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SOLEDAD.
“Como me duele Amita, como me duele”, repetía quejosa e incesantemente, como una letanía, desgonzada al pie de la cama, mientras delicadamente la anciana le untaba un menjurje preparado por ella misma y la refrescaba con su viejo abanico de hoja de palma trenzada.
La indignación le impedía razonar, le cortaba la respiración. Hubiera sido capaz de matarlos si los tuviera ante si en ese momento; no creía posible que tanta maldad se hubiera ensañado con su angelito.
La había visto nacer fruto de un matrimonio lleno de desavenencias y desde muy niña se la entregaron para que se hiciera cargo de su crianza. Había llegado a quererla tanto como lo habría hecho con la hija que nunca tuvo.
Quizás le había faltado mas decisión, mas fuerza en su negativa, cuando le pidió que no saliera esa tarde, que se quedara en casa, pero como iba a imaginarse lo ocurrido; nunca los habían tratado, los habían visto pero de lejos, cada cual dentro de su esfera, de su posición; pero la tarde anterior se le pasearon altaneros frente a la casa principal y seguramente se sintió atraída por su habitual desfachatez, por sus, aunque raídas, coloridas vestimentas, por la independencia de que hacían gala y que ella nunca había tenido, por todo lo que representaba no tener, pero tampoco necesitar mucho. Armaron una fanfarria y se la instalaron debajo del balcón de la casona hasta bien entrada la noche, bailaron, bebieron, cantaron, logrando excitar y perturbar su interior; pasó la noche inquieta y sin poder dormir, la anciana la sintió revolverse entre las sábana hasta casi la madrugada; en la mañana era otra, se levantó ojerosa y extraña; situada en el balcón, agitada e inquieta, oteaba las lejanías sin atender ruegos ni consejos, y en la tarde, no valieron gritos ni amenazas, partió sin dirección definida, adentrándose en un mundo totalmente desconocido para ella.
Cómo hacerle entender que ella no era como ni para ellos, que era diferente, que había miles de circunstancias y antecedentes de todo tipo que los situaban en instancias diferentes. Cómo explicarle que esa situación, que se había mantenido durante generaciones, había alimentado un monstruoso resentimiento; pero ese verano ya no era la misma, la diferencia no sólo era física, ya no la atendía con la docilidad de otras épocas; en ocasiones la encontraba ensimismada como si transcurriera en una vida paralela de la cual ella no formaba parte.
Había regresado al caer la tarde, derrengada, agotada, casi totalmente cubierta de barro y con el fino vestido rasgado en muchas de sus partes. Los otrora pálidos cachetes, enrojecidos por los golpes y la sofocación y los enmarañados cabellos llenos de tierra y adheridos a su frente por el sudor. Tenía la mirada extraviada y el corazón saliéndosele por la boca, aturdida por el castigo recibido. Las delicadas sandalias que calzaba al salir de casa, quien sabe en que hondonada habían quedado abandonadas.
La vio regresar desde lejos, donde apenas se enderezaba el recodo del camino que conducía a la entrada principal de la hacienda, corriendo despavorida, como si estuviese perseguida por mil demonios, como un animalito silvestre que de improviso se hubiese encontrado sin protección a campo descubierto; solo cuando se sintió abrazada por ella comenzaron a calmársele los acelerados latidos de su corazón y la tensión contenida a descargarse en pronunciados estremecimientos de su cuerpo.
La llevó casi cargada a su propio baño, la sentía desfallecer por momentos, no hablaba, temblaba, no quedaba ni sombra de su languidez habitual, sólo se le aferraba con desesperación y apretaba de dolor sus delgados labios; con suavidad jabonó sus delgadas piernas arañadas por los espinosos rastrojos que atravesó durante su desesperada huida, las rodillas laceradas y los pies lastimados y sangrantes por las piedras del camino. Desenredó y cepilló el rubio cabello, recogiéndolo en una gruesa trenza, que dejó al descubierto un cuello marcado por mordiscos y moretones.
La tenía acostada desnuda en su cama mientras lloraba de furia e impotencia al ver las señales que habían dejado las ataduras en sus muñecas y los hematomas que cubrían la parte superior de sus muslos y el rededor de sus incipientes pezones. No habían tenido piedad ni con su inocencia ni con su indefensión.
“Pero porqué se los permitiste, porqué no me llamaste, hubiera acudido de inmediato” le insistía frenéticamente, padeciendo, multiplicado por mil, el sufrimiento que debería sentir la pequeña, mientras continuaba abanicándola para mitigarle el escozor que debía estar produciéndole la acción de los desinfectantes aplicados; “Amita, corría y me alcanzaban, y si te llamaba no me dejarían jugar más con ellos...”
FIN.

Texto agregado el 29-01-2005, y leído por 278 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
12-08-2006 un pedazo de mierda que ruega por una edicion inmediata que lo comprima a no mas de cincuenta palabras, y reduzca su pretencioso olor, que no engaña a nadie. sobretodo
05-05-2006 engancha desde el principio. excelente. surenio
20-05-2005 Mantienes el interés hasta el final para saber qué le pasó a la niña. Hablando de pulir un cuento, como me dijiste en alguno mío, a este le falta pulir también algunos giros, concordancia y ortografía. La paja en el ojo ajeno se ve mejor :) doctora
25-04-2005 Me encanto! Felicidades, Su nueva lectora. (Mis 5 estrellas) HoneyRocio
02-04-2005 es fluido, de tematica abrazadora esta bueno vitamina
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