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Córdoba en otoño.

Era una tarde maravillosa y el otoño apenas estaba comenzando. Sentada en un banco de una plaza miraba su alegre bullicio y lentamente empecé soñar.
Los árboles presintiendo el invierno se dedicaban a toda prisa a pintar su follaje con los matices del sol para recordarlo durante el largo invierno. De vez en cuando el pícaro viento desprendía alguna hoja y en un elegante vuelo la deposito sobre el césped aún verde.
Algunos pájarillos picoteaban las semillas traídas por el viento y más allá una reunión de palomas parlanchinas esperan ansiosas a su benefactor. Siempre llegaba a la misma hora trayendo sus bolsillos llenos de sabrosos granos. En un santiamén estaba rodeado por ellas y otras aves partícipes de tal festín.
¿Pero quién era ese personaje? Lo he visto en varias ocasiones, nunca fallaba. Posiblemente un jubilado, su edad así lo indicaba, amante de las palomas, tal vez tenía en su casa un palomar y sus palomas compartían con las ajenas los sabrosos granos. Se quedaba un rato largo, parecía que dialogaba con ellas y luego como había venido se iba...
El tibio sol otoñal apenas calentaba un poco. De repente hicieron su aparición varios niños pequeñines corriendo alegremente por los senderos acompañados por su maestra. Ella, joven aún, casi una niña, levantaba las hojas caídas para luego hacérselas dibujar en la clase.
Pasaron...Pero la plaza no quedó vacía. Un par de enamorados a escondidas se robaban un beso y alumnos de una escuela cercana cruzaban por la plaza.
Aparecieron unos viejitos, él cargando un bolso pesado y ella orgullosa caminando a su lado.
Lentamente el sol sequío su viaje y se perdió detrás del horizonte y comenzó el frío.
Las personas ya no cruzaban la plaza, los pájaros buscaban sus nidos y todo quedó sumergido en la penumbra de la noche que a grandes pasos hacía su entrada.
Desde una cercana iglesia se oía el tañer de las campanas llamando a misa.
La plaza quedó en silencio.
La naturaleza se disponía a pasar otra noche más. Las hojas de los árboles ahora caían con más frecuencia depositándose sobre el césped. Tal vez querían formar un mullido lecho para un eventual huésped perdido y sin un rumbo fijo el cual tantas otras veces pernoctaba allí.
Ahora sí, decidí a marcharme. Miré alrededor pero la oscuridad ya cubría todo con su manto. Desde lejos se oía un maullido de un gato enamorado llamando a su compañera.
Los perros vagabundos recorrían los cestos de los desperdicios en busca de algo comestible dejado antes por los niños.
Todo quedó en un profundo silencio y los árboles tal vez añoraban ya un nuevo amanecer.

Texto agregado el 26-01-2005, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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