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Maldiciendo a uno de esos seres mitológicos que se consideran buenos, levanta su cabeza entre sollozos y lagrimas alzando su puño hacia el firmamento:
-¿Por qué cupido? ¿Por qué dejas tu trabajo a medias? ¿Por qué solo se enamora una de las partes?
Harto de no recibir respuesta alguna se levanta de la fría arena y coge una piedra y la lanza con todas sus fuerzas al rugiente mar que le reprocha el daño producido. Sigue de pie, inmóvil, tenso. La ira recorre ahora el cuerpo que anteriormente estaba plagado de amor. El cielo que acompañaba su estado de ánimo, pronto se une a su berrinche, y llora tan intensamente como él. Él sigue quieto, sin pestañear siquiera. Poco a poco sus ropas se van impregnando de ese liquido que cae del cielo incesablemente. Por fin se mueve. Avanza cabizbajo. Se dirige a una de esas antiguas construcciones de madera que se adentran en el peligroso mar como desafiándolo. Al borde de éste abra su chaqueta y saca con indiferencia aquello que con tanto cuidado había comprado para su amada y con el brazo extendido, lo deja caer para alimentar al mar. Ya nada es importante, se plantea incluso si incluso él es importante. Solo piensa en ella. Y si para ella él no es nada, para nadie lo es. Piensa que ese aperitivo que el mar a recibido de él es poco y se mira calibrándose. Pero es incapaz de dar el paso que le queda para sobrepasar el limite del muelle. Se vuelve y una ola de descomunal tamaño termina por empaparle. La fuerza a sido tal que se encuentra de rodillas en el suelo y cuando se levanta y la espuma desaparece puede ver algo que le resulta familiar: una rosa, la rosa que él había tirado al mar sin ilusión alguna. Se desplaza para recogerla . Se agacha. Con ternura la recoge. Unas pequeñas gotas de agua salada se han quedado en los delicados pétalos. Mira al frente y aún le parece más extraño lo que ve. A lo lejos ve la silueta con la que tantas veces a soñado, con la que tantas veces a querido perderse en el mundo, con la que tantas veces habría tenido las fuerzas para dar ese paso que antes no dio. Era ella. Esta escampando poco a poco mientras el acercamiento es mayor. Un claro se abre de esas nubes que ya no están tristes. Los rayos del astro rey iluminan por completo la escena que parece sacada de la más bella de las novelas de amor. El abrazo es interminable. Pese a que las lagrimas siguen patentes en su rostro, esta vez son distintas, no son de tristeza ni de ira, sino de amor y alegría. De su boca intentan salir unas palabras pero no logran consumarse ya que ella se abalanza sobre él y sella su boca con sus labios. La tormenta pasajera a emigrado a otro destino y de la mano con la rosa en sus entrecruzados dedos, los dos enamorados abandonan aquel viejo muelle. Pero antes de dejarlo del todo, él se gira y con una sonrisa y el patente paso de su particular tormenta en su rostro dirige una palabra a ese que a sido su cómplice: gracias.

Texto agregado el 26-01-2005, y leído por 89 visitantes. (0 votos)


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