TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / marianito / Boleto para un paseo

[C:78706]

Boleto para un paseo

La historia comienza aquí, a un lado de la ancha ruta, sintiendo vagamente humedecerme la llovizna que desde esta mañana parece cubrirlo todo. El día gris con su frío polar y su llovizna incesante de tristeza, es apenas mi propia simetría, la sombra que se yergue burlona al compás de mi existencia. Así me veo, apenas la sombra de mi sombra, un borrón gris de nostalgia garabateado en el espacio por una mano misteriosa. Y ahora, espero ansioso con mis manos perdidas en los bolsillos de la campera, engañando al silencio con un juego de ruidosas monedas. La ruta, a lo largo, luce su flamante vestidura espejada, y las calles de tierra se revuelcan en el fango, y se divierten en grande empantanando los coches o impregnando los zapatos de los transeúntes que, obstinados, desafían los designios del temporal. Y yo espero, espero el bus de las cuatro mientras juego con las monedas en el bolsillo de la campera y siento vagamente humedecerme la frente, las frías gotas de esta triste llovizna. Espero el bus y los relatos que, en su interior, trae consigo cada tarde. Pronto llega rugiendo, se detiene y se alza frente a mí, descomunal, como una bestia de hierro surgida del asfalto. Subo y le canjeo mis monedas al chofer regordete y poco simpático por un boleto en el cual se inscribe en letras negras el destino de mi viaje. Me encaro con el pasillo y voy buscando la soledad de un rincón desocupado. Lo encuentro casi al final: el quinto asiento del lado de la ventanilla que da a la calle. Me siento allí, solo, y me fijo en los demás pasajeros que, con sus narices pegadas a las ventanillas, atisban de modo permanente el exterior. > me pregunto siempre, y siempre termino por hacer yo, lo mismo que ellos. Busco el rincón vacío, y evito mirar hacia el fondo, por no ver algún rostro conocido (a mi pesar), que pueda enturbiar con su presencia, la claridad de mis apacibles pensamientos. A veces caigo en el error, y al mirar descubro en el último asiento- también del lado de la ventanilla- la faz cómica y carnavalesca del Germán que carga- aunque sin saberlo- con la horrible culpa de mi condena sin fin. Es él, seguramente, el único culpable de que yo busque primero con la mirada, el lugar más alejado de todos, y ni por casualidad, una compañía grata para el ejercicio de la palabra, del afecto al prójimo o cualquier tipo de amistad. Él, viejo y conocido de todos, ostentando la seguridad del que nunca ha abandonado su lugar de origen; Yo, un ser nuevo y extraño, ajeno al grupo de estudiantes pueblerinos, arrastrando contra mi voluntad la humilde necesidad de encontrarle amparo y refugio a mi corazón que, desolado, hubo de abandonar, sin otra elección, una vida de intensos latidos y profundos sentires. Él, con la misma tranquilidad del que se sabe a salvo en su territorio, pronunció en mi contra, su cruel y hostil rechazo... y yo me quedé solo... me quedé solo entonces, para el trabajo de ciencias, y me quedé solo el resto de mi vida hasta hoy. Hoy subo al bus de las cuatro con los grilletes de la condena que vilmente él me infligió quitándome la respiración, y busco el sitio alejado, vacío, para no imaginar siquiera que alguien me dice a cambio de un “ buenas tardes”, un “ perdón, pero no lo conozco”.
Para cuando el fuego del rencor se apacigua, ya cruzamos veloces el puente que divide Mendiolaza de Villa Allende. Miro a través de la ventanilla empañada y me relajo un fugaz instante en la contemplación del bosquecillo de Eucaliptos, que guarda -según rumores- los más apasionantes misterios. Se disuelve la imagen tan pronto como la hemos dejado atrás. Bajo la vista y leo unas cuantas líneas del libro que tengo abierto en las manos. Una gramática latina, una extensa y apasionante novela, un apunte que pretende resumir en sí un manojo de amplias teorías literarias, una canción escrita por mí en preciosa letra cursiva... las cartas de amor que nadie me envió y que por ser tantas, a veces me resigno a dejarlas olvidadas en casa, que ya tengo suficiente con leer- además de la mía-, la historia de cada pasajero fiel al bus de las cuatro. Pareciera que exagero al decirlo, pero es la pura verdad. La Mónica Díaz, por ejemplo, símbolo de la belleza femenina, un encanto de mujer. Ella ocupa con frecuencia el primer asiento y, al subir yo, me recibe con la misma cálida sonrisa con que me acariciara más de una vez, al frente de sus clases de química, en un pasado no demasiado lejano. - Cómo le va- me dice y deja en suspenso la pluma con que corrige uno a uno, incansable, los exámenes acumulados en una inmensa parva sobre su falda. Respondo casi sin darme cuenta, evitando un ataque seductor (que yo mismo me invento) y me voy por el pasillo. Ella se baja más tarde en el Vogue, una parada de Arguello. Por allí cerca, en un colegio escondido, ella sigue dando sus clases y sonriendo- me gusta creerlo- con sutil gracia a sus alumnos, para atraparlos en la red de la admiración. Entre ellos-claro está-, habrá sin duda unos que irán más allá en el concepto de admirarla y se atreverán a juzgarse “enamorados de la profe”. Tal vez el dulce y delicado aroma de una rosa que decora sus escritorios, sigue perfumando como antaño los cursos que preside, esperando su llegada para manifestarle una evidente propuesta de amor que en muchos casos no pasará de ser anónima. Eso está escrito en las páginas de su libro. Así puedo leerlas una y otra vez en su ardiente y perspicaz mirada, en su galantería coqueta, en su personalidad no fingida... y mientras, dejo la suyas para seguir leyendo otras, muy lejos, solo...
Villa Allende ya va quedando atrás, sepultada por una vastedad de vertiginosos pensamientos que se precipitan sucesivos sin dar tregua a mi entendimiento que, ante la incomprensión de algunos, se decide por el olvido certero. Así, soy todo pensamiento. Pienso en la multitud de chiquillos que subieron en la parada anterior. Vuelven de la escuela y no cesan de hacer su estrepitoso bochinche rutinario, mostrando una suerte de libertad ganada con esfuerzo, sudor y lágrimas de estudio que por momentos se torna en burla, grosería y atropello. Pienso en esa linda muchacha que antes de sentarse, del otro lado del pasillo, justo en frente, me ha mirado con un sentimiento profundo. Entonces me estremezco de placer y me permito soñar que he sido yo, de nuevo, el intérprete elegido de un código indecente de romanticismo callado. Otra vez me estremezco, y otra vez sin darme cuenta, ya estoy leyendo una historia distinta, y he dejado libre la de la primorosa niña, para que pueda trazar en su continuidad, la victoria que hirió mi amor y lo rindió a sus pies. Ahora es el viejo que acaba de pagar el boleto. Se acerca a paso lento, buscando sus ojos cansados un lugar vacío (que no hay para él) donde reposar su cuerpo vencido por la edad que suele ser puntual cuando llega con el irremediable avance de los años. Pienso en él, sabiendo mi tristeza más triste al hacerlo. Ha pasado a mi lado, con las arrugas surcándole el rostro, despiadadas, con su andar cuidadoso, sin poder negar la vejez que ha carcomido un vigor muy suyo que, de joven no creyó que llegaría a perder, y no me he puesto de pie para serle amable. Ya es tarde cuando me arrepiento y quiero hacerlo. Y pienso... y cuando me sugiero la idea posible de esa realidad inevitable, como una enfermedad que no tiene cura, en el devenir de mi amado padre, me desprecio con toda mi alma y profiero una plegaria lacrimosa para bendecir al que me dio la vida, con la esperanza de ponerlo a cubierto de mi egoísmo inconsciente y pecador. Lo cierto es que ese tiempo a todos nos llega sin demora cuando es preciso, y nos apaga el brillo de los ojos... con su triunfo muchas veces se pierden las ilusiones, se desvanecen las fuerzas y se extingue la vida junto con el cuerpo. Para cuando dejo de pensar en la edad que un día, en el futuro incierto de mis horas- marcará también mi andar lento de viejo decrépito sin respeto alguno por mi frágil condición humana, ya se detiene el bus con un chirriar de frenos y de ruedas que muerden el pavimento. Si duermo, un sobresalto premonitorio me despierta. Si leo un libro, no puedo menos de levantar los ojos y estar atento al milagro. Y si, como ocurre a menudo, simplemente pienso, con la incontenible satisfacción que me produce el saber que, luego, existo, procuro persuadir a mi buen sentido del atractivo concepto que sube allí, en Albonetti, digno de los más interesantes análisis. Ella paga su boleto y se desliza por el pasillo después; Una hermosa visión angelical que trae al mundo del caos, un orden y una paz que consuelan a los que como yo, se precian de ser diferentes. Antes de que llegue a mí, que ocupo el cuarto o el quinto asiento (según la ocasión), me la describo lentamente comenzando por sus bellos ojos que guardan vanidosos para sí, el secreto de ser el cielo, tan solo su vulgar reflejo. En cuestión de ropas no acierto a ser ni buen crítico ni conocedor, pero mi gusto particular me dice-y le creo- que le sientan bien todas sus prendas, con sus colores y medidas. > pienso, y vengo aquí a discurrir con mi fantasma- si me he acordado de traerlo conmigo- que me propone la falsedad de no encontrar en ella nada de especial, alegando que la mujer (cualquiera de las portadoras de este sexo) es elegante por definición.
-Equivocado estás- le digo y defiendo con celo lo que a Melina, entre tantas otras, le pertenece en exclusividad.
- Nacer, nacer se nace bello o no. Elegante, en cambio, uno se vuelve o no con el transcurso de la vida misma. Uno adquiere la elegancia de las costumbres humanas y sociales que la transmiten de generación en generación, sumadas si tu quieres, a una voluntad individual que, por cierto, ya nos habla de una elegancia espiritual con la que sí se nace. Melina es elegante, y a mi ver no hemos de ignorar nosotros, que no se halla entre las demás viajantes, quién pueda comparársele, y si no aceptas las razones mías que han intentado demostrártelo con absoluta transparencia, ahí tienes para probarlo tú mismo, su mirar prudente, su caminar prolijo, su conversación mesurada y musical. Tienes en ella la plena consciencia de una virtud que posee y protege con sus maneras más refinadas: la virtud de ser una verdadera mujer.
Mi fantasma admite su derrota y sufre la humillación de la última palabra que no fue sino la mía, y se queda como dormido en un fastidio disimulado, al tiempo que me pongo de pie para cederle con gusto mi asiento a la elegancia en persona...
La historia termina al llegar a este punto, en el comienzo de nuestra interminable y emotiva charla (tal como solo dos estudiantes de lenguas podrían sostenerla), pues para cuando hayamos concluido, tiempo hará desde que el bus de las cuatro, nos haya dejado atrás con nuestros pensamientos, olvidados en la parada de nuestro destino...

Texto agregado el 10-01-2005, y leído por 127 visitantes. (0 votos)


Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]