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Esa tarde estaba por concluir la tarea de castellano, mientras lidiaba con verbos y adjetivos cuando, desde la planta baja llegó la voz de mamá, diciéndome: - Esta es la segunda vez que te recuerdo que vayas a comprar el pan; no habrá una próxima, te lo aseguro.

- Ya voy, mamá, ya voy. Apenas termine esta página lo haré-, contesté refunfuñando. Siempre tengo que ir a comprar el pan; todas las tardes hago lo mismo, me dije mentalmente.

- ¿Qué estás alegando ahora?

- Nada mamita, estoy repesando la materia.

Así no se puede estudiar, es imposible; después ella dirá: - Yo me preocupo por los estudios de mi hijo-, ¡seguro! A uno no lo dejan tranquilo para hacer sus tareas y luego quieren buenas notas. ¡Cuándo será el día que mi hermanita crezca y ella sea la que compre el pan! ¡Claro, como tiene cinco años aún no puede salir a la calle, y menos, a esas cosas; pero es la reinita de la casa, la preciosita, la cochocha de mamá y el ángel de papá; yo, por tener nueve años estoy viejo y no merezco cariños o consideraciones y estoy para los mandados. Cuando sea grande me iré a explorar el cosmos y descubriré nuevas galaxias; no lo haré como Flash Gordon acompañado de una mujer - capaz que me mande a comprar el pan -, iré solo en mi nave. Ellas únicamente sirven para decirme lo que tengo y no tengo que hacer – como mi profesora -. Seré libre para tomar mis propias decisiones cuando gobierne la Tierra!

Terminando la página, como prometí, me puse el chaleco de lana y bajé corriendo la escalera hasta llegar a la cocina donde estaba mamá, una vez a su lado, estiré la mano, ella sin mirarme buscó en su delantal hasta que encontró dinero.

- Aquí tienes un billete de cien pesos para que compres un kilo de pan; encima de la mesa del comedor está la bolsa y, no te demores, rapidito José, que está por llegar tu padre, y tú sabes cómo se enoja cuando le toca esperar a que le sirva la once; ya pues, vaya ligerito.

Abrir la puerta de calle un frío vientecillo revoloteó por mi cara y cuello: -¡Otoño, divino señor que alfombras de colores café ocre las tristes calles de mi pueblo!-, exclamé gozoso. Cuando llegue el verano podré ir a bañarme al río, comeré mucha fruta y no asistiré al colegio por meses completos; quizás hasta pueda ir a ver a mis abuelos que viven en Villa Alemana. Es indispensable que en diciembre pase de curso, para entrar el año que viene a primero de humanidades; habrán jovencitos igual que yo, y no puros niños como me toca ahora, participaré en nuevos juegos, pantalones largos y llevaré otra clase de vida. Tres casas más allá, las niñas de la señora María estaban jugando al luche, y como siempre, salté por entre sus deformes cuadros marcados en el suelo, borré algunas líneas y dispersé sus muñecas, la más grande reclamó: - Ya pus, José, todos los días pasas molestando. Todo porque eres más grande y gordo ¡ te voy a acusar a mi mamá!
- Cállate, Lola, algún día podrás decir que el gran José, jugó con tu mal delineado luche-, contesté riendo; luego de las consabidas morisquetas diarias, me alejé. Me sentía bien después de molestar a esas niñas, en el colegio no se podía hacer desordenes o catetear, los curas eran muy estrictos para esas cosas. A saltos acompasados y batiendo la bolsa llegué a la mitad de la otra cuadra, entonces vi al Sofanor que encumbraba un volantín; pese a no ser amigo de él me acerqué resuelto, y le dije: Déjame tomar un ratito el hilo Sofanor ¿querís?-. El aludido siguió en lo suyo sin mirarme, absorto ante las piruetas de su hermoso volantín de tres colores.

- Préstame el hilo para tenerlo, juro que no le haré daño; cuando tenga uno, vendré a buscarte para que lo encumbremos juntos. No seai apretado, ¿ya?

- Ándate, gordito, ve a molestar a otro lado, no me obliguís a correrte a la fuerza, ¡chao!

Presumido como siempre, el egoísta y flacucho de Sofanor, todo porque tenía doce años cumplidos ya se creía adulto. Yo era algo gordito, sí, pero para mi metro de estatura estaba bien; los pantalones cortos eran la causa de que los demás me vieran gordo; cuando esté en primero de humanidades usaré pantalones largos y nadie se reirá de mí, ni me dirán “gordito”. Para lo que me gustan los volantines, se rompen a cada rato y a uno lo dejan con las puras ganas. Sin embargo, varios metros más allá seguí mirando entusiasmado el majestuoso ser que desafiaba a los vientos. Poco antes de llegar al almacén donde compraba el pan, vivían unos muchachones de entre quince y diecisiete años que acostumbraban molestar a los niños chicos. Mientras tres de ellos estaban sentados en el suelo, uno hacía la posición invertida contra la muralla, apenas me vieron empezaron a gritar: - ¡Ven, Pepe, trata de hacer cosas de hombre!, ven, chiquillo desobediente-. Ante mi indiferencia, el más rosquero se puso de pie y acercándose a mí, me tomó de un brazo y me empujó hasta la pared, y me dijo: - Yo te cuido la bolsa, mientras haces de rana y nos muestras tus habilidades -. Quise reclamar, pero un fuerte apretón en el brazo me indicó la conveniencia de no hacerlo. Con mi rostro enrojecido por la impotencia y movido por una ira incontenible, apoyé mis manos en el suelo y traté vanamente de poner mis pies contra la muralla; tras varias tentativas y con lágrimas en los ojos me vi forzado a desistir; compadecido por fin uno de ellos, dijo: - Mejor anda a comprar “gordito”, tu mamá se va a enojar si te demoras -. Todos rieron cuando el más chico se puso a hacer pantomimas referentes a mi fracaso como atleta.

- Los voy a acusar, van a ver no más -, les dije.

- ¿ A quién vas a acusar?-, dijo el más chascón, acercando su pecho al mío y empujándome.

Con la mirada baja y tiritándome las rodillas, tomé la bolsa y corrí hasta llegar al almacén de don Saturnino; había varias personas tratando de comprar, me puse en la fila de espera, mientras mascullaba malos pensamientos contra los abusadores que casi a diario se reían a mi costa. De pronto, sentí la mirada de don Saturnino clavada en mis ojos, mientras me decía: -¡Tú, cuánto pan quieres!-. Tardíamente salí de mis negros pensamientos y le contesté: - Un kilo, por favor-. Atolondrado metí la mano en el bolsillo para sacar el billete, y no lo encontré, busqué en los otros...tampoco; se me debió caer cuando me obligaron a hacer la posición invertida –pensé-; por más que traté de encontrarlo fue imposible. Pesado el pan, el almacenero lo metió en la bolsa, puso ésta sobre el mostrador y estiró la mano para recibir el pago.

- ¡Rapidito don Saturnino!, déme un kilo de pan y un cuarto de mortadela, tengo visitas esperando en la casa-, dijo doña Inés con impaciencia a mi espalda. Apremiado por la mujer, el almacenero despachó su pedido y, luego me quedó mirando con cara de pocos amigos, mientras bramó: -¡Ya pues, jovencito, estoy esperando el dinero-. Todavía hoy no sé de dónde me salió esa voz pausada y serena con que le contesté: - Ya se lo entregué, don Saturnino, lo que estoy esperando es el vuelto de mi billete de cien pesos. El sorprendido hombre, abrió desmesurados ojos, al tiempo que aseguraba: - ¡Si no me has pagado, niño!, ¿cómo te atreves...?

- Yo conozco a Josesito, no es de esos que usted insinúa, don Saturnino-, intervino la señora Inés desde la puerta. - Pero si no me ha pagado-, insistió el aludido. – Nunca le creeré algo parecido; este niño es el más educadito del barrio. Y si él dice que le pagó, es porque lo ha hecho; yo le creo y basta-, remachó doña Inés.

Ante la contundente defensa el hombre entró en dudas, y a regañadientes me dio los diez pesos de vuelto y la bolsa con el pan; se agachó hasta mí y en voz baja me dijo: - La próxima vez no telo creeré ¿entendiste?-. Evitando los ojos de don Saturnino me escurrí del lugar, no obstante, con una mirada de agradecimiento pagué a doña Inés su confianza y su ayuda, la que me fue devuelta con cariño.

Me dirigí a casa con una desagradable sensación en las mejillas y en la boca del estómago, caminé apresurado y sorteando, esta vez, a los niños que estaban jugando en las veredas; trataba de razonar el por qué, había mentido ante la pérdida del dinero, nunca imaginé un problema de esta clase, estaba avergonzado por mi comportamiento y ese desplante desconocido que me afloró sin pensarlo. Al llegar al frente de mi casa, introduje la mano en el bolsillo que guardaba la moneda mal habida, y tomándola entre dos dedos la arrojé lo más lejos posible; no quería tener en mi poder, ni entregarle a mamá esa muestra de la infamia. Con esta última acción tranquilicé mi aporreada conciencia, haciendo borrón y cuenta nueva, con alegría entré en nuestro hogar, convencido de no haber efectuado ninguna maldad, o de haber perdido algo.

Ahora, tras haber caminado mucho y con la lucidez que dan los años, veo que sí perdí algo ese día, algo muy importante: perdí mi inocencia.


Texto agregado el 31-01-2005, y leído por 143 visitantes. (0 votos)


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