Cuando regresé, Marina ya se había acostado. La encontré en su cama, con el camisón de seda rojo, que envolvía sus sueños. Me senté a la par, contemplando su belleza tendida, que enardecía mis instintos más primarios. Ella no se percató de mi presencia, o no quiso hacerlo, mientras mis ojos se perdían bajo la falda. Con un dedo recorrí sus piernas, bajo un escalofrío silencioso, que no fue correspondido; a la vez que mi boca se perdió, sobre la curva de sus pechos. Marina no dijo palabra, dejó que mi deseo la abrazara en infinitas posiciones, como a una muñeca sin vida, que no pide nada. Después del monólogo sexual, me recosté sobre la almohada, en un acto de meditación, que navegó bajo el humo. Los interrogantes no tenían respuesta, y aunque me basaba en conjeturas, creía que ya no me amaba. La ducha suavizó mi rostro, para entregarlo al sueño; ella seguía allí, en el anonimato de la cama expuesta a mis sentidos. Tuve el mismo deseo de poseerla; los botones se perdían bajo la espesura de su talle, que mis manos apuraban; y la hice mía nuevamente sin su asentimiento, que había caído bajo mi voluntad. El resto sucedió casi igual; un cigarrillo; la ducha; el sueño.
La mañana nos despertó, como dos cuerpos enredados bajo las sábanas. Ella, con el llanto congelado sobre sus mejillas; yo, asustado de amar y no ser correspondido.
En la pared, el mensaje brillaba, bajo el rojo de sus letras: “ Por siempre juntos, Manuel ”.
Ana.
|