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DE MISAHUALLÍ AL COCA, POR EL RÍO NAPO


Empiezo a escribir cuando han transcurrido unos treinta minutos de viaje, de lo que para mi es la primera experiencia en un viaje fluvial por el Oriente. Emocionado como estoy me dan ganas de cantar, y lo primero que fluye a mi mente es “Manifiesto” de Víctor Jara, que ya me ha estado rondando por la cabeza en estos días.

Recuerdo a mi compañera y pienso en lo hermoso que sería compartir este viaje juntos, desde Misahuallí hasta el Coca, conociendo árboles tal señoriales como el “Sabona”; y me acuerdo también de mi tío Pepe, el geógrafo, quien hace meses me dijo:

—Cabezón, lleva un cuaderno y escribe cuando viajes—

Realmente es una experiencia magnífica y eso que estamos en los inicios del río Napo, cuando en su parte más ancha, debe medir, a lo sumo, ciento veinte metros, luego de haberse juntado con el río Misahuallí, y alimentado poco antes en su margen derecha por el Anzu, que viene de Santa Clara, justo allí donde zarpamos.

En algunas partes se observa sobre la superficie pequeños grumos de espuma, que indican contaminación orgánica, felizmente biodegradable, pero que da la voz de alerta sobre la presencia nociva de la “civilización”. Algo más tarde, pasando por Campanacocha, pregunto el nombre de un árbol muy bonito y que tiene en su tronco las mismas manchas multicolores que los Guarumos –celestes, cremas, ladrillos y grises, todos de varios tonos– y que a mi me parecen el resultado de algunos hongos, pero también pueden ser consecuencia de la contaminación. Se trata del árbol de “Hila”, me dice Patricio Nicodemo Aguinda, el timonel de la panga metálica sobre la que nos desplazamos. Mirando al frente, en el horizonte, entre las nubes se vislumbra la cordillera Napo-Galeras, cual lomo de una iguana colosal.

¡Flaca linda, porqué no estás aquí¡ – pienso en voz alta mientras mi cabeza se mueve a cada lado, para no perderme el espectáculo de la selva, que agrede mis ojos con su verdor.

La verdad, es que la sensación interna de escribir cuando se viaja es realmente satisfactoria. Reafirmo lo que ya he sentido en mis otros viajes por el país: que la fotografía y la filmación, si bien dejan gratos recuerdos, reflejan de forma incompleta las emociones del viaje.

En la margen izquierda, antes de llegar a Santa Rosa, vemos un par de nativos con una batea, probablemente lavando oro. Me dice Nancy López, la contadora de ORI de Napo que nos acompaña, que una compañía minera busca la concesión del río, desde Tena hasta el Coca, para explotar el oro que su caudal fecundo lleva, lo cual acarrearía la contaminación de la zona, tanto del río, como sus riberas.

Pregunto por otro árbol cuyo tronco, indistintamente, se vuelve verde, rojo o café, siguiendo quien sabe, que misteriosos designios de la madre tierra; y Nicodemo me dice que es el “Chuco”. Cuando llevamos una hora de viaje, el río ya va por los ciento diez metros como ancho común y llegando a Santa Rosa, el último pueblo al que se puede llegar por tierra, empiezo a ver Ceibos, más cargados de ramas y hojas que su pariente de la Costa y de un tronco de color verde más intenso, también. Nos sorprende una canoa más veloz, que nos rebasa y se coloca inmediatamente delante nuestro, como si estuviéramos en una carretera, pero sólo por unos instantes, pues nos deja atrás rápidamente.

Nicodemo Aguinda es kichwa y tiene ya quince años rompiendo las pequeñas olas del Napo. Vive en Tena y a sus cuarenta años conoce cada recodo del trayecto y cada bajo del curso del río y mientras me lo cuenta, la Napo-Galeras nos mira desde nuestra izquierda, con algunas nubes todavía y sin dejar de parecer el lomo de una iguana.

Debo confesar, que además de las palabras de mi tío Pepe, la lectura de dos o tres páginas de “El libro de los abrazos” de Eduardo Galeano, me ha motivado a escribir. El libro, lo lleva Vicente Guijarro, mi colega y compañero de viaje, quien me ha permitido dar una ojeada en corto, para reírme con algunas sabrosas anécdotas que el maestro allí cuenta. Viene también a mi memoria, haber leído un poema de mi tío Horacio, a un río de Brasil, cuyo nombre se me escapa, y me pregunto qué bella inspiración le proporcionaría este viaje.

Nicodemo ha dejado el motor y se ha pasado a la proa y con una pierna a cada lado de ella, parece jinete de un caballo sin cabeza, desde donde yo lo veo. Mientras, quien gobierna el motor, es Flavio Aguinda, el hijo de Nicodemo, de dieciséis años y lo hace, con una cara de experto que me deja muy tranquilo, una vez que su estilo de conducción no difiere del de su padre, a quien observa, para seguir sus ademanes. Voy a mitad de la canoa, de unos doce metros de longitud y detrás mío, Vicente y Nancy, parlotean como comadres.

Recién pasado “Palmeras”, empiezo a percibir aroma de brea mezclada con sal, lo que me trae recuerdos de mis vacaciones infantiles en la playa de Tarqui: recuerdos que se van cuando pienso que es muy raro, ya que aquí no hay salinidad y me disipo, encendiendo un “Full”, “rompepecho”, que realmente disfruto.

Una hora y cuarenta y cinco minutos después de zarpar, llegamos a San Alberto, pueblo kichwa, de gente muy alegre, donde, según nos dicen, las mujeres están “viudas” ya que sus hombres han ido a trabajar hasta la compañía de exploración petrolera que anda por la zona, y no volverán hasta el jueves, siendo que hoy es domingo. Entre risas y uno que otro arrumaco, puestas a escoger, las féminas eligen a Vicente para solucionar dicha viudez, quien a pesar de nuestra promesa de recogerlo luego de siete días, declina el ofrecimiento. Ellas, para por lo menos dar algo, le ofrecen a Verónica, aborigen de catorce años y aún virgen, para que se la traiga, pero el “Vicentico”, con varias chiripiolcas de por medio, vuelve a declinar el ofrecimiento. Salimos de tan alegre comunidad y enfilamos a Cruz Chicta, con Nicodemo preocupado, porque es prohibido para los motoristas llegar al Coca después de las 18:00 h, so pena de pasar la noche en un calabozo de la armada, en dicho puerto. La orden impartida a Flavio es ir a toda marcha, y el muchacho demuestra todo lo que sabe; así es que las aguas del Napo, adquieren más velocidad a nuestro lado, mientras la canoa serpentea con ansias de muelle

Veinte minutos más tarde y bajo un sol de pretensiones playeras, pasamos junto a “Montaña”, pueblo donde está el hotel Yanchana Lodge y que según Nancy, es muy bonito. Inmediatamente, divisamos al Hospital Flotante Samarina, en la margen derecha, auspiciado por UNICEF y el Ministerio de Salud Pública del Ecuador, y que ya tiene cinco años por estos lares. Me pregunto porqué no he hecho esto antes: y me respondo que es imposible escribir en el asiento posterior de un Vitara o un Trooper, cuando se viaja por los caminos rurales de nuestro país. No sería capaz de completar una palabra que se entienda. El duro asiento de la pequeña banca de madera de la canoa, empieza a hacer mella en mis posaderas y decido que es momento de realizar la arriesgada maniobra de levantarme y después de conseguirlo, permanezco de pié por alrededor de quince minutos. Aunque no lo he mencionado, desde antes de zarpar –conociendo lo largo del viaje– he llevado a mi mamá en la mente, recordando su ilusión de hacer alguna vez, un largo viaje en crucero.

—Bernardo está maravillado— escucho a mis espaldas decir a Nancy, mientras me digo que tengo los ojos felizmente intoxicados de selva y de río.

Llegamos a Cruz Chicta donde, luchando contra el tiempo, permanecemos veinticinco minutos, mientras Nicodemo se angustia por una posible noche en “cana” y, desde el firmamento, el sol abrasa. Al zarpar, en lontananza, negros nubarrones, como para preocuparnos, parecen esperarnos sin mucha cautela y unas gotitas de agua se estrellan contra el acrílico de mis lentes. Me pregunto si mi china linda no estuviera ya algo nerviosa, de encontrarse en estas circunstancias y teniendo sesenta minutos por delante hasta Huino, la próxima parada, y con el Napo ya por los doscientos metros de ancho.

La amenaza de lluvia se disipa rápidamente y al preguntar por la frontera entre las provincias de Napo y Orellana, Nicodemo, aún a lomo de su caballo sin cabeza, me cuenta que es justo antes de Puerto Murialdo y hasta que llegamos, enciendo otro “rompepecho”, para vacilar más en “chévere”, este “patín de expedicionario”. Al pasar por dicho puerto, desde donde también se puede ir al Coca por vía terrestre, vemos un par de camiones que, cual hipopótamos, descansan a la orilla del río.

Al rato, Nicodemo ordena a Flavio levantar el motor y poner neutro, ya que estamos atravesando un bajo, lo cual felizmente conseguimos cuando mi rejoj marca las 15:45 h; y arriba, el sol no parece entender que de verdad quema. Flavio se “pone pilas” y con la complicidad de la canoa, cortamos raudos el espejo de agua, rumbo a Huino, y Nicodemo, aún de jinete, parece querer llegar de primero al Coca, por si la hora rozara las dieciocho, y una celda tuviera una reservación con su nombre, en los calabozos de la Armada. Ahora, mucho más lejos, pero siempre en nuestro horizonte, las nubes de cúmulos, semejan una estantería de algodones gigantes, cual hisopos planetarios. Siento ya el guru-guru de mi estómago, recordándome la ausencia del almuerzo, que lamentablemente durará hasta el destino final.

Un poco antes de Huino, los grumos de espuma son más numerosos y frecuentes y en la orilla, observamos unos árboles que ofrecen algunas hojas, de un rojo que ofende la vista. En un recodo, nos vamos por un brazo del río, para llegar al tan mentado Huino, mientras el sol sigue consumiendo su caldero. Saliendo de allí, Nicodemo se detiene donde un primo suyo, que nos brinda choclos tiernos –que nos saben a gloria– , papas de la zona y un poquillo de sal. Ahora, el sol se ha cuadrado a mi izquierda, como avisando que se va y yo deduzco sin mucho esfuerzo, que nuestro curso va hacia el norte, donde ya no se ve una sola nube.

Nicodemo, monta una vez más su descabezado corcel y nosotros, con el hambre medio aplacado, tenemos un solo destino: el Coca, donde llegaremos en esta bendita canoa de la Dirección Bilingüe del Ministerio de Educación, filial Napo, luego de setenta kilómetros, desde Misahuallí, impulsados por la voluntad de cumplir con nuestro deber, un motor de cincuenta y cinco caballos y un timonel, con todas las ganas de pasar libre la noche, allá, en Francisco de Orellana, más conocido como el Coca...


Bernardo Romero Hidrovo

Julio 15 de 2001

Texto agregado el 14-07-2003, y leído por 569 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-07-2003 Estimado, leerle es haber estado. Es recorrer a su lado. Es lo primero suyo que leo, pero no me detendré. Ha sido una fiesta para la neurona, un gozo para el espíritu, y una provocación ala duda: Victor es uno de mis preferidos, pero me deja ponerle una de Nicomedes Santa Cruz. Un beso y un abrazo...Gracias por compartirle hache
 
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