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JUGANDO A SER INDIGENTE



Luego de mil discusiones, papá decidió dejar, dejar la vida, dejar su hijo, dejar de responder, dejar de llamar. Será que se cansó de llorar en silencio, será que se cansó.

Luego de mil discusiones, el atendió al consejo, al cretino, al sabelotodo, maldito infeliz, carga de necesidad, puerco de sensibilidad, carácter regio, incapaz de entender.

También se enfrascó en mil discusiones con él.

Pero era yo el que más discutía, no quería reglas. No las entendía. No las soportaba, no congeniaba con ellas, con quien las implantaba, con la sociedad hipócrita que se libera bajo las sábanas, allá en la oscuridad, en donde nadie la ve. Es la sociedad que gime en la cueva.

Luego de mil discusiones llegó a un acuerdo. Será que se cansó, de llorar, de sentir, de gemir, de lamentarse. Se sentía más viejo e impotente. El me quería. Yo también.

Luego de mil discusiones llegamos a pensar que eso no era así. Llegamos al extremo de la indiferencia.

Luego de mil discusiones y de varios sucesos, me comunico con él por acá, por el papel, por la tinta, por el teclado, por mí, por,,,, llanto.

Jugamos al Indigente, sin que nos diéramos cuenta.

Era cierto, yo lo tenía todo, pero no quería nada. El me daba todo, pero no sabía cómo. Jugamos al Indigente sin darnos cuenta, y nos maltratamos, físicamente. Lo cuál no importó. Por que la herida sangró y embarró el corazón; llenó de oscuridad ese manto blanco y de forma acomodada que todos llamamos alma. Así es como la veo, con forma acomodada, con manto blanco y pálido, casi transparente, pero vidente, sensible, ahora negra.
Siempre me revelé no sé desde qué edad. Pero desde esa vez fue siempre. Una cruz, un consuelo. Me negaba a creer que todo era lineal, acomodado, parco, bruto. No me gustaba lo que hacían todos. Odiaba a todos.

Luego de mil discusiones la puerta de mi casa se cerró, un día, una noche, después del colegio, después del vicio, después de... ¡tantas cosas¡...

Llegué y quise entrar. Tenía hambre, lo juro. Tenía orgullo, lo juro. Ahora los tengo.

Fue una de mil discusiones, especial. No nos confrontamos como siempre, pero igual que nunca. El en su ventana, en su mansión, de cemento, ladrillo, polvo, limpio, reluciente, algodón, calor, abrigo. Yo abrigando mi,,, terquedad¡ el desde arriba, yo desde abajo. Él con sus armas, materialismo, progresión material, organización, salud, familia, esfuerzo, heroísmo, popularidad, inteligencia. Yo desde abajo, aprendiendo, desafiándome, preguntándome, indiferente, con rabia, soledad, turbado hasta los tobillos.

Aprender en la calle, en donde quería crecer. Era un chiquillo, inmaduro, superficial con los demás. Frío con mi entorno, cálido en mi amistad, en los brutos que me acompañaron, que fueron mis indigentes preferidos. Los locos, los diferentes, los que siempre soñaron, lo que el mundo sacudió, lo que el mundo limpió. Con qué? Vida, dura vida.

Di media vuelta, salí corriendo; recogí mi orgullo en pedazos, regado en la acera de la casa, en el frío pavimento. Lo recogí con esmero mientras me juraba nunca olvidar. Hubiese querido olvidar. Pero ya es tarde. Vivir con esto, perdonar. Que me perdone. Llanto.

Cuando recogí los pedazos, los até bien y los arrugué; esperaba hacer de esto mi cobija nocturna, para el juego que ambos planteamos.

Busqué a mis indigentes preferidos pero no los encontré. No había licor, por tanto, no había esperanzas de encontrarlos. No tenía dinero, ahora sí podía empezar mi juego.

Como así lo fuera, empecé a caminar. Mi manga recogía mi rostro cada vez que quería mojar, soltar gotas, de frustración, de incompetencia, de extravío. Mi manga me secaba el rostro. Se mojaba por mí. Mis ojos brillaban, de dolor, de tristeza. Mi padre, no dormía, yo lo sabia. Lo injurié tantas veces, en privado, en soledad, que él me escuchó. Pero él es fuerte, él es duro. Yo, ya aprendí. La fortaleza se muestra, la debilidad se esconde. Por que? Es acaso falta de virilidad sentirse débil? Cuál es la necesidad de la fortaleza?

La física no importa; es una fortaleza que amaina con el tiempo, que se puede burlar. La física, la fortaleza, no importa mucho por que no se piensa. El carácter, lo teje la vida? Las circunstancias? Hay que tener carácter, levantarse, sobrevivir.

El juego del indigente es tan sólo un recuerdo.

Después de mil discusiones supe que perdimos tiempo.

Caminé por horas, por la ciudad azul, por la ciudad negra. Recorrí los buenos barrios. No sé por qué buenos. Acaso lo material es lo único bueno? Pero así era. No encontré nada. Entonces bajé a los suburbios, al calor, a las fogatas, al humo de alquitrán, de llanta quemada, de licor, de vicio, al humo de perdición, de desconsolación, soledad, tarugo. Los encontré por fin. No eran mis indigentes preferidos, pero eran parecidos. Caminé tras ellos sin decir nada, sin hacer nada. Pensé, caminé tras ellos. Luego, en un arrebato de independencia, me alejé y los perdí. Ellos me perdieron. No soportaba más su humo. No era mi día para aguantármelos. Que frío.

Ni el buzo de mi colegio me arropaba bien en esa dura noche. No obstante, me sentía gallardo. Sobreviviría. El aliento no me faltaría. El vapor invadió mis labios, mis suspiros se hicieron pesados. Mis pestañas escarcharon.
Encontré la casa de una amiga. Aunque golpeé muchas veces, aunque me escuchó, no me abrió. La entendía. Su situación puede ser entendible. Que padre dejaría entrar a un indigente vestido de estudiante. Yo no lo haría. Espero algún día hacerlo.

Sin que se dieran cuenta, tomé prestada su acera. Dormí un poco. De vez en vez, bullas de putas, viciosos, ladrones, mendigos y más indigentes, me consolaban con la idea de que no estaba sólo. Sentía que tenía más que ellos, que podía con esto, que saldría de ahí, algún día. Que me iría, lejos, que soñaría, que volaría. Vida.

Dormí un poco, pero tenía hambre. El estómago me crujía, me salpicaba los dientes, se me metía en la cien. Dios, no pude pensar más. Ya estaba tranquilo.

Me levanté otra vez, nada que madrugaba. Caminé, sin rumbo, pero cerca de mi casa. No quería ir más lejos. Algún día lo haría. Caminé, troté. Fui perseguido, perseguí. Hasta que por fin, la persona que deseaba ver. Se me acercó, parecía buscar alguien, no le pregunté qué. Me saludó, como aliviado. Me preguntó, le conté.

Nos sentamos, otra vez en la calle, en nuestra confidente, en nuestro nuevo colchón. No dijimos nada, por mucho rato. ¡quiero plata¡ -dijo. Él sabía cómo conseguirla, fácil y rápido; ya me había enseñado, no había aprendido mucho.

Los dos, indigentes, buscamos a un paciente. Contra el frío, pero aliviado de haberlo encontrado, me saqué el buzo. Era un peligro para la Institución el que un Indigente, así sea en juego, lleve y enarbole sus símbolos por las nocturnas calles de la ciudad. Que dirían los papás de los estudiantes, las amistades del coordinador de disciplina. El maldito infeliz, el sabelotodo, carga de necesidad, urgencia de acomodar la vida y el mundo, mi vida, a mi padre. Él insistió en la necesidad de la corrección, del límite. Había un límite. Mi padre y yo lo tocamos, pero fuimos más allá, caímos en el abismo. Hoy estamos trepando, cada cuál por su lado, en silencio, pero con la oscura esperanza de llegar a la cumbre y encontrarnos. Me saqué el buzo. Contra el frío, me pesaba, me sentí más libre en camisa, larga, arrugada, despilfarrada, mía, única.

Luego de mil discusiones, el se decidió. Miró al paciente. Con cautela se le coló atrás. Enarboló su mano al cielo cual mazo al zarpazo, y,,, lo descargó. El paciente si acaso se inmutó, se asustó, cayó, miró, pero no veía, no entendía. No salía de su asombro hasta que arremetí yo. Descargué mi furia, mi rabia, era libre de hacer daño, de consolarme, de verlo sufrir. No supe nunca quién era. Pero lo recuerdo en sus movimientos torpes después del incidente. No tuve remordimientos, y no los tengo ahora. Tenía poco dinero, pero nos sirvió; mitigamos el hambre, nos conformamos con licor. Necesitábamos ese aliciente para pasar la noche. De lo contrario era imposible. Corrimos, teníamos miedo de ser capturados. Aunque nadie nos seguía, aunque nadie nos vio, corrimos rápido. Ya sin aliento descansamos, lejos. Muy lejos.

Luego de mil discusiones, caminamos.

Luego de mil discusiones yo quería dormir y él también. Encontramos un lugar, alto, para que no nos miren, para poder ver bien. Era un balcón, el balcón de mis historias, de relatos en agasajos y fiestas de amigos. Legué a nombrar tanto ese balcón, que le cogí cariño. Algún día volví y lo miré. Con tristeza, era mi pasado. Era mi recuerdo. A pesar de todo, jugar al indigente no me parecía tan malo. Sería la seguridad de ser diferente, de verme inmiscuido en situaciones inusuales, para alguien que lo tenía todo, pero no quería nada.

Esa noche, jugamos al indigente.

Mi padre no se imagina cómo me fue.

Esto, es apenas el principio de tantos juegos más.

Luego de mil discusiones, me decidí a escribir, en serio. Añoré mis papeles perdidos, mis cuadros botados, mi pintura extraviada, mi sencillez, mi calidez, mi timidez.

Texto agregado el 31-01-2005, y leído por 563 visitantes. (0 votos)


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