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I


Había una vez una ciudad situada junto a un bosque del que sus habitantes decían que estaba encantado, pues algunos aseguraban haber visto en él extrañas criaturas e inexplicables sucesos. En esta ciudad de escasos vecinos, vivía una pareja intentando ocultar su relación pues sus respectivos padres les habían prohibido que la continuaran. Los padres de ella, Amor, le acusaban a él de ser muy mayor, de que la diferencia de edad podría ser peligrosa para su hija, pues desconfiaban de que usara su experiencia para tratarla con el cariño y cuidado que ella se merecía. Los padres de él, Desengaño, igualmente censuraban la diferencia de edad, sosteniendo que ella era aún muy joven y alocada, que su hijo necesitaba alguien más estable y con más experiencia y que la pasión de ella acabaría por destrozar el futuro que pudieran tener juntos.

Mientras sus respectivos padres engordaban de placer ante la tranquilidad que les proporcionaba el haber conseguido disolver esta peligrosa pareja. Amor y Desengaño se veían a escondidas al otro lado de un puente de piedra que, cercano a la ciudad y cruzando el río, servía de entrada natural al bosque encantado. El miedo que les provocaba las leyendas que sobre él circulaban, les había impedido adentrarse más de lo que un breve paseo, al atardecer, cuando ambos podían encontrar un hueco en sus tareas diarias, permitía. Sin embargo, era en aquellos paseos bajo la densa y oscura arboleda que les servía de cielo, mientras caminaban con las manos entrecruzadas por entre las mil variedades de flores que les salían a su encuentro, y que a veces servían de mutuo regalo, cuando más seguros estaban de que solo podrían seguir viviendo si lo hacían juntos, de que la prohibición de sus padres obedecían a razones que ellos no podían entender, pero que nunca serían un obstáculo para sus encuentros, ni una razón para que dejaran de verse. Sólo una sombra cubría parcialmente sus caras, y el silencio que les rodeaba era compartido por ellos, cuando intentaban pensar en el modo de explicarles a sus respectivas familias cuan infructuosos habían sido sus intentos de separarlos, y el carácter definitivo de su determinación de permanecer siempre juntos.

Sin embargo fue el destino, a veces benévolo bajo el nombre de Fortuna, a veces cruel bajo el de Fatalidad, pero siempre impredecible, quién quiso que aquella tarde el padre de Amor sufriera un pequeño accidente mientras labraba el trocito de tierra que tenían junto a la casa que, aunque pequeño, les proveía de hortalizas suficientes, incluso para llevar al mercado. Y fue también él quién quiso que la madre de Amor saliera precipitadamente a la calle en busca de su hija para que acompañara a su padre al médico, y que con atónitos ojos pudiera ver como ésta descruzaba el puente de piedra ya de vuelta al pueblo, y abrazada a Desengaño, y besándole continuamente, le desvelaba las mentiras de que había sido objeto aún mucho antes de que la pareja pudiera advertir que estaba siendo observada.

Esa misma noche Amor y Desengaño huyeron de sus casas y guiados por la desesperación, el único modo de vencer el miedo, se internaron en el bosque encantado. Tan solo las miradas que a veces se dirigían el uno al otro, bien buscando consuelo, bien intentando proporcionarlo, les otorgaban el ánimo suficiente para seguir caminando por entre una oscuridad casi absoluta que les obligaba a extender las manos por delante de ellos intentando evitar golpearse con los árboles que, en orden inexistente, marcaban el camino que ellos poco a poco, paso a paso, iban haciendo.

Quiso la fortuna que en esa primera noche en que estaban realmente juntos, y por tanto solos, consiguieran encontrar una cabaña medio derruida en mitad de ningún sitio, pero que les sirvió de cobijo, y les permitió pasar bajo techo aquella noche, la más larga de cuantas vivieron juntos.

Decidieron quedarse a vivir en el bosque, así que desde la mañana siguiente comenzaron a arreglar la cabaña. A veces, por las noches, con el camino bien aprendido y marcas en aquellas otras partes más dificultosas, Desengaño volvía al pueblo para robar algunas herramientas que necesitaban, e incluso algunas semillas que sembrar en la tierra que estaba preparando junto a la cabaña. El bosque era rico en animales y, como no estaba frecuentado por cazadores, estos se movían con inusual libertad y peligrosa confianza, lo que facilitaba mucho el poder atraparlos.

Al principio el trabajo era muy duro, y la poca luz que el claro donde se situaba la cabaña dejaba pasar, debía ser aprovechada al máximo. Esto permitió que durante este tiempo entre Amor y Desengaño, volcados durante el día en el trabajo, y durante la noche en el sueño, no surgiera ninguna discusión, y la felicidad, una vez acabadas las tareas necesarias, fuera un ideal alcanzable.

Sin embargo, cuando la cabaña estuvo acabada y el pequeño huerto dejó de necesitar cuidados tan continuos. Amor empezó a notar como un sentimiento desconocido hasta entonces, y al que dio el nombre de dudas, se iba haciendo sitio poco a poco en su interior. La pasión que ella mostraba rara vez era correspondida, sus antiguos paseos juntos se fueron convirtiendo en marchas solitarias, donde rememoraba aquel otro Desengaño prometiendo eterna felicidad. Este prefería salir a cazar antes que pasear con ella, prefería contemplar como la llama iba devorando poco a poco la vela antes que compartir algunas pocas palabras con Amor, o siquiera interesarse por lo que había estado haciendo mientras él estaba fuera. Amor sentía cómo lentamente él se iba encerrando en su interior dejándola a ella fuera. Ni siquiera la noticia de su embarazo sirvió para que le prestara más atención, más bien al contrario, pues desde entonces también dejó de atenderla por las noches. Amor se negaba a reconocer su fracaso e intentaba llamar su atención de cualquier forma que su imaginación le permitiera, lo único que le importaba era volver a recuperarlo, por ello disimulaba la cada vez más pronunciada curva que iba apareciendo en su vientre. Intentaba aparecer guapa para él siempre que volvía del bosque y era ella quién siempre alegremente le preguntaba por lo que había visto, o lo que había hecho, o lo que pensaba, pero nunca obtenía respuesta. Tan solo una cabeza gacha sobre el plato de comida, y unos ojos impasibles ante la ardiente llama de la vela, y de Amor, aunque ninguna de las dos era capaz de ver.

Una noche, un grito ahogado despertó a Desengaño. Al volverse, pudo ver cómo de entre las piernas de Amor, quién hasta entonces había silenciado todo su dolor para no despertarlo, comenzaba a surgir un pequeño bulto en forma de cabecita. Rápidamente se situó junto a ella intentando, sin saber como, ayudarla. La criatura, intentado resistir el mandato de la naturaleza, pugnaba por no salir del vientre de su madre, agudizando de este modo su agonía. Durante toda la noche, madre e hija sostuvieron una dura lucha hasta que por fin, con el primer rayo de sol que penetraba por la ventana de la habitación, Desengaño consiguió coger a la niña, ya totalmente fuera del cuerpo de su madre, y sosteniéndola entre sus brazos la dirigió hacia ella para que pudiera verla, tras lo que Amor, como cumpliendo un pacto hecho con el diablo por el que entregaba su vida a cambio de la de su hija, exhaló un último suspiro. Así fue como durante tan sólo un segundo, justo antes del llanto, la hija pudo ver viva, por primera y última vez, a su madre. Y con ella entre sus brazos, contemplando alternativamente a la madre muerta y a la hija ensangrentada, quién recién venida a la vida ya traía la muerte consigo, decidió su nombre, el único nombre que podría tener la hija de Amor y Desengaño, la llamaría Tristeza.


II


Hay lugares donde la monotonía de las costumbres los convierten en casi indiferentes al paso del tiempo, y sólo el viajero que pasara en épocas bien distintas podría observar la diferencia. Este habría sido el caso de la pequeña cabaña situada en algún lugar del bosque, si una niña llamada Tristeza no hubiera ido marcando con su crecimiento el paso de las estaciones, pues salvo ella, todo lo que la rodeaba parecía condenado a permanecer inmutable, incluido su padre.

Ya desde pequeña Tristeza aprendió que había cosas que no podía preguntar a su padre, y que ni tan siquiera debía mencionar, pues acostumbraba a hablar en voz alta aún sabiendo que su padre no la escuchaba. Aprendió que no debía preguntar por su madre, ni intentar saber por qué no vivía con ellos. Aprendió a no preguntar que había en el bosque, ni más allá del bosque, o si había alguien además de ellos. Pero sobre todo aprendió a no salir de la cabaña, a permanecer allí encerrada, pues su padre le había advertido que traía la muerte consigo, y que condenaría cualquier criatura viva que tocara. Él estaba a salvo pues llevaba su misma sangre.

Así transcurría la vida de Tristeza en la cabaña vencida por el miedo a salir y descubrir que las palabras de su padre eran ciertas. Mientras no lo intentara aún le quedaría la esperanza de no estar maldita, y de que su piel no fuera veneno para cualquier criatura que no estuviera ya envenenada. Desde su ventana año tras año veía melancólica como las hojas caían desde los árboles cercanos planeando en zig-zag hasta llegar al suelo, donde abrazadas unas con otras conformaban una mullida alfombra que ella nunca podría pisar; y con desesperación contemplaba como el largo invierno castigaba las desnudas ramas de sus únicos amigos, sin poder hacer nada para ayudarles, para por fin, descubrir cómo de sus fuertes brazos surgían nuevos brotes que buscaban con ansía el calor solar, cómo el verde de las hojas ocultaba aún una parte del huerto, y cómo de la tierra surgían en mil colores flores de todas formas y tamaños. Sin embargo, a veces su alegría era contenida por la envidia. Envidia de su padre que caminaba por el bosque durante todo el día; de los pocos animales que se atrevían a acercarse a la cabaña, y que rozaban con sus cuerpos los troncos rejuvenecidos; pero sobre todo del viento, que en su vuelo constante era capaz de abarcar todo lo que ella ni siquiera podía rozar.

Un día, mientras apoyada en la ventana admiraba su quinceava primavera, creyó ver algo que se movía junto al árbol más cercano a la cabaña. Aguzó la vista, pero no consiguió ver nada. Se dirigió corriendo a la puerta y abriéndola se quedo junto a ella., intentando franquearla, pero nunca había tenido el suficiente valor para hacerlo. Esta vez era diferente. Tal vez había alguien ahí fuera, alguien además de su padre, alguien con quién hablar. Al fin y al cabo no tenía por que tocarla. Tristeza agarró su pierna derecha con ambas manos, obligándola a dar un primer paso al que ésta, por si sola, se negaba. La otra pierna, más sumisa, decidió obedecer a su dueña y seguir el camino de su hermana. Cuando Tristeza estuvo por fin fuera de su casa, levantó lentamente sus ojos para contemplar maravillada aquello que durante toda su vida se le había negado. Sentir el leve cosquilleo de la brisa sobre su rostro y la piel de sus brazos y piernas la sumía en un éxtasis del que difícilmente habría soñado nunca en disfrutar.

De repente recordó la razón por la que había salido de la cabaña, así que se dirigió cautelosamente al árbol donde se despertó su curiosidad; pero a medida que se iba a acercando, la soledad de aquel tronco majestuoso la iba entristeciendo al pensar que esa fugaz imagen podía no haber sido más que un reflejo, unido a sus deseos de que lo que había creído ver fuese cierto. Al llegar al árbol, Tristeza lo acarició suavemente, como tantas veces había querido hacer. Agachándose rozó con las yemas de sus dedos algunas de las sangrantes amapolas que crecían a su alrededor y, volviéndose hacia la cabaña, mientras se preguntaba como podía haber permanecido tanto tiempo encerrada en aquella prisión, maldecía a su padre por haberla retenido con crueles mentiras; porque había tocado el árbol, y había tocado las flores, y nada había pasado, ni siquiera habían palidecido. Del rostro de Tristeza surgió una lágrima que al caer hizo tambalearse una pequeña margarita que pugnaba por un rayo de sol entre las egoístas y presumidas amapolas.
- ¿Lloras?
Tristeza saltó hacia atrás y al caer casi se golpeó con una enorme piedra que tampoco había visto. Allí, junto al tronco donde había estado por primera vez, una extraña apoyaba sobre él su espalda. Se preguntaba como había conseguido situarse ahí sin que ella se diese cuenta. Con el dorso de la mano se secó la cara, y dirigiéndose a la desconocida intentó comenzar lo que para ella era casi una olvidada conversación.
- ¿Quién eres?- le preguntó tartamudeando un poco, recriminándose el defecto infantil.
-Me llamo Soledad y habitó en este bosque. Tú eres Tristeza ¿verdad?- le preguntó la desconocida mientras una sonrisa de suficiencia asomaba a sus labios.
-¿Cómo sabes tú mi nombre?- repuso Tristeza, esta vez ya sin intentar ocultar su asombro.
Soledad se incorporó mientras, tendiendo una mano a Tristeza, la invitaba a levantarse. Cuando ambas estuvieron en pie, Tristeza pudo contemplar como las nuevas palabras de su compañera se acompañaban de una ampliada sonrisa.
-Te conozco desde hace tiempo, desde que eras muy pequeñita. En realidad te sorprendería saber en cuantas ocasiones he estado junto a ti sin que tú lo supieras, sin que tu pudieras verme, acompañándote cuando tu padre salía al bosque, e incluso cuando él estaba en casa- Soledad miraba fijamente a los ojos de Tristeza mientras ésta intentaba decidir si era realmente posible que hubiera tenido una compañera invisible durante tanto tiempo sin darse cuenta, o si simplemente intentaba reírse de ella.
-En ese caso, ¿por qué has decidido hacerte visible?, ¿por qué has esperado tanto?, ¿por qué no has seguido esperando?- le preguntó atropelladamente Tristeza.
-No siempre hay un orden lógico en mis decisiones- contestó Soledad-, decidí que ya era hora de que salieras de esa condenada casa y sintieras por ti misma lo que te habías estado perdiendo, así que apelé a tu curiosidad, y el resto fue obra tuya.
Tristeza se volvió hacia la "condenada casa", como ella la había llamado, luego dirigió su mirada hacia el interior del bosque que tanto ansiaba conocer para terminar con ojos acuosos por la emoción dirigiéndose a Soledad.
-Tu habitas en este bosque, debes conocerlo entonces. ¡Enséñamelo!, quiero convertirlo en mi nueva casa, y verlo contigo. ¡Ah, siento como si hoy para mí empezara una nueva vida!- dijo, mientras extendía los brazos al sol en un intento infantil de atraparlo.
Soledad la tomó del brazo sonriéndose ante su inocencia-de acuerdo mi amiga, te lo enseñaré, yo también necesito estar con alguien, y sin duda tu serás una compañía perfecta-
Así, cogidas de la mano, las dos nuevas amigas se internaron en el bosque por un pequeño sendero que no podía ser visto desde la casa. Tristeza disfrutaba a cada paso deslumbrada por la altura de los árboles, por la espesura de la vegetación que a menudo les cortaba el paso, y por el agua helada y cristalina en la que, unas veces en pequeños arroyos, y otras en finos riachuelos que serpenteantes evitaban naturales obstáculos que no podían saltar, sumergía sus manos siempre que podía, y las aguantaba dentro hasta que el dolor la obligaba a sacarlas buscando el abrigo de los bolsillos de su gruesa falda. Mientras, Soledad imitaba a su amiga en todo lo que esta hacía, divertida por sus ocurrencias y participando en todas ellas. A veces la miraba de soslayo sin que se diera cuenta, y la envidiaba.
Cuando el sol bien alto, las dos amigas se sentaron a descansar en la reducida sombra de un pequeño árbol.
Espalda con espalda, cabeza con cabeza, y con los ojos cerrados, dejaban que sus doloridos pies también pudieran disfrutar quietamente de la húmeda hierba.
-¿Quién eres?- la estruendosa y oscura voz hizo a Tristeza abrir inmediatamente los ojos a la vez que su cuerpo caía hacia atrás. El otro cuerpo, que la sostenía, había desaparecido. Soledad no estaba. Tristeza se incorporó asustada pero no consiguió ver a nadie frente a ella, ni a los lados, ni a su espalda. La voz volvió a surgir-¿Qué haces en mi bosque?- Tristeza sintió como si la voz viniera de todas partes, incluso de debajo de ella, pero esta vez se atrevió a contestar-Me llamo Tristeza y vivo en una pequeña cabaña junto a mi padre. Hasta ahora no me había atrevido a salir, y esta vez es la primera que visito el bosque.
-¡Niña incauta!- respondió amenazadora la voz- ¿Te atreves a viajar sin compañía por un lugar que no conoces y siquiera sin preguntar a quién pertenece?.
-Una amiga me acompañaba- volvió a contestar Tristeza, siendo por primera vez realmente consciente de la desaparición de Soledad- pero no sé dónde está ahora. Se marchó al venir tú. ¿Acaso sabrás como dueña del bosque donde puede estar?.
-Sólo me faltaba tener que cuidar de todas las criaturas que aquí habitan- respondió malhumorada la voz- Pero dime, ¿hacia dónde te diriges?.
-Es la primera vez que salgo de mi cabaña en quince años- respondió Tristeza mientras se atildaba el pelo- y sólo estoy dando un paseo para conocer tu maravilloso bosque, si tu me lo permites.
La voz sintió como se inflaba su orgullo, y ello permitió que sus siguientes palabras tuvieran un tono más sosegado, aunque igualmente oscuro que el anterior- Está bien, puedes seguir visitando mi bosque, pero has de cumplir una regla fundamental, si no lo haces te impediré volver a pisarlo y no podrás salir más de tu cabaña-.
-¿Cuál es esa regla?- preguntó intrigada Tristeza.
-De ahora en adelante siempre caminarás por las sombras. El bosque es frondoso y te permitirá hacerlo en cualquier momento del día. Huye del sol y podrás pasear por el bosque tanto como desees. Nunca olvides esta norma.
Con el eco de la última palabra pronunciada por la voz, Tristeza pudo ver cómo su amiga Soledad se acercaba con un ramillete de flores entre las manos.
- ¡Mira, esa es la amiga que me acompañaba!- gritó Tristeza, pero la voz ya no respondió, había desaparecido.
-¿Dónde te habías metido?, no te encontraba. He estado hablando con la dueña del bosque- dijo dirigiéndose ahora a su amiga.
-Estaba recogiendo estas flores para ti. ¿Así que has hablado con la dueña del bosque?- interrogó Soledad con una sonrisa maliciosa que parecía contener la respuesta a su pregunta- ¿Y que te ha dicho?—.
- Me ha dicho que podemos seguir paseando por su bosque, pero que sólo podemos caminar por las sombras, nunca por el sol- contestó Tristeza.
-Bien, si es su bosque...- respondió sin mirarla directamente, meditativa, pero sin que desapareciera esa media sonrisa- ...haríamos bien en hacerle caso, ¿verdad?. Caminemos pues entre las sombras y sigamos adelante»-.
Tristeza se incorporó de un salto y cogiéndose alegremente del brazo de su amiga, ambas se pusieron a andar buscando los árboles más altos, y de los bajos, aquellos más ramificados, siempre dando la espalda al sol. Este contratiempo no fue razón suficiente para acabar con el ánimo de Tristeza, que comenzó a utilizar su obligación como un juego, saltando de sombra en sombra, buscando los límites de hierba iluminada y oscurecida para, divertida, ir caminando por el borde. Soledad la seguía cada vez con más dificultad en sus entretenimientos, y al poco propuso un nuevo descanso porque se volvía a sentir agotada.
El frío de la tarde comenzaba a dejarse notar y la ropa que llevaban empezaba a parecerles insuficiente, más a Tristeza que a Soledad. Buscaron un lugar seco desde donde, si no sentirlo en su piel, al menos pudieran ver el sol. Tristeza, al sentarse comprobó que también ella se sentía agotada, así que se decidió a cerrar un momento los ojos.
-¿Quién eres?-La voz sorda y siseante como el viento que llegó hasta sus oídos le hizo abrir nuevamente los ojos. Otra vez la misma pregunta, pero esta vez era una voz distinta. Recuperada del susto inicial se atrevió a preguntar
-Soy Tristeza, ¿quién eres tu?—,
-¡Insolente!- siseo la voz sin elevar el volumen pero haciéndose más penetrante-¿Cómo te atreves tú a preguntar?. Yo soy la dueña del bosque, estas en mis dominios y por tanto has de obedecerme.—,
Tristeza, sorprendida, miró hacia atrás en busca de su compañera de viaje, para comprobar que de nuevo había desaparecido. Resignada decidió enfrentarse ella sola a la voz.
-El bosque no puede pertenecerte, pues hace un rato otra voz me ha dicho lo mismo, y la he creído-.
- ¡Niña descarada!, ¿sabrás con quién te estás enfrentando?- respondió la voz siseante de un modo que ella nunca antes había oído y que le atravesó la cabeza- Solo una cosa te digo. Mientras pises este bosque que me pertenece tendrás que hacerlo en silencio, ni una palabra, ni un quejido, ni una risa, de lo contrario no te permitiré que vuelvas a pisar este lugar—,
Al acabar la voz todo quedó en un absoluto silencio, sólo roto por el crepitar de una rama seca a la espalda de Tristeza, quién volviéndose pudo ver de nuevo a su amiga.
-¿Dónde estabas?- le preguntó
-Me pareció oír como el agua salpicaba en una pequeña cascada aquí cerca, pero me equivoqué. No quise molestarte, ¿ha sucedido algo?-Terminó por preguntar con fingida indiferencia.
-Algo y muy extraño.-contestó Tristeza- Ha aparecido una nueva voz, diferente de la anterior, que también reclamaba ser la propietaria del bosque y ha dicho que si queríamos seguir en él debíamos hacerlo en silencio, sin hablar, ni gritar, ni reír. Dime Soledad, ¿a quién debemos hacer caso?—
Soledad se acercó lentamente hacia ella y, agachándose, tomó una de sus manos mientras la acariciaba.
-No podemos saber a quién pertenece realmente el bosque, así que lo mejor que podemos hacer es obedecer a ambas. A partir de ahora caminaremos por las sombras y guardaremos silencio, nos comunicaremos con las manos y así evitaremos ser castigadas, y que estas sean nuestras últimas palabras en el interior del bosque.-
Tristeza comprendió que la proposición de su amiga era la única razonable si quería continuar, aunque no podía evitar pensar en tanto tiempo de silencio interrumpido por intervalo tan breve. Pero aún tenía a Soledad, aún tenía a su amiga, y eso compensaría el sacrificio.

De nuevo reemprendieron la marcha, aunque ahora Tristeza ya ni jugaba no saltaba tanto, ni en su rostro se reflejaba aquella matutina alegría.

De repente oyeron un ruido, los quejidos de un animal agonizante acompañado del sonido de golpes secos, fuertes, duros. A través de la maleza se entreveía el perfil de una figura humana cuyo brazo ascendía y descendía alternativamente. Al irse acercando sintió que nadie la acompañaba. Esta vez no necesitó mirar hacia atrás, sabía que Soledad se había ido. Al separar la última rama que se interponía entre la escena y ella pudo contemplar horrorizada lo que se desarrollaba ante sus ojos. Un hombre destrozaba a golpes con un hacha a un pobre animal del que ya apenas podía distinguirse una extensa cornamenta y del que se podría presumir un tamaño incluso mayor que el de aquel que lo descuartizaba. Tristeza tan solo acertó a pronunciar una palabra que casi no abandonó sus labios.
- ¡Papá!
Desengaño detuvo su brazo y levantando sus ojos, más llevado por el sonido de las hojas secas bajo los pies de Tristeza que por la imperceptible palabra pronunciada por esta, le dirigió una mirada de rabia hasta ese momento desconocida en él.
-¡Maldita hija desobediente!, ¿Cómo te has atrevido a salir de la cabaña?-.
Tristeza, llevada por el pánico era incapaz de moverse y de tan siquiera despegar sus labios para responder a su padre. La imagen del animal sangrante y de su padre amenazándola con el hacha la sumía en un estupor del que no sabía desembarazarse. Desengaño advirtió la mirada de su hija a la víctima y comprendiendo su velado reproche soltó el hacha en el suelo, mientras levantando el brazo señalaba hacia algún lugar a la espalda de Tristeza.
-¡Maldita hija!, ¿Tu me acusas? ¿Tu que has desobedecido mi mandato para protegerte a ti y salvaguardar el bosque? Pues bien, tú lo has querido, mira hacia atrás entonces y admira tu obra. Contempla lo que has conseguido gracias a tu tozudez. Llora por lo que eres y llora por lo que nunca dejará de ser—.
Tristeza aterrorizada se negaba a volverse. Un miedo atroz a ver sus pesadillas convertidas en realidad la mantenía inmóvil.
-¡Vuélvete te he dicho!- volvió a vociferar su padre mientras mantenía su brazo extendido.
Tristeza comenzó a girar su cuello poco a poco con los ojos cerrados y las manos y piernas temblando en casi imperceptibles convulsiones. Tragando saliva, y una vez su cuello terminó el recorrido, abrió los ojos. Las ramas que había justo detrás de ella, aquellas que había tocado por última vez, empezaban a palidecer. Las hojas que de ellas pendían iban atravesando todos los colores desde el verde más vigoroso hasta el gris más pálido, para después ir cayendo al suelo una a una, poco a poco. Esas pocas ramas que ella había tocado permanecían aún unidas al árbol, secas, muertas.
Tristeza comprendió que todas las advertencias de su padre habían obedecido a una verdadera razón, así que dirigiéndole una última mirada, echó a correr desesperadamente a través del bosque en busca de su único refugio, mientras como relámpagos que la acompañaran en su carrera escuchaba las maldiciones de su padre aún incluso cuando el sonido ya no podía llegarle:"¡Maldita seas por siempre, porque tu mataste a tu madre y también querías acabar con mi bosque. Tu maldición te hará desgraciada por siempre, y tus manos envenenadas nunca podrán acariciar un ser vivo sin condenarlo a la muerte!". Tristeza corría sin parar, sin pensar, y a cada paso iba encontrando flores marchitas, troncos derrumbados por la falta de vida, arbustos secos donde antes rebosaban de savia; y la muerte, a modo de sendero labrado por ella misma, le indicaba el camino de vuelta a la cabaña. Al llegar al claro donde ésta se asentaba, Tristeza se detuvo un momento para clavarse tres espinas más; una por el tronco más cercano a la cabaña, al que la muerte había arrancado toda su anterior majestuosidad, otra por las amapolas que deshojadas se extendían en la base del árbol, y la última, tal vez la más dolorosa, por aquella pequeña margarita que había impedido con su dorado corazón que su lágrima llegará el suelo, y ésta la había premiado secándoselo.

Tristeza se introdujo en la casa cerrando la puerta de golpe y lanzándose al suelo. Revolcándose de dolor, siguió llorando durante todo el día y toda la noche.

Ese día Desengaño no volvió a la cabaña y nunca más se supo nada de él.


III

Soledad volvió, y gracias a ella Tristeza pudo seguir viviendo. El primer día que se volvieron a encontrar, cuando Desengaño ya faltaba tres días de su casa, Tristeza casi se desmaya al ver aparecer a su amiga pues pensaba que ella también habría muerto. Le contó lo sucedido con su padre y le habló de la maldición que la condenaba a permanecer siempre encerrada. Tristeza asumió la inmunidad de Soledad como un bendito milagro sobre el que indagar podía resultar peligroso, así que se dedicaba a disfrutar de su amiga sin hacer preguntas.

Desde entonces, como quiera que Tristeza no salía de su casa, y ya no estaba su padre, era su amiga quién se encargaba de traerle el alimento, de cuidar del huerto, y de traerle frutas del bosque, pues ahora que había descubierto de dónde salía la carne que su padre traía, se había negado a volver a probarla.

Soledad se instaló definitivamente en la cabaña con ella, y le contaba cosas, cosas del bosque. Le hablaba de los árboles, hasta que aprendió todas las familias que allí habitaban, de los animales y de como ahora resultaba mucho más fácil verlos retozar sin miedo, como hacía más de quince años no se veía. También jugaban continuamente, limpiando la casa, haciendo la comida, ... y era Tristeza quién mostraba una rara habilidad para inventar juegos allí donde otros sólo habrían visto trabajo.

Sin embargo no siempre la alegría dominaba sus vidas, pues a veces, cuando Tristeza volvía a mirar al exterior a través de la ventana de su habitación, se recordaba su fatal destino, y se encerraba sin dejar entrar a Soledad. Soledad sí estaba, solo que en esas ocasiones no dejaba que Tristeza la viera.

Un día, mientras Soledad estaba en el bosque y Tristeza limpiaba el cristal de su ventana, a un joven se le iluminaba el rostro al divisar una pequeña cabaña en mitad de un claro, pues se había perdido en el bosque y no sabía salir de él. Rezaba para que hubiera alguien en casa pues de seguro sabrían indicarle el camino de vuelta. El joven rodeó la cabaña por la parte opuesta a donde daba la ventana que Tristeza limpiaba y, cerrando la mano, golpeó la puerta con los nudillos. Al oír la llamada, Tristeza se extrañó, pues su amiga nunca llamaba, así qua abrió la ventana para ver lo que sucedía y, cuál no sería su sorpresa, cuando al asomarse descubrió que era un joven desconocido el que golpeaba la puerta. Aún no descubierta por el intruso, cerró la ventana cuidadosamente y se dirigió hacia la entrada. En un principio pensó en esconderse con la esperanza de que el desconocido, aburrido, se marchara. Pero la puerta no tenía ninguna cerradura, nunca había sido necesaria, y el ruido de mover una silla para bloquearla habría sido una invitación velada a intentar forzarla, si esa era realmente su intención, así que Tristeza decidió tomar la iniciativa.
- Papá, ¿eres tú?
El joven se alegró de oír por fin una voz y se apresuró a responder.
- No señorita, no soy su padre. Me he perdido en este bosque y le rogaría me indicara como puedo salir de él.
A Tristeza la voz no le pareció peligrosa, y el argumento creíble, sin embargo prefirió seguir los consejos de la prudencia, y respondió.
- Le ruego que se marche, pues mi padre es cazador y volverá en cualquier momento, y créame si le digo que no le gusta ver a desconocidos rondando por aquí.
El joven empezó a sentirse molesto e incómodo por tener que hablar a través de una puerta.
- Le aseguro que me marcharía encantado, pero no conozco el camino de vuelta.
Y al decir esto apoyándose en la manivela de la puerta, ésta cedió, abriéndose. Tristeza, asustada, corrió hacia su habitación para, en un gesto infantil, esconderse bajo su cama. El joven entró en la cabaña y se dirigió hacia donde ella temblaba. Agachándose le tendió la mano invitándola a salir.
- No tengas miedo, no quiero hacerte daño, pero te aseguro que me resulta muy difícil mantener una conversación a través de una puerta, o con alguien que está bajo una cama. – dijo sin reprimir una sonrisa- venga, cógete de mi mano y sal.
Tristeza entendió que no tendría otra salida.
- ¡Apártate y deja que salga yo sola!- respondió hoscamente. Incorporándose, se limpió la falda y por primera vez pudo ver claramente al desconocido. No podría haber dicho si era guapo o no, pero en la comparación con su padre si salía claramente vencedor. Sin embargo él sí que tuvo una opinión de ella desde el principio, embobado ante su pálida bellaza hasta ahora nunca reconocida, y por tanto de la que ella tampoco tenía noticia. El joven se quedó sin palabras, debiendo romper el silencio la causa de su estupor.
- No conozco el camino para salir de este lugar, pero si puedo decirte que por allí- y señaló a través de la ventana el casi imperceptible sendero que tiempo atrás había recorrido- tan solo conseguirás adentrarte más en el bosque, así que ve por el otro lado y con un poco de fortuna quizá encuentres el camino de vuelta a tu casa.

El joven, ya más recobrado, respondió- Si no estás segura quizá sea mejor esperar a que venga tu padre, puede que él si lo sepa.
-Él no volverá- contestó Tristeza resignada a tener que contar la verdad- hace un año desapareció en el interior del bosque y desde entonces no he vuelto a verle. No podrás obtener mejor información que la que ya te he dado, de modo que lo mejor es que te marches.
-¿De modo que vives aquí sola?- preguntó asombrado el joven. Tristeza sopesó la conveniencia de hablarle de Soledad, y finalmente decidió dejarla al margen.
-Si, vivo sola, y si quieres hacer feliz a una huérfana por favor márchate ya.
-De acuerdo, seguiré el camino que me has indicado- y extendiendo su mano en ademán de despedirse buscó la de Tristeza
-¡No me toques!- Chilló Tristeza. El joven retiró asustado su mano en un acto reflejo, pero inmediatamente volvió a aparecer su sempiterna sonrisa- Bien, pero te prometo que si consigo salir de aquí, volveré para agradecértelo- y diciendo esto se marchó.

Siguió el camino que se le había aconsejado y al poco empezó a encontrar extrañas marcas que ya casi habían desaparecido, pero que eran indudablemente fruto de la mano de un hombre. Decidió seguirlas y a medida que las iba superando volvía a hacerlas para que el tiempo no las borrara totalmente. Pronto oyó el ruido del agua que descendía y pudo divisar el puente de piedra que marcaba la salida del bosque. Por fin estaba en casa.

Cuando Soledad volvió a la cabaña, Tristeza le contó emocionada lo que le había sucedido, pero, más que emoción, fue preocupación lo que trasladó al rostro de su amiga.
-¿No habrás dejado que te toque, verdad?
-¡Claro que no!- respondió Tristeza malhumorada- Sé demasiado bien lo que no puedo hacer.
Soledad se le acercó y abrazándola le acarició el pelo- Lo siento, estaba preocupada. Bueno, ¿cenamos?.-
Tristeza no le dijo nada de la promesa del joven de volver si encontraba su casa. Pensó que preocuparía aún más a su amiga, pensó que serían palabras, simples palabras, así que prefirió callarse.

El joven volvió, no al día siguiente, pero volvió. El segundo día que se vieron le contó muchas cosas sobre su pueblo y lo que en él acontecía, y la cantidad de gente que allí vivía, ¡casi trescientas personas!. Tristeza escuchaba fascinada las historias del joven, así que a escondidas de Soledad le permitió que la visitara cuando quisiera, pero con tres condiciones; la primera es que debía venir siempre a una misma hora predeterminada, cuando Soledad no solía estar en casa; la segunda es que se verían en la cabaña, pues a ella no le gustaba salir, y menos aún que le insistieran en hacer cosas que no quería; y la tercera que nunca, por ninguna razón, la tocaría.
Al joven le parecieron tres extrañas condiciones, y la que más le contrarió fue sin duda la tercera, pues dificultaba llevar a buen término ciertos planes que aún de forma indefinida iban surgiendo en su cabeza. Sin embargo las aceptó.

Las visitas del joven se fueron haciendo cada vez más frecuentes. Al principio venía cada tres días, luego cada dos, para acabar visitando la cabaña de Tristeza todos los días. Cuanto más tiempo pasaba, y más frecuentes eran sus visitas, y más confianza había entre ellos, más trabajo le costaba entender por que seguían manteniéndose esas tres curiosas condiciones. Por su parte, Soledad comenzó a sospechar que algo estaba pasando pues, tras su ausencia, al volver, encontraba a Tristeza más contenta que de costumbre. Un día decidió permanecer con ella sin que pudiese verla, y así averiguar lo que estaba sucediendo. Cuando de entre los árboles vio aparecer al joven comprendió al instante y necesitó de toda su fuerza para combatir los celos que en ese momento aparecieron y que pesadamente volvían cada vez que al regresar del bosque encontraba alegre a Tristeza.

Una tarde en la que, como todas las del último mes, el joven y Tristeza se hallaban compartiendo sus pensamientos, a ésta se le ocurrió la idea de, mientras merendaban, cortar un trozo de pan sin bajar la vista, abstraída por lo que el joven le contaba. Lo siguiente que se oyó no fue la masculina voz, sino el grito de Tristeza al cortarse en una mano. La herida, aunque no muy grande, era profunda, y la sangre empezó a manar escandalosamente. El joven se levantó de su silla para ayudarla pero al verle venir Tristeza se echó hacia atrás, huyéndole, mientras con la otra mano se apretaba la herida.
-¡No te acerques!- gritó Tristeza- ¡No se te ocurra tocarme!
-¡Vamos, no seas cría!-le contestó el joven- Como juego ya está bien. Estás perdiendo mucha sangre, deja que te ayude a curarte la herida.
-No te necesito para eso, yo lo haré- respondió Tristeza, mientras a causa del dolor dos gruesas lágrimas surcaban su rostro.
Pero el joven, haciendo caso omiso, se acercó a ella y cogiéndole la mano herida la llevó hacia un recipiente lleno de agua donde comenzó a limpiársela.
Tristeza cesó su resistencia. No había conseguido evitar que él la tocara, y ahora, en cualquier momento, caería fulminado por el veneno de su piel. Una vez más, su maldición la condenaba a acabar con aquello que amaba, porque mientras le veía limpiar con celoso cuidado la herida, no le importaba reconocer que le amaba.

Tal vez fueran sus pensamientos, tal vez la cantidad de sangre perdida, pero Tristeza comenzó a notar como se le nublaba a vista y habría caído redonda al suelo si los brazos de su amado no lo hubieran impedido.

Lo siguiente que vio fue lo que todas las mañanas al amanecer contemplaba, el techo de su habitación desde la cama. A su lado, en una silla, una figura conocida la sonreía.
-¡Vaya, por fin te despiertas!, ¡buen sueñecito te has echado!.
-¡Estás vivo!- exclamó asombrada Tristeza- ¿cuánto tiempo ha pasado desde que..?
- ¡Vale, vale!- respondió con sorna el joven- ya veo que te alegras de verme, y si tanto te interesa, hace ya más de tres horas que te desmayaste.
Tristeza sabía que su veneno ya debería haber hecho efecto, así que sentándose sobre la cama le miró fijamente a la cara. Tan solo Soledad había demostrado ser inmune a ella. ¿Podría el joven tener algo que ver con su amiga?.
- Hasta ahora te he tratado como a un amigo-le dijo- e incluso puede que mi corazón se queje porque esta palabra sólo contenga un pálido reflejo de lo que siento por ti. Te impuse condiciones que aceptaste aún sin entenderlas, y cuando te pedí que no me preguntases mi nombre, y que tampoco me dijeses el tuyo, también me obedeciste. Pero ahora necesito saberlo, ¿cuál es tu nombre?

El joven a duras penas pudo contenerse al oír la soterrada declaración que en los últimos días él buscaba desesperadamente como hacer.
- Mi nombre me preguntas. Te lo diré, sólo te pido que no te rías pues algunos piensan que es más nombre de mujer que de hombre, aunque yo no esté de acuerdo. Mi nombre es Amor

Tristeza cubrió el rostro con sus manos. Sólo una cosa sabía de su madre, sólo una cosa su padre le había permitido conocer, su nombre, el mismo que acababa de oír. Amor. Contó a su amado la historia que hasta ahora había ocultado, le habló de sus quince años encerrada sin salir, de su amiga Soledad, del aciago día en que salió al bosque y sembró la muerte haya por donde pasó, de su padre, Desengaño, pero sobre todo de su maldición.
Amor, incrédulo ante la historia de la maldición, le pidió que le explicase cómo era posible que él siguiera vivo. Tristeza no pudo.
- Pero si quieres satisfacer tu incredulidad con la muerte ajena, salgamos y te lo demostraré- le dijo
Acercándose a una pequeña flor que había junto a la puerta la acarició.
-Espera un poco y verás- le volvió a decir.
Pero los minutos pasaban, y la pequeña flor seguía igual de radiante que al principio. Una hora necesitó Tristeza para convencerse de que la florecilla no moriría, al menos no de ese modo. Boquiabierta levantó su mirada hacia otras flores cercanas y esperó, y paseo su mano sana por casi todos los árboles que había alrededor de la cabaña, y esperó, pero no sucedió nada.
Corriendo se dirigió hacia Amor y sin detenerse al llegar a su altura se lanzó a sus brazos.
- Tu me has liberado- le susurró al oído- antes de que me tocaras te amaba y estaba maldita, ahora estoy libre y no puedo dejar de amarte- y separando su boca del oído de Amor la dirigió hacia sus labios.
Así fue como el roce de Amor, justo después del llanto, rompió la maldición que caía sobre Tristeza.
Aquella tarde la despedida de los enamorados duró más de lo habitual, con la esperanza de que el tiempo les otorgara el favor de hacer desaparecer las horas que debían permanecer separados, o que al menos las acelerara.

Cuando por la noche Soledad volvió a la cabaña, Tristeza le contó emocionada todo lo que había ocurrido, y de cómo por fin era libre de andar por donde quisiera. Los celos hablaron por boca de Soledad y provocaron tal pelea entre ambas que esta abandonó la casa en tanto Tristeza, al día siguiente, le pidió a Amor que la llevara con él, pues ya no había nada que la atara a aquel lugar.

Fue de este modo como Tristeza abandonó definitivamente el bosque, y cómo por fin, aún sin saberlo, conoció el pueblo de sus padres, y poco a poco, a toda la gente que allí habitaba. Y si algo asombraba a los vecinos, eran las incesantes ganas de hablar que siempre mostraba y la incontenible alegría que iba ofreciendo y compartiendo con todo aquel que disfrutase de su compañía. Fue allí también donde conoció la leyenda que circulaba en torno al bosque encantado, de donde ella procedía. Según esa leyenda el bosque estaba poseído por tres espíritus. Sombra, que si te atrapaba iba oscureciendo lentamente tu alma; Silencio, que obligaba a quién lo conocía a no decir palabra, y por tanto a encerrarse en sí mismo; y Soledad, el verdadero espíritu rey del bosque y más peligroso, pues no dejaba escapar a quién atrapaba.

Tristeza se guardó de revelar que conocía a los espíritus, y sobre todo de expresar su opinión sobre tal leyenda.

La fecha de la boda entre Amor y Tristeza quedó fijada, y ésta decidió cambiar su nombre por otro que siempre había deseado tener, cambió su nombre por el de Felicidad, y todo el pueblo estuvo de acuerdo en que este nombre le sentaba mucho mejor.


EPÍLOGO

Del mismo modo que las luces de los candiles iluminaban la noche en el pueblo y permitían a los vecinos reconocer el seguro camino a sus casas, los recuerdos de Tristeza eran para Soledad el único modo de aferrarse a una existencia que ya no deseaba. Agotada, se desterró en su propio bosque a un rincón casi inaccesible, donde magníficos árboles centenarios servían de guardianes a un lago de aguas cristalinas que se alimentaba de una pequeña cascada. Y allí permaneció.

Pero un cálido día de Junio, Soledad sintió de nuevo en el bosque una presencia conocida. Felicidad se internaba en él y caminando entre las sombras, la llamaba, la buscaba, en silencio. En un principio pensó en ignorarla, herida aún, pero el peso de los recuerdos fue más fuerte y finalmente decidió hacerla llegar hasta el destino de su destierro, donde se mostró. Las palabras de Felicidad, las disculpas, el llanto arrepentido, todo ello surgió atropelladamente y culminó en el abrazo de las dos amigas.
- Te echaba de menos- dijo Felicidad- pero ya no puedo vivir sólo contigo. Necesito verte, necesito estar contigo, pero también necesito a Amor, y necesito a todas las personas que he conocido en el pueblo. Necesito saber que si te busco puedo encontrarte, y que estarás aquí para mí.
Soledad deseaba poseer a Felicidad sólo para ella, para siempre, pero consciente de que con semejante pretensión la perdería, decidió proponer un trato a Felicidad.
-Puedes venir a verme cuando quieras. Sólo con atravesar el puente de piedra e invocarme, yo te traeré hasta aquí, y cuando desees marcharte, te conduciré de nuevo hasta la entrada el pueblo, si es eso lo que deseas. De ese modo estarás a salvo de los otros espíritus del bosque.
Se despidieron, aunque en esta ocasión sabiendo que volverían a verse muy pronto. Pero Felicidad comenzó a hablar en el pueblo de su amiga Soledad. Sus habitantes veían como entraba y salía del bosque sin que esto supusiera ningún peligro para ella, sin que sufriera daño. Aunque la mayoría lo atribuyó a que había nacido en el bosque, y por tanto los espíritus la respetaban, siguiendo los consejos de Felicidad, los más atrevidos empezaron a internarse en el bosque, invocando a Soledad, y cuando la descubrían en mitad del lago, se entregaban a ella a través de sus palabras, y sus pesares. Y sus pensamientos afloraban con una facilidad que hasta ese momento nunca habían encontrado, y cuando tras haber pasado un tiempo con ella se sentían purificados, Soledad los guiaba de nuevo al puente de piedra.

De este modo Felicidad consiguió que Soledad siempre estuviera acompañada, pues era en este su estado natural en el que mejor se sentía. Y a aquellos que con frecuencia buscaban a Soledad en el bosque se les comenzó a conocer por un nombre, un nombre que al principio denostaban, pero que con el tiempo fueron llevando con orgullo, pues amaban a aquella a quién visitaban. A aquellos buscadores de Soledad, se les llamó Solitarios.

Texto agregado el 02-11-2002, y leído por 926 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
22-04-2006 es precioso tu cuento.. lo has llevado verdaderamente bien jugando con los personajes. saludos KAReLI
13-01-2003 sin palabras... me he quedado sin palabras... realmente un cuento muy hermoso rnahimla
 
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