CIERRO LOS OJOS



Cierro los ojos. Cierro los ojos por un segundo. Recuerdo que de niño me daba miedo cerrarlos. Pensaba que si los cerraba ya no podría volver a abrirlos; pensaba que escaparían de mi control o que un día se cansarían de tanto abrirse y cerrarse y entonces quedaría condenado a vivir ciego por culpa de mis ojos rebeldes. Me decían que tenía los ojos de mi padre –azules claros–, a quien nunca conocí. Quién sabe qué hubiera sido de mi vida si no hubiese fallecido días antes de mi nacimiento. ¿Hubiese sido igual? Recuerdo a mi madre, siempre seria. Se esforzó tanto por sacarme adelante. Pero nunca me dijo que me amaba. Yo tampoco se lo dije. Bueno, se lo dije, pero a su féretro. Y no creo que eso cuente. Cosa curiosa, Isel me dice que me ama todos los días, desde que nos casamos. A veces le hago creer que me molesta, pero sabe que en el fondo me agrada. En realidad, me agrada todo de ella, o casi todo. No me gusta que ponga los zapatos sobre la cama o que deje correr el agua innecesariamente, pero es algo que le perdono. Como ella me ha perdonado tantas cosas. Es curioso las cosas que uno puede pensar a veces. Por ejemplo, recuerdo el nacimiento de Leonela. Fue una bendición, ahora que lo pienso, porque en ese tiempo no me pareció así, con todas las cuentas por pagar y esas cosas. Y es que las cosas siempre han sido un poco difíciles. Todavía lo son. Pero bueno, es mejor que no me preocupe de eso ahora. Ya se solucionarán con el tiempo.

La verdad es que nunca me gustaron mis ojos. Eran demasiado claros, demasiado azules, demasiado refinados para mí. Y, no sé por qué, la gente siempre piensa que todas las personas con ojos azules son angelicales. Y yo no lo era, ni quería serlo. Así que no podían creer cuando ese pequeño mocoso de ojazos azules destruía botellas o trataba de incendiar lo que pudiera. Aún siguen pareciéndome extraños esos ojos, como si no me pertenecieran. A Isel le encantan. Leonela tiene los ojos idénticos a los míos. Y creo que es en lo único en que se parece a mí. En todo lo demás, es un fiel retrato de su madre. En este momento debe estar resentida conmigo por haberme perdido su presentación de ballet. Pero es que no pude ir, tenía que trabajar hasta tarde nuevamente. Ambas están resentidas, estoy seguro. Es que son tan parecidas.

Cierro los ojos. Es extraño cómo pasa el tiempo. Cuando era pequeño, no veía el momento de ser grande, pensaba que faltaba una eternidad, que jamás llegaría. Cuando era adolescente, me parecía que toda mi infancia cabía en un día. Ahora me parece que mi vida duró un segundo. Un segundo. Como si este segundo durara una vida. Y ahora estoy como cuando era un niño, pero al revés: no quiero abrir los ojos; sé que este es mi segundo, y que el otro segundo, el que viene ahora, me trae la muerte; sé que si abriera los ojos vería en un segundo el camión encima de mí, destrozándome, y me aferro a mi segundo de vida –a mi vida– y cierro los ojos, y aprieto los dientes, y recuerdo a mi madre, y extraño a mi padre, que debieron aferrarse a su último segundo igual que yo, igual que todos; y veo a mi familia, a mi bella Isel y a mi ángel de ojos azules Leonela, quienes en este segundo están resentidas conmigo, y me veo a mí mismo y tengo miedo. No sé cuánto tiempo más podré alargar este segundo.

Cierro los ojos. Cierro los ojos para no abrirlos ya más.