Paseé aquella tarde río arriba. Por allí la gente del pueblo le decían “el río grande” porque a la mínima intensidad de lluvia, lo inundaba todo. Anegaba casi todas las tierras que algún pertinaz labriego aún se atrevía a cosechar.

Pero así eran las cosas en aquellas tierras del río grande. Por la tarde se podía pasear a lo largo del interminable e hilado río, a través de rincones inhóspitos, cercos despoblados, riscos y piedras sembradas de flores; manantiales escondidos o acuíferos espejos de luna que se desperdigaban entre las sombras.

Y al final de todo ese largo trayecto, la extraña sensación de haber culminado el camino paralelo. Ese que nos obliga a desandar lo andado. Es entonces, libres de la memoria que aflora y baila sobre el descanso, sobre la lumbre del deseo, o sobre la alegría cuando aparece ese otro yo esquivo.

Asoma y habla, tranquilamente. Desprovisto de sus cenizas.

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