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Después de muchos años, tal vez casi todos los que registra mi memoria, puedo mirarla a los ojos. Puedo sostener este encuentro, aparentemente silencioso y, sin embargo, tan lleno de palabras. Son celestes. Toda mi vida deseé tener ojos claros, pero nunca anhelé que fueran como los suyos, y es que en realidad no había reparado en ellos hasta este momento en que los tengo ahí, frente a mí. Ahora tiene cincuenta y cuatro, pero una vez fue joven y hermosa (claro que quienes dicen esto son ella misma y mi papá), una verdadera zabra, una auténtica mujer israelí: bella, ardiente, apasionada, impulsiva. Trato de encontrar alguna señal de la mujer que fue, de aquella joven enamorada que dejó su tierra para seguir a un hombre. Quiso el destino que este hombre finalmente fuera un día mi papá, un argentino que siendo aún un muchacho se enroló por propia voluntad en el ejército israelí; mi mamá formó parte del mismo ejército pero sus caminos recién se cruzaron cuando ella entró como maestra en el kibutz donde él residía. Ella dice que fue amor a primera vista, yo por lo que sé creo que mi mamá se quería enamorar y mi viejo poco sabía del amor y de las mujeres. Así se conocieron; él, tímido, callado, inexperto en el asunto de conquistar; ella, con la ventaja de estar en su propio país y de contar en su haber con un largo historial de amores y desamores. Todo empezó por un intercambio, en el cual la maestra le enseñaría hebreo al soldado, a cambio de que éste ordenara el cuarto de la maestra, que ya desde entonces se caracterizaba por ser poco amiga del orden y la limpieza. Por supuesto que toda la vida mi papá se quejaría de lo desordenada que es mi mamá, y ella lo criticaría a él por ser tan callado e introvertido. Lo que resultó de ese trueque fue que se casaron, y como a mi abuelo paterno le detectaron un cáncer terminal, tuvieron que viajar a la Argentina. La intención de los dos era volverse, pero por la fortuna, los planetas o lo que sea, nunca más regresaron a vivir a Israel, sólo fueron allí de visita, año tras año. Y sigo tratando de encontrar alguna señal de la mujer que fue, en ese rostro transfigurado y extraño, en esa mirada frágil e inerte. Tiene que haber algo, tal vez en sus manos, que todavía conserve aquella pasión. Tiene que haber alguien ahí dentro aún a quien tengo que conocer, alguien que seguramente tiene algo que decirme.
Le preparo un café con leche, en una taza grande, hasta arriba de todo, como sé que le gusta. Estamos solas en mi casa, unas pocas cosas indican que ella es mi mamá y yo su hija. Por ahí alguno que otro recuerdo, pero no muchos. Somos dos extrañas tratando de hacer de cuenta que no lo somos, ella hace lo que puede, y yo también. Le acerco el café y me sonríe. Me agradece unas cinco veces, y me dice lo rico que está como si le hubiese preparado un capuchino a la italiana. Está contenta, y no es por el café. Sé que para mi mamá, estar acá, entre mis cosas, es algo así como un milagro, un “regalo de Dios” ( y esas son sus palabras). Para mí es diferente, y es que sé que no fue simplemente Dios el que provocó que hoy estemos juntas, sino que soy consciente del esfuerzo que tuve que hacer para llamarla por teléfono y decirle que venga. Sé lo que me cuesta decirle “mamá” e igual se lo digo, tal vez así me convenza de que lo es. Y a ella quizás pueda regalarle, al menos por un instante, un estado parecido a la felicidad.
-- Mamá – le digo, mirándola a los ojos, que hasta recién parecían perdidos en algún lugar pasado o futuro.
-- Qué, mi amor – me contesta, como si no me hablara a mí, como si se dirigiera a la hija que mora en su fantasía. – Qué --, insiste.
-- Nada, qué bueno que viniste.
El departamento de un ambiente donde vivo está iluminado por una tenue luz blanca. Nadie podría dudar de que es una mujer la que vive acá, lo delatan las paredes y cortinas rosas, y también la alfombra beige, suave y mullida, que cubre todo el piso. Me mudé hace tres semanas, después de terminar una relación que duró casi seis años. A los diecisiete me fui a vivir con este novio, un poco por amor, otro tanto para irme de la casa de mis viejos. Cuando lo conocí, hacía un año que había muerto el padre. En mi caso, la que estaba casi muerta era yo, viviendo en una casa que odiaba y sobreviviendo a una familia donde nadie se llevaba bien con nadie. Supongo que creí que con mi amor podría curarlo, claro que la que en realidad necesitaba ser curada era yo, pero eso no lo sabía. En todos esos años, salvo alguna que otra vez, no la vi a mi mamá y ni siquiera hablamos por teléfono. El mundo se había transformado en un paraíso para mí, no necesariamente por él, sino porque ya no tenía que lidiar más con ella. Al final, ese noviazgo, que yo imaginé fantástico, terminó resultando un terrible fracaso. Y cuando me di cuenta y me quise ir, lo que juré que nunca iba a pasar, sucedió: la necesité a mi mamá. No para hablar o para que me aconsejara, ya que desde muy chica había renunciado a esa ilusión. Lo que necesitaba era pedirle el título de propiedad de la casa como garantía para poder alquilar este departamento. Fue un arduo trabajo el que tuve que llevar a cabo, pero el fin lo justificaba. Por eso no me importó tener que escuchar las mismas cosas que me llevaron a alejarme, y entendí que no me quedaba otra opción que reencontrarme cara a cara con una parte de mi vida que continuaba reclamando mi presencia. Y el contrato se firmó, y yo me mudé, y acá estamos las dos, tratando de reconstruir lo que no estoy segura que alguna vez haya existido.
Me siento en el piso, al lado del sillón donde mi mamá quedó instalada desde que llegó. Me pide que le cuente algo acerca de mi vida, pero no sé qué, y no porque no me pasen cosas, sino que no encuentro la manera de que entienda lo que le quiero decir. El problema de la comunicación fue un tema crucial entre nosotras; el que mi mamá nunca haya querido estudiar castellano ni haya hecho verdaderos esfuerzos en adaptarse a este país, me alejó insondablemente de su lado. La odié por eso, la desprecié y la rechacé con todas mis fuerzas; con la misma fuerza con la que en algún momento debí amarla y necesitarla. Me vuelve a pedir que le cuente algo, lo que sea me dice, como quien pide una limosna, entonces le digo que estoy bien. ¿El trabajo?, bien, ¿con la plata?, me arreglo, ¿el departamento?, me encanta. Estoy feliz mamá, mejor contáme algo vos. Entonces me dice que no puede creer estar acá, que para ella es como haber vuelto a nacer, como si esta vez yo le hubiera dado la vida a ella.
-- Te quiero tanto - me dice.
-- Yo también, mamá.
-- ¿De verdad?.
-- Si no fuera verdad sabés que no te lo diría.
Corro el vidrio de la única ventana que tiene el departamento para que circule un poco de aire nuevo. Sé que la próxima pregunta es si ya conocí a alguien, y no tengo ganas de mentir diciéndole que no, pero tampoco quiero explicarle el significado de un sí, por eso opto por cambiar el rumbo de la conversación y le pido que me cuente cómo fue su día. Acomoda su cuerpo diminuto en el sillón, y sin soltar la cartera empieza a contarme lo que hizo desde el segundo mismo en que abrió los ojos. Cuando mi mamá habla, yo tengo dos posibilidades, o dirijo toda mi atención a tratar de descifrar lo que quiere decir, con la esperanza de que en algún momento todo ese infinito número de palabras confusas, mal pronunciadas, adquieran algún tipo de significado, o hago de cuenta que la escucho pero en realidad pienso en otra cosa. Hace algunos años, cuando todavía conservaba la esperanza de que ella se convirtiera de una vez por todas en la madre que mis amigas tenían y yo envidiaba, elegía la primera opción. Pero cuando descubrí que cualquier cosa que ella dijera sólo contribuía a aumentar mi menosprecio y me cansé de la mezcolanza entre castellano y hebreo, comencé a implementar el segundo de los caminos, no escucharla. Precisamente lo que estoy haciendo ahora. Prefiero usar este tiempo en que la tengo acá para insistir en la búsqueda del tesoro perdido.
No puedo evitar mirar sus zapatos. Está a punto de dibujárseme una sonrisa, pero me contengo y me tapo la boca con la mano, no quiero que piense que no sigo atentamente su relato. En realidad, dudo que le importe, una vez que empieza a hablar no para y si yo estoy interesada o no, da lo mismo. Así que retiro la mano, vuelvo a mirar los zapatos y sonrío abiertamente. Son negros, enormes, con una plataforma de unos cinco centímetros. En la punta tienen una abertura y alcanzo a ver que las uñas están pintadas de rojo. El pie, blanco, pequeño, parece el de una nena que juega a ser grande. Así como yo siempre ansié tener ojos claros, mi mamá quiso ser alta. Pero cuando uno es petiso, no hay vuelta que darle, para mí eso no se arregla. Miro a los costados del sillón y me encuentro con las infaltables bolsas, una de cada lado, llenas de papeles, cartulinas de colores, útiles del colegio. Siempre anda cargada de cosas y no puedo creer que siga usando esas bolsas rotosas; tomo aire y lo exhalo despacio para limpiar la bronca que me da que mi mamá use la plata para comprarse cientos de cosas que no necesita, y después vaya así por la vida. Creo que es una de las pocas maestras en la Argentina que gana buena plata; debe ser porque los que le pagan no son argentinos. Trabaja de morá en una escuela israelí, pero de donde obtiene más dinero es de las clases particulares que les da a los hijos de los diplomáticos israelíes. Mi mirada inquisidora la sigue recorriendo, y la ira se reaviva al llegar a la pollera, no por la pollera, sino que como tiene las piernas cruzadas, la de arriba queda apenas descubierta y puedo ver que las medias de nylon que tiene puestas están corridas. Hace años que las usa así, y lo irónico es que mi papá tiene una lencería. El sweater, negro como la pollera, está desgastado, no puedo dejar de ver las pelotitas de lana mientras vuelvo a respirar y recupero la calma. La necesito porque llego a la parte de su cuerpo que en un momento decidí olvidar. Su rostro. Cómo describirlo. Es raro, lo cual para algunos puede ser un elogio, pero me temo que en este caso no lo sea. Primero observo su pelo rubio platinado, originalmente castaño y brilloso, ahora seco y pajizo. Lo veo caer exánime sobre sus hombros agotados, envolviendo una cara que no reconozco, que me produce un malestar justo en el centro del pecho, una sensación de vacío que me obliga a bajar la vista, y es que no soporto la imagen que me devuelve. Quizás ese rostro me recuerde mi propio dolor, el que siento desde que era una nena y que aún hoy circula por todo mi cuerpo sin estacionarse en ningún lado. No importa, levanto la mirada y agudizo la vista con el propósito de traspasar ese cielo celeste que sin querer deja caer dos gotas pesadas y antiguas sobre un suelo reseco y arenoso. Y vuelvo a repasar el contorno y la superficie de su cara tratando de encontrar algún rastro de aquella mujer que quizás, alguna vez, me acunó entre sus brazos y con una sola de sus sonrisas calmó mi llanto. Es inútil, lo único que alcanzo a distinguir cuando la miro es mi propio sufrimiento e, inevitablemente, la angustia una vez más, como una ladrona, se lleva consigo todo este encuentro. En el silencio sus ojos tristes buscan entenderme, como siempre, no entienden nada. Mi mamá se pone de pie, saca de la cartera un poco de papel higiénico y se suena la nariz, junta las bolsas y me pide que la acompañe abajo a abrirle la puerta. Me abraza, me dice lo bien que está y se va caminando, revoleando las bolsas como Carlitos Chaplin lo hacía con su bastón. Mientras espero el ascensor, me río y lloro, como en las películas.

Texto agregado el 04-11-2002, y leído por 439 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
09-07-2005 NO ME AGRADO MUY HEBRAICO SERYUS
 
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