lo pisaba despiadadamente, reduciéndolo a enanos recuerdos de un par de horas atrás: él, en su oxidado escritorio, con su espalda del todo recargada en su silla sucia de polvo y moho, en posición de dominio, de confianza propia en demasía; ella, sentada y hundida en su pupitre, a pocos metros del escritorio de Nuño, con sus delgadas piernas entrecruzadas., sus manos reposando sobre sus muslos y su mirada desafortunadamente adherida a la de Nuño. Unidos ambos por un asqueroso hilo de violación mental, una babosa y repulsiva mirada lasciva de Nuño, que penetra violentamente las pupilas humedecidas con frías lágrimas provocadas por el coito visual forzado, por ese intercambio de perversión e inocencia, dolor y amor, sentimiento carmesí y aversión blanquecina. Ese babeante hilo de penetración involuntaria chorreaba una sangre putrefacta unas dos horas atrás, ¿por qué ahora sólo escurre sal con agua? Sólo Nuño lo sabe, él y su enfermo amor azabache.

Mientras, Carlos cruzaba su mirada con el hilo baboso, atravesándolo no sin antes asquearse a su modo con la extraña naturaleza de la sustancia espesa que caía de cuando en cuando a la humeante y pastosa baldosa que hacía el amor a diario con el suelo frío de la escuela y con los miles de pies que lo besaban sin piedad, unos lo hacían de manera rápida, otros en cambio, se tomaban su tiempo, y uno que otro inclusive se detenían para hacerlo con mayor suavidad y fluidez; haciendo latir así su inexistente corazón, excitándolo, presionándolo, aplastándolo e inclusive golpeándolo. Pobre baldosa, no sabía lo que estaba sucediendo a su alrededor, simplemente no lo sabía, sólo nadaba en la espesa baba que la bañaba y desviaba la mirada de Carlos, manchándola sin cuidado alguno.

Carlos le había dicho ciento veintinueve veces a Natalia que la amaba, y ciento noventa y dos veces que la quería; arrojando así un subtotal de trescientas veintiún mentiras vanas y vacías. Los siete meses que ese catorce de septiembre cumplían de relación semiseria eran un bello preludio de una vida juntos para Natalia; para Carlos, sólo significaban tres “acostones”, como decían los cuates.

El “Te amo” número ciento diecinueve había ocurrido hacía apenas una media hora, justo después de haberse disculpado por haberla golpeado y forzado amorosamente a tener relaciones con él el día anterior. Más lágrimas de Natalia, más lágrimas: agua y sal, uno que otro recuerdo amargo y un par de cortadas autoprovocadas en su pálidos brazos, sólo eso y nada más, al fin y al cabo: una lágrima, que mojaba la dura corona espinada de Carlos, ese Carlos que amaba a Natalia de lunes a viernes con horarios de 9:00 a 11:00 am, y de 6:00 a 8:00 pm, siempre y cuando no hubiera un buen programa en la televisión.

Sollozos en silencio y gritos desesperadamente callados por el ambiente afilado que rodeaba a todos volvían a ensordecer al mundo entero, o por lo menos… a su mundo.

Coronas de espinas se alzaban gloriosas adorando a la bella Natalia, vanagloriando sus ojos negros, adorando sus oscuros cabellos, alabando sus manos de nieve y besando sus ahora torcidos labios, labios dibujantes, dibujantes y creadores de un bello Picasso; centella rosada dolorosa y callada, que amartillaba cada espina en su respectivo cráneo, en su respectiva culpa y en su respectivo motivo y lágrima.

Cráneos violados; el profesor Nuño y Carlos se suicidaban lentamente y de forma accidental, la vista de ambos era nublada por una delgada película de líquido invisiblemente carmesí, un líquido que brotaba sin piedad, cordura y sin amor al amor mismo y que corría por el cuerpo de cada uno. Aumenta más y más el peso de sus coronas, pero el peso de las dos juntas no era siquiera comparable con el de la maraña de espinas que ostentaba la frente de Mariana, quien aún se hacía llamar y llamaba a su vez a Natalia como su “mejor amiga”. Esa Natalia que la veía fijamente a sus verdosos ojos, ojos que contestaban el gesto devolviéndole la mirada. Natalia allá arriba, Mariana acá abajo, Norte ó Sur, ¿alguien puede definir la diferencia? En medio de ellas, babas y miradas perdidas de culpa, que, aunque lo intentaban, no lograban herir esa cadena inoxidable de belleza, de dolor, y al fin y al cabo, de amor, verdadero amor; mismo que enterraba más y más el nido de púas de irrumpían en el rubio cabello de Mariana; que como buen Cristo, permanecía inmutable ante el dolor y la adversidad de la situación, y que sólo cedía ante una cosa… una maldita cosa: la culpa, la hermosa culpa de la mentira, ¿y qué peor mentira que un frío puñal de “Te odio” sedosamente punzocortante en plena vena yugular? Un “Te odio” acompañado de una media vuelta y una larga caminata en línea recta sin mirar a atrás, con lágrimas jugando carreras en sus pálidas mejillas; dejando a Natalia ahí, parada, clavada, atormentada, adolorida y decidida.

Sus piernas, ahora inmóviles, aunque ligeramente temblorosas y adoloridas, le recordaban la estrepitosa subida al tercer y último piso del edificio; después el trepar por una frágil escalera oxidada a la azotea, misma que aún sostiene sus pasos llenos de miedo y decisión.

Ahí, parada, con la mirada perdida en la profundidad verdosa celeste y sintiendo hilos pegajosos, culpas desmedidas y cadenas delicadas y frías a su alrededor. Un sin fin de ojos clavados en su ser, preocupados y morbosamente complacidos.

Sus manos, sus dedos tejen telarañas con ángulos caprichosos en torno a una pequeña bolita de papel, en torno a su carta de despedida, dirigida a todos y a nadie; a Natalia.

El papel tiembla al mirar el precipicio que separa a Natalia del resto del Universo; que separa al verdadero elegido que posee el verdadero significado de esta maldita vida del resto del mundo; ese significado que Mariana arrastraría, llevándolo atado a su cuello.

El viento acaricia de despedida a su ser, que se acerca poco a poco al mundo, al universo mismo, a la horrible pero inevitable realidad que nos atrapa en sus todopoderosas fauces… a nosotros.

Coronas de espinas vitorean. Babas chorrean. Culpas se suicidan. Eslabones quiebran la realidad efímera e irreal en la que aún permanece el aparentemente levitante cuerpo de Mariana. Lágrimas de Natalia.

Sus bocas abren un poco, casi nada, nadie lo notó, nadie se enteró… nadie murió, sólo sus palabras, sus únicas palabras: “Adiós”.



Sergio Covarrubias

Texto agregado el 23-12-2004, y leído por 350 visitantes. (0 votos)


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