Si Lewis había tomado la decisión de hacerlo era para dar un paso adelante en su vida, tomarse en serio aquello de dejar su aburrido pasado. Lo que le había pasado a John, Mark y Paul sólo eran excepciones de la regla. No tenía por qué pasarle a él. A partir de ese día él era “la regla”. Además, tenía que arriesgarse. Lo peor que podía pasarle era que no le gustara, y con no volverlo a hacer tenía suficiente. Total, le sobraba fuerza de voluntad… Pero sino, estaba seguro de que lo haría tantas veces como pudiera o “hasta que el cuerpo aguante…”.



Con la seguridad del novato, Lewis se levantó de la cama decidido y abrió el closet, haló la tercera gaveta y metió la mano. Temblaba y sonreía a la vez, nervioso, sabía que ahí adentro estaba el pasaje a la tierra prometida. Palpó la bolsa, una, dos, tres veces, tratando de convencerse de que estaba completamente seguro de lo que iba a hacer. La colocó encima y, usando los dedos como pinzas, abrió con cuidado el paquete para no derramar su tesoro, su fortuna. La tomaba entre sus manos, como agua de manantial y luego dejaba que cayera como arena de nuevo en la bolsa.



Aunque todavía temblaba, Lewis consiguió abrir su cartera y sacar la tarjeta de crédito. Agitado, colocó a un lado el paquete y empezó a prepararse pequeños montoncitos de coca. Blanca, pura, casi inocente. Por horas, jugó a hacer figuritas y letras, la desparramaba y la recogía una y otra vez, la miraba con ternura y se imaginaba cómo reaccionaría dentro de su laboratorio cerebral. Se le hacía agua la boca.



Lewis no quiso esperar más, preparó siete líneas seguidas, acariciándolas con su tarjeta con tal cariño que parecía dejar la vida en cada una de ellas… Y la dejó.



Ese día Lewis murió de sobredosis.