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Volvió a ocurrir y nuevamente fue al caminar mirando vidrieras. Antes tenía que tomarme el trabajo de ir en el auto hasta las zonas marginales, circular por el barro, arruinar algún par de zapatos y mirar la cara, entre resignada y entregada, de los padres. En cambio ahora con sólo salir de mi casa y caminar las cinco calles que me separan del centro comercial es suficiente.
La pobreza se está colando por entre las rendijas de nuestra vida como un mal olor. Ya no es un flash en el noticioso ni una campaña en la parroquia del barrio, ahora está a la vista de todos nosotros. Y peor aún, ahora nos obliga a arrugar la nariz cuando la tenemos cerca, porque la miseria tiene un olor particular. Olor a tierra apisonada, a pozo ciego, a cama húmeda, a guiso repetido, cóctel particular de aromas que sumados, la “gente de bien” inmediatamente reconoce e instintivamente rechaza.
Esta vez fue un encuentro delicioso. Ojitos tristes, redondos y negros, pestañas pobladas, oscuras como velos de viudas españolas. Ojitos jóvenes pero cargados de cansancio. Tan poca vida hace falta para sentir ese abandono y ese frío en el pecho. Miraba desde abajo, en parte por su estatura y en parte por esa costumbre casi de animalito inocente de nunca mirar directamente. Su mano extendida formaba un huequito como para recibir semillas.
La llevé a un bar en la esquina, pagué un café con leche y medialunas. Tenía las mejillas exquisitamente sonrosadas, quizás por el pudor que le daba verse expuesta a las miradas curiosas de las otras mesas. Hablamos un poco, no demasiado. Yo porque prefiero no tomarles demasiado cariño a estos bocados de ángel y ella porque no podía hablar con la boca llena de comida. Después de eso le ofrecí que fuéramos a casa donde tendría ropa de abrigo y algo más de alimento.
Una vez en casa, hice que la niña se desnudara y la bañé con agua tibia en la que había sumergido hojas de salvia, lavanda y romero. Mientras la lavaba palpé sus costados y pude contar las costillas frágiles como un xilofón, sus piernas eran torneadas y cortas, tenía unos bracitos que más parecían escarbadientes. Aromatizada y suave la vestí con ropa limpia y quemé en el fogón los jirones con los que la encontré cubierta. Le dije que le hacía falta llenar ese cuerpito con alimentos sustanciosos, así que abrí la heladera y dispuse frente a ella un buffet digno de un Majará. Ella comió, mejor dicho, devoró la comida espiándome de costado, como si no pudiera creerse tanta generosidad.
No puedo negarlo, soy una excelente repostera y mis dulces, tortas y bombones les encantan a los niños. Además, cuido el detalle de las presentaciones. Sé muy bien (la experiencia de años me lo enseñó) que por muy buen sabor que tenga un postre si no impacta visualmente será totalmente despreciado. Y esta también fue la razón por la cual empecé a cuidar mi higiene, mi piel, mi cabello. Hasta me llevó a practicarme la tan temida operación estética que eliminó el puente sobresaliente de mi nariz, otorgándole a mi rostro una expresión rayana en la bondad que los niños aceptan de buen grado. Es esa combinación entre mi nuevo exterior y mis suculentos dulces la que me permite sobrevivir en ésta época de cinismo e incredulidad.
Por supuesto la alojé en el cuarto especial que tenía dispuesto para estos menesteres. Día a día la alimentaba con almuerzos y cenas plenos de calorías, desayunaba en la cama y hacía que merendara sentada frente al televisor. Pastel de carne, pollo asado, rissotto de verduras, torta de chocolate, pastafrola, bombones de fruta, manazanas en camisa, mil hojas con dulce de leche, alfajores de maicena, pizza, ñoquis, tallarines al filetto, hamburguesas caseras, potaje de lentejas, leche con cacao, helados granizados, papas fritas y milanesas, pascualina de zapallitos, calabacines rellenos, batatas caramelizadas, y un inmenso etcétera.
Los últimos días preguntaba por qué no la dejaba salir a jugar a la plaza, o por qué prefería quedarme jugando a las cartas con ella antes de salir a caminar. También preguntaba por qué insistía en medirla y pesarla todas las mañanas al levantarse y a la noche antes de acostarse. Preguntaba para qué servían esos aceites de hierbas aromáticas con que le frotaba la piel. Preguntaba muchas cosas, incluso llegó a cuestionar con una perla de miedo por qué yo nunca compartía los alimentos con ella.
Tardé 6 días en lograr el tamaño justo para el banquete. Y fue, tal como presagié al verla en la calle, un sabroso y delicado manjar.
Mientras me embeleso y me embriago de sabores y aromas como buen gourmand, reflexiono un instante acerca de mi pasado. Si no hubiera sido por ese par de pillos hermanos, que me forzaron a cambiar de estrategia y a mudarme de continente, todavía estaría escondida en un bosque perdido en Europa, en mi cabaña de mazapán a la espera de niños rebeldes y perdidos. En cambio ahora, soy una señora bella y digna, que muchos suponen benefactora de la infancia marginada, con una sólida y coqueta casa en una ciudad llena de distracciones.
Tomando la copa de Cabernet y la levanto a manera de brindis y digo: “a su salud, Hansel y Gretel”


Noviembre 2002

Texto agregado el 07-11-2002, y leído por 724 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
08-11-2002 Extraño, muy extraño tu cuento, no dejo de consierarlo excelente, pero me provocó muchas sensaciones... empezaste con algo mostrado sensiblemente, como en la mitad me di cuenta que no me dejara arrastrar porque sufriría con el final... pero bueno... Giovanni
07-11-2002 ¿Una bruja con capacidad de adaptación?. ¡Estamos perdidos!. Me gustó mucho. carlos
07-11-2002 Jajajajaja, sos de lo peor jajajaa, ta bueno, beso, Ana. AnaCecilia
07-11-2002 Ja, ja, ja, a tu salud, excelente!, que viva las reposteria ELKIN
 
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