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El hombre caminó con sigilo por el pastizal hacia la casa. Eludiendo con astucia –movimiento litúrgico del avance y del esquive, del zigzag, del salto en puntillas haciéndose uno con las sombras, con la brisa, con el ronquido vegetal de los follajes vecinos-, las melenas de celofán de la paja brava. Atrás, el caballo inmóvil. El ir y venir de sus orejas. El belfo quieto. Descendente, paralelo a la brida huérfana, la sospecha del hilo de baba uniendo noche y suelo como hebra de ácaro.

Sin perder el rumbo inevitable señalado en la pared posterior de la morada por el hueco del ventanuco, el hombre. Danzando a instancias de cada mínima celada opuesto por el silencio de la hora a la resolución de su destino. De vigilante. De espía. De invasor absurdo del propio feudo.

Se detuvo en seco clavando los tacos de las corraleras en la piel momificada del potrero. Con una lengua pastosa y lenta recorrió la línea endurecida de sus labios. Reconociendo en las lindes del bigote espeso el sudor salobre; aceptando el torrente incontenible que desde el nacimiento del ala del chambergo hasta la cejas, le iba helando el ánimo con su manar ardiente.

Sin moverse. Reteniendo el aliento. Demorando en su itinerario desde la cintura (sobre la simple faja de lana, el lujo del cuero incrustado de buena plata y de oro fino en el monograma primoroso), la diestra prolongada por el contorno elemental del Colt del 38. Que por brevísimo instante permitió que su empavonado espejeara bajo una gota de luna. Gota escapada del cerco nuboso gracias a cuya espesura el hombre se había jugado entero.

En la cortinita de desvahida tela floreada, la amarillenta certeza de un candil. Un cabrilleo de la luz, tal vez engaño del resplandor o treta de los nervios demasiado tensos, sobresaltó el andar felino del hombre. Haciéndolo brincar, hendir la noche total del campo en un paso hacia el vacío. Por raro acaso pudo mantener el equilibrio. Extendiendo a una los brazos (más largo el derecho por el arma rematando el puño), apoyando solo un pie en la geografía invisible del patio. Como una grotesca garza. Ñandú esperpéntico. Deforme bicho...

Sin embargo nada alteró el instante. Ni un eco ajeno al susurró noctámbulo de la pampa. Porque hacia todos los rumbos, el llano. Lineal. Inexorable. Apenas interrumpido en su horizontalidad primordial por unos pocos sauces y por el rancho. Y esa noche, además, por la intrusión de tres siluetas: la suya y la de los dos pingos.

Los dos pingos. Además de su caballo, ese otro. Ajeno. Insultándolo con su sencillez de bestia adormecida. Acostumbrada a esperar justamente ahí, a la vera del palenque. Los ojos del hombre se afinaron en el esfuerzo de distinguir la masa recia del palo de algarrobo que su propia paciencia transformara en lomo terso, en contorno dócil para retener riendas y emprendados. El palenque, anticipo de la puerta jamás cerrada. Como los criollos brazos, listos siempre a la hospitalidad ancestral, al convite de cimarrones vaporosos o de braseríos cocineros de costillares jugosos.

Rechinar de los dientes del hombre. Apretón de maxilares endureciendo el rostro moreno. Imperceptible florecer de un par de lágrimas. Agarrotamiento de músculos en el cuello y en la espalda. Supremo esfuerzo por sosegarse. Por tascar el freno de la rabia y del despecho. Del odio. Del ansia penosamente contenida de echar a correr hacia la casa, invadir la pieza única, gatillar las seis cargas. Matarlos. A los dos. A los dos.

Pero no. Tenía que cumplir su designio. Verlos. Adquirir la unívoca visión de quien fuera amigo revolcándose con su mujer. Peor que perros. Tramposos. Furtivos. Indigno el hombre de que lo despenara en duelo, como hubiera tenido que ser entre iguales. Indigna la mujer de que sus manos siquiera la rozaran. Y después.Después sería fácil anudar los hilos de la suerte.

Continuó su avance. Acaso con menos cautela. Pensando quizá cómo se iría a ver en la contraluz del alba la fogata en que zozobraría el rancho llevándose entre sus tizones el par de cuerpos y las escasas pilchas que no valdría la pena conservar. Oliendo ya la mil veces planeada chamusquina. Asumiendo de antemano lo que en pocos minutos más se desataría. Unos metros. Ahí. El postigo entornado. El fierro listo. Pulgar en el percutor, hacia atrás, chasquido seco y lúgubre. Tal cual lo había meditado.

Como un autómata el hombre definió su avance. Un paso. Otro. Un tercero. Y fue el estampido de una escopeta lo que estalló sin ecos. Y un cuarto movimiento de las piernas. Y el rictus de la más total de las sorpresas. Y, posiblemente, el inútil intento de un insulto o de un grito.

Cayó el hombre. Quebrado el cuerpo por el chumbo atroz. Entre los pastos. Que crujieron un poco antes de volver a alzar su indiferencia ocre de savia siempre seca.

Mario G. Linares.-

Texto agregado el 13-02-2005, y leído por 479 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
21-08-2005 A los seguidores de este autor, no nos sorprende su maestría. En éste texto, sin embargo, me distrajo la riqueza de las formas por sobre el fondo del relato. Aún así, y con total admiración corresponde lo de "Maravilloso". ergo ergoZsoft
09-05-2005 No se si comparar la descripción con la de Balzac, con la de Rafael Delgado o con la de Floubert. SALUDOS. golem
18-02-2005 Las descripciones casi casi te hacen ver todo, como en una película, excelente final. Feclicitaciones y mis estrellas. KaLyA
18-02-2005 Es muy bueno esto. orlandoteran
17-02-2005 Otra pintura, Linares, excelente. Creo yo que, en ciertos parajes tenebrosos, las imágenes y palpitaciones deben superponerse a la acción. Me parece muy bien logrado eso, eso de meterse en la casa a matar y recibir el tiro, igual que lo recibió este humilde lector. Al final. Mis respetos. guy
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