Despierta.

A las cinco de la mañana sonó el despertador. Era un viejo cacharrazo de latón, con números para topos y un tictac capaz de desvelar a un cadáver.

A eso de las cinco de la mañana, como decía, sonó el despertador. Roque abrió los ojos. Aún estaba oscuro. Faltaba para que amaneciera. Le dolía un poco la cabeza. Ayer estuvo un rato más de la cuenta en el bar, y se le fue la mano con el vino. Entre pitos y flautas, se bebió unos trece vasitos. Así pasa, que nada mas llegar a casa, se metió en la cama, sin cenar ni nada.
Roque se incorporó en la vieja cama de sus padres, que se quejó con los chirridos habituales. Le dolían las articulaciones, a él y a la cama. Roque cumplía 55 años en febrero. La cama tenía muchos más. Una buena cama para morirse, decía su abuelo. Una buena cama para hacer hijos, añadía su padre. Roque en esto no opinaba, pues el siempre había vivido solo, y todavía no pensaba morirse. Tosiendo, tambaleándose, soltándose pedos y en calzoncillos avanzó por el pasillo. A la vuelta del baño, sus pies descalzos descubrieron que una loseta del pasillo estaba floja. Al pisarla se movió.

(tac tac).

Roque se vistió a oscuras. Pantalones de pana marrón, camisa azul gastada por los puños. Calcetines agujereados dentro de las botas de piel de becerro marrón. Se pasó la mano por la cara. Entre los surcos de sus mejillas florecía una barba dura como el acero, y ya blanca. Por hoy puede pasar. Mañana m'afeito. Camino de la cocina, por el pasillo, su pie volvió a notar que una loseta estaba suelta .

(tac tac).

El puchero de la leche estaba en el fogón. Que suerte, todavia queda de ayer, ya hervida. Sacó un tazón de loza blanco de la alacena. El tazón tenía dos desconchones: uno se asemejaba a la cabeza de un perro. El otro se asemejaba a un desconchón. Se sirvió la leche, sacó su navaja del bolsillo y le cortó tres dedos a un chorizo que colgaba del techo. Lastima que pan no quedara. Bueno, dientes tampoco le quedaban muchos. Menos mal que muelas sí. Con la navaja iba cortando trocitos del chorizo, que introducía en su boca de medio lado. Cortó otros tres dedos de los largos del que estaba colgado. Y luego, un poco de morcilla. Mientras mascurriaba la morcilla, recordó que ayer, en el bar, Felipe contó la gracia esa que cuenta tan bien y que hace tanto los hace reír. Haciendo aspavientos y cambiando las voces, Felipe relataba la historia de tres gallegos que venían de trabajar todo el verano de jornaleros, y al volverse a su tierra se encontraron con un arbol de morera. Dos se subieron al árbol a comer, y otro se quedó abajo comiendo. Felipe siempre contaba la misma historia, pero a todos les hacia gracia. Roque puso el tazón en la pila. Se levantó y salió al patio. “Que cabrones los gallegos”, pensaba sonriendo. Aun no había amanecido, pero ya rayaban violetas en el cielo. Fue hacia el corral. Abrió la puerta de la cuadra, para sacar a beber al macho. Hacía algo de frío, y la cuadra estaba en silencio. La mula estaba recostada en la paja, y parecía enferma. Roque intentó en vano levantarla. La mula le miraba con ojos de gato disecado. Roque esbozó un fastidio. Entró en la casa. En el pasillo, su bota movió una baldosa suelta del pasillo.

(tac tac).

Roque irá al veterinario, que no podrá acudir hasta después de mediodía. Cuando salga de la cuadra, don Servando le dirá que la mula tiene mal apaño, y la mula se le morirá el miércoles. El martes por la noche, Roque se dará cuenta de que la baldosa del pasillo está hueca. El jueves, descubrirá bajo la baldosa una caja de hierro con una llave dentro, y una foto de una mujer en un relicario de oro.

Pero eso pasará el jueves.

Ahora mismo, Roque mira a su mula enferma.

Y se caga en todo lo cagable.