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Inicio / Cuenteros Locales / moebiux / El coronel Porter recibe un escarmiento

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“Recuerda, tres golpes rápidos y tres lentos, cuentas hasta cinco y vuelves a repetir, sólo así te abriremos. Y, cuando estés tú dentro, sólo así podrás abrir tú, ¿vale? Es necesario, compañero, porque los del coronel Porter buscarán por todos los medios colarse en nuestra guarida, y no pueden entrar, no pueden ver nuestro equipo, ¡por nada del mundo!”, y dijo esto señalando con el dedo a su pecho, clavándole la mirada y dibujando en su rostro esa imagen de seriedad que le había hecho granjearse el liderato entre los de su tropa, o “grupo especial”, como le gustaba a Pete que se llamaran.

El cuartel general lo habían encontrado tras varios meses buscando, desechando otros lugares que no reunían los requisitos imprescindibles para operar con seguridad. Fue mediante Jamie, que buscaba desesperadamente entrar en el grupo desde hacía tiempo, que lograron hacerse con el local. Jamie convenció a un familiar suyo para que le dejara las llaves de un antiguo almacén situado en el sótano de un edificio en el que apenas vivía nadie. El almacén estaba prácticamente vacío, con las paredes manchadas de humedad, pero lo tenía todo: un pequeño cuarto de baño, luz eléctrica, una pequeña cocina de gas, toma de teléfono y una mesa con varias sillas. Jamie hinchó el pecho con orgullo cuando vio a sus compañeros aprobar con satisfacción el local y cómo todos comenzaban a hacer planes entusiasmados para realizar las reformas necesarias que convirtieran a aquel húmedo sótano en la central de sus actividades.

Además, el local tenía una particularidad: tenía una entrada escondida por la fachada del edificio, ya que la entrada estaba situada en una trampilla de un local comercial que el tío de Jamie ya no usaba. Y la otra entrada, la que normalmente usaban, situada en la parte posterior del edificio, era una ventana vertical que había sido cerrada mediante una pequeña puerta. El tío de Jamie colocó esa puerta para conseguir más seguridad cuando adquirió el local hacía ya unos veinte años, esa puerta junto con un varios extractores de humo que daban a parar al patio de luces del bloque con el objetivo de mantener más o menos ventilado tan cerrado local. Los componentes del grupo conocían ese local como “el de las bicicleta”, debido a que alguien pintó una bicicleta en la fachada trasera, donde daba a parar esa ventana hoy puerta, donde debían golpear siguiendo la contraseña, contraseña que variaban mínimo cada semana, cuando no antes, para evitar que los hombres del coronel Porter lograran infiltrarse algún día. “Ah, el coronel Porter”, pensó Pete, “¿qué fechorías debe estar maquinando ahora?”.

Pete trataba siempre de adelantarse a los planes del mezquino coronel. Sabía que buena parte de su reputación entre sus hombres venía dada por eso, porque, casi de forma milagrosa, adivinaba siempre cuáles iban a ser sus siguientes movimientos.

Naturalmente Pete tenía sus secretos: dentro del grupo enemigo tenía un infiltrado. Y, además, era experto también en interpretar todas las señales. Para él, la mente criminal no tenía secretos. Y, mientras fuera así, seguiría siendo el líder de su grupo.

En aquellos instantes, estaban todos reunidos en el local, pero relajados. Todos disfrutaban de las horas de descanso que solían proporcionar los viernes por la tarde, tras las clases. Aunque sabía que a partir de mañana por la mañana las cosas podían pornerse crudas. Pete se sentó en su asiento favorito, un puf que su hermana estuvo a punto de tirar a la basura, la muy idiota, y que él rescató inmediatamente para el cuartel. Sacó de su bolsillo su paquete favorito de cigarrillos de chocolate y, desliando parmoniosamente uno de ellos, fue mordisqueándolo mientras pensaba en dos cosas: en su próxima reunión con el confidente y en la siguiente misión que encomendaría a sus hombres, que es malo que estén ociosos todo el rato.

“Señor, ¿me permite un momento?”. Quien dijo eso era el pecoso Ronnie, hombre delgado y pequeño de tamaño, pero de gran valor. Pete le miró con cierta gravedad, todos sabían que no debía ser molestado cuando comía sus cigarrillos de chocolate, signo inequívoco de que estaba meditando. Pero también debía ser flexible, y si Ronnie se había atrevido a interrumpirle, es que debía ser importante. “Adelante, Ronnie”, dijo acompañando con un gesto de su mano. “Señor, los muchachos hemos pensado que deberíamos realizar una escapada en búsqueda de avituallamientos, señor”. Pete pareció pensar unos instantes. “¿Con cuánto disponemos, agente?” Ronnie sacó de su bolsillo un montoncito de monedas, las contó murmurando entre dientes. “Señor, disponemos de tres euros y setenta y cinco céntimos”. Pete cabeceó satisfecho. Sacó de su bolsillo otra moneda. “Añade estos dos euros de mi parte, quiero que mis hombres estén satisfechos”. Ronnie sonrió entusiasmado, efecto que Pete deseaba. Le gustaba siempre ser generoso con su tropa, eso facilitaba su entrega en los momentos difíciles los cuales, a pesar de la aparente tranquilidad, no tardarían en llegar. “¿Desea algo en concreto, señor?” Con gesto despreocupado, Pete respondió: “Tan sólo un paquete de Luckis, el resto decididlo entre tú y Sam.” “¡Delo por hecho, señor!”
Y, saludando con gesto marcial, Ronnie se fue danto saltos en búsqueda de Sam, mientras Pete le miraba con condescendencia pensando en “qué rápido crecen estos chicos, hay que ver”.



Hora y media después, tras acabar con el avituallamiento, se separaron dirigiéndose cada uno a su casa. A pesar de que coincidían en un buen tramo de regreso, Pete se excusó aludiendo a que tenía que “cosas que hacer”. El resto del grupo asintió seriamente, sabian que debían respetar la intimidad de su jefe. Y, realmente, tenía una importante misión: contactar con su confidente.

Pete dio varias vueltas para despistar a sus posibles perseguidores hasta que llegó a una bocacalle que daba a un parque. Esperó pacientemente cuando por fin llegó, puntual a su cita. Rubia, con pecas claras bajo los ojos, ojos azules y pizpireta: la hermana del coronel Porter. Se acercó y, disimuladamente, dijo: “Parece que las gaviotas se han marchado”. Bingo, eso signficaba que había novedades. Pete sacó un paquetito de sus bolsillos y se lo entregó. Ella lo abrió sin mirar y se metió uno en la boca. Sonrió asintiendo: fresa ácida, sus favoritos. Esperó a que hiciera un par de globos bien grandes, Lorena siempre se tomaba su tiempo antes de hablar. “Mañana”, dijo masticando, “hay ensayo de las animadoras del equipo, a eso de las seis. El burro de mi hermano y sus amigotes tontos van a esconderse durante el ensayo en los vestuarios. Son unos guarris”. Típico plan del coronel Porter y sus secuaces. “¿Quién estará de conserje?”, pregunté yo. “Mmmmm... me parece que Jorge, porque al día siguiente está el partido y ya sabes que le gusta estar presente a Paco, así que digo yo que Jorge estará el sábado, ¿no?”. Buena deducción. A pesar de tener dos años menos que él, Lorena prometía. Lástima que se empeñara cada dos por tres en darle un beso, pero ya le iba bien a Pete, a la hora de tener información no había que desaprovechar nada. “Gracias, Lorena. Cumpliste muy bien tu misión”. Lorena sonrió. “Y... ¿no me vas a dar nada más?”, dijo mirandome con picardía, tras lo cual cerró los ojos y juntó los labios, esperando un beso. Pete sonrió y le dio un beso en la frente, soltó un “¡Hasta mañana!” y se fue corriendo. Lorena dejó escapar un “¡Tonto!”, hizo un globo de chicle aún mayor que reventó en su nariz. Despegándolo con los dedos, se fue tarareando una canción de su estrella favorita.



A la mañana siguiente, una vez todos estuvieron en el cuartel, Pete convocó la reunión. “Esta tarde hay ensayo de las chicas del equipo de animadoras. El escenario ideal para un ataque del coronel Porter. Comienza a las seis, hemos de estar allí antes para tratar de protegerlas”. Todos asintieron, alguno de los chicos soltó un “con lo burro que es, seguro que hace algo” que en seguida tuvo eco entre los muchachos. Pete les silenció. “Mis informaciones apuntan a que estará Jorge de conserje, hemos de conseguir que nos deje pasar sin levantar sospechas. Confiaba en ti para esa misión, Charly”. Charly era miembro del club de ajedrez, deporte favorito del sedentario conserje Jorge, y reciente campeón de la ciudad. Tan sólo tendría que decirle al conserje que le dejara entrar a la sala de juegos, donde tenían los tableros y los libros de ajedrez. De allí al gimnasio tan sólo mediaba un pasillo. Y con un carnet de plástico sería fácil entrar en caso de ser necesario. “¿Y qué haremos una vez dentro, Pet... señor?”. Esa era la pregunta clave, y Pete debía resolverla sin dar sospechas de que conocía los planes del coronel Porter. Todos sabían del interés de Lorena por Pete, pero no podían saber que ella era su confidente, debía mantener ese aura de saber adivinar los pensamientos de los enemigos. “Pensad por un momento, ¿qué creéis que harán el coronel y los suyos?”. Sam, el más resuelto a la hora de hablar, comenzó: “Está claro, molestar a las chicas”. “Cierto, Sam, pero... ¿cómo?” Todos se quedaron unos momentos callados, Pete disfrutaba de estos momentos, faltaba poco para dar su golpe de gracia. “¿Les harán burla cuando ensayen?”, dijo Ronnie. “Bien pensado, veo que vais aprendiendo”, convenía decirles siempre palabras de ánimo para mantener alta la moral de la tropa, “pero pensad cómo es el coronel Porter... buscará siempre la forma de hacerles el mayor daño posible. ¿Burlarse mientras ensayan? Sí, pero habrá alguien con ellas, las podrían defender y el efecto sería menor... En cambio... si son chicas, ¿en qué lugar podría de verdad molestarlas?”. Guardó un segundo de silencio antes de decir: “Recordad que estamos hablando del gimnasio...” Charly soltó un grito: “¡El vestuario! ¡El vestuario de las chicas!” Pete sonrió: “Exacto. Y, acercaos, os voy a explicar mi plan...”



Disimularon ante Jorge sentándose ante dos tableros de ajedrez. Charly convenció a Jorge que quería enseñarles el jaque pastor, que eran amigos que se estaban animando a entrar en el mundo del ajedrez. Jorge sonreía entusiasmado, hablando bajito, como no queriendo molestarles. Se disculpó ante los chicos, puesto que sus obligaciones le reclamaban en la conserjería, pero que si le necesitaban para algo no dudaran en avisarle.

Charly, sin dejar de mirar la puerta por la que había salido el conserje, comenzó hablar en voz alta explicándoles cómo era el jaque pastor. Al cabo de unos instantes, calló. Todos permanecieron en silencio. No se oía nada. Bien, el conserje estaba en su puesto: campo libre.

Tratando de hacer el menor ruido posible, salieron con sus mochilas hacia el gimnasio. La puerta estaba abierta, así que entraron con facilidad. Una vez allí, se colaron en el vestuario de las chicas y comenzaron a instalar el operativo. “Bien”, dijo Pete, “ahora falta esperar a que lleguen ellas y les comentemos nuestro plan. Es fundamental su colaboración para que todo funcione. Dejadme a mí.” Y todos asintieron, que para eso Pete era el jefe.

Al cabo de pocos minutos, comenzaron a llegar las chicas. Una de ellas, sonriendo coqueta, dijo al verlos en el pasillo de los vestuarios: “¿Venís a vernos ensayar, chicos?” y soltó una risita a la que hiceron eco las demás. Pete, con semblante tranquilo pero serio, se dirigió a la capitana. Entre risitas y codazos de las demás, les contó el ataque planeado por el coronel Porter y sun plan para desbaratarlo. “¡Ese idiota! ¡Siempre igual! Como le gusta la Jessy, y la Jessy le ha dado calabazas, no para”. “Por eso mismo tenéis que ayudarnos”, dijo Pete. “Será divertido”, dijo Jessy, “contad con nosotras”.



El coronel Porter y sus hombres no tuvieron ninguna dificultad para entrar. Convencieron al conserje que debían acudir al gimnasio a por las redes para las porterías y a por el balón, que debían entrenar para el partido de mañana. “¿Pero todos estáis en el equipo?”, les preguntó Jorge. “No, éstos no”, contestó Porter señalando a sus tres compañeros, “pero yo sí, y me van a ayudar a tirar faltas. Serán mi barrera”. El conserje se encogió de hombros y les dejó pasar. “Las chicas están en el gimnasio ensayando, no las molestéis, ¿eh?”, les comentó guiñando un ojo. El coronel Porter dibujó una sonrisa enigmática: “No se preocupe, seremos buenos chicos, ¿verdad?”. Y los muchachos sofocaron alguna que otra risa mientras se dirigían al gimnasio.

A la señal de su jefe, caminaron de puntillas colándose uno a uno en el vestuario de las chicas, con sus cánticos de fondo. Una vez dentro, el coronel los reunió en un pequeño corro: “Escuchad, vamos a lo que vamos. Lo primero, escondemos sus ropitas y sus mochilitas...” . De pronto se calló. Alguien había apagado la luz. “¿Quién ha sido el idiota que le ha dado a la luz, eh?”. Todos negaron.

De pronto, se oyó un ruido extraño, como un arrastrar de cadenas. “¡Maldita sea, hay alguien más aquí! ¡Vámonos!”, bramó entre dientes el coronel Porter. “¡La puerta está cerrada, coronel!”, exclamó uno de los muchachos. Los ruidos aumentaban. Esta vez eran voces extrañas, de ultratumba. “¿Quién está ahí?”, dijo alzando la voz el coronel. Tras un instante de silencio, se oyó una voz agónica susurrar: “¡Vengaaanzaaaa...! ¡Mueeerteeee...!” Los chicos comenzaron a asustarse. Porter se impacientó. “¡Vamos, chicos, no seais maricas! Eso es que alguien se ha chivado y nos quieren tomar el pelo, ¡aquí no hay fantasmas!” Pero uno de los muchachos soltó un tanto tembloroso: “Bue, bueno... dicen que una vez murió alguien aq.. aquí, ¿eh?”, que provocó murmullos nerviosos en el resto. Nuevas voces, suspiros, y ruido de un portazo: “¡BLAM!” Todos pegaron un bote. El coronel Porter dio un coscorrón al que tenía más cerca: “¡Vaya mierda de tropa! ¡Que aquí no hay fantasmas, panda de gallinas!”. Los ruidos cesaron de golpe. Se quedaron todos en silencio. Agudizando el oído, se podía oir como un arrastrar de pies. Buscando ver en la oscuridad, el coronel Porter y los muchachos miraban ansiosos con los ojos bien abiertos. Uno de ellos dijo: “Cr... creo que... algo viene hacia aquí”. Y, como confirmando sus palabras, entrevieron en la oscuridad una figura pequeña que caminaba pesadamente hacia ellos. Levantó un poco los brazos y respiró profundamente. “¿Quién eres tú?”, bramó Porter, “¿quién demon...?” De pronto, varias luces cegadoras les deslumbraron, al tiempo que entrevieron que esa figura... ¡estaba manchada de sangre!

Despavoridos, tropezaron todos contra la puerta que, tras forecejos, golpetazos y gritos varios, se abrió repentinamente desparramando al coronel Porter y sus muchachos en medio del pasillo. Unas carcajadas femeninas les recibieron: eran las chicas que estaban de pie, señalándoles con sus dedos mientras se torcían de la risa. Detrás suyo, nuevas risotadas, esta vez de Pete y sus muchachos, armados de cámaras fotográficas con flash, un radiocassete con una cinta de efectos sonoros y con Ronnie de estrella, embadurnado de ketchup su ya roja cabellera. Los muchachos se incorporaron sacudiéndose la ropa y con la mirada baja, colorados de vergüenza. A un gesto de Pete, sus chicos detuvieron las bromas. “Espero, coronel Porter”, comenzó a hablar seriamente Pete, aunque se le escapaba media sonrisa, “que hayáis aprendido la lección”. Porter le clavó una mirada furiosa, aunque no dijo nada.

De pronto, sonó la sirena del colegio. Y tronó la voz del conserje: “¡Fuegoooooooooooooo!” Todos los chicos se sobresaltaron. “¿Fuego? ¿Ha dicho fuego? ¡Vamos! ¡Salgamos de aquí!” Olvidando el incidente, todos a una se dirigieron a la puerta del gimnasio. “¡Está cerrada! ¡Se ha quedado bloqueada!”, chilló Jessy. Los chicos pelearon entre ellos nerviosamente empujando la puerta, pero no cedia. Uno de los chicos sacó un carnet de plástico de su cartera, pero, un nuevo grito del conserje y el sonido de la sirena, que parecía gritar desesperada, hizo que las manos le temblaran y el carnet cayera, deslizándose por debajo de la puerta. Entre insultos por su torpeza, alguien comenzó a gritar el nombre del conserje, Jorge. Todos, como un eco, corearon asustados mientras aporreaban la puerta.

En cuestión de segundos, apareció a través de la cristalera de la puerta, la inconfundible silueta del conserje: “¡Es Jorge, chicos, estamos salvados!” Pero, de pronto, la silueta se dobló, como si cayera retorcida de dolor.

Todos empalidecieron: “¿Jo... Jorge...?” Se hizo un silencio sepulcral, convirtiendo el sonido de la sirena en un ruido de fondo. Jorge seguía doblado, el cuerpo le temblaba...

...y sonó una atronadora carcajada, una risa inconfundible para todos: la risa de Jorge. “¡Habéis picado! ¡Ja, ja, ja!” Los chavales se miraron incrédulos pero, cuando el conserje les abrió por fin la puerta, lo entendieron todo perfectamente: “¡Ja, ja, ja! ¡Tendríais que veros las caras, muchachos! ¡Ja, ja, ja! ¿Qué os creías? ¿Qué podéis usar el colegio para vuestros jueguecitos sólo porque está el bueno de Jorge, eh? ¡Ja, ja, ja! ¡Que sabe más el diablo por viejo que por diablo!”, exclamaba entre lágrimas.



Siguiendo las instrucciones de Jorge, todos recogieron sus cosas y ordenaron el estropicio que habían montado en los vestuarios. Durante un rato permanecieron callados o renegando entre dientes pero al cabo de unos minutos, como Jorge seguía riendo, acabaron por recuperar el buen humor. “Nos la ha dado con queso, ¿eh, Pete?”, le dijo Jamie guiñándole el ojo. Pete asintió sonriendo y, señalando con el pulgar, dijo: “A este deberíamos hacerle general, por lo menos”, lo que provocó alguna que otra risa entre los muchachos, menos en el coronel Porter, que, tras dos sustos seguidos, seguía ceñudo y con las orejas coloradas como tomates.



Ya de nuevo en el cuartel general, “el de la bicicleta”, Pete y su “grupo especial”, tras dejar que Ronnie se lavara bien el ketchup y se inundara de colonia (“Ronnie, ¡matarías a las ratas, jolín, apestas!”, dijo Charly, a lo que Ronnie respondió muy ufano “¡Qué sabrás tú de oler bien!”, mientras se atusaba el pelo con la mano), el grupo realizó una animada reunión donde escribieron detalladamente los pormenores de su nueva aventura al tiempo que daban cuenta de las vituallas que quedaban del día anterior.

Cuando la reunión se dio por acabada, Pete se separó de los demás, se sentó en su pluf y, desliando con parsimonia uno de sus cigarrillos de chocolate, pensó en cuál sería la siguiente fechoría del coronel Porter y sus secuaces. Pero, de pronto, mientras mordisqueaba el chocolate, otras imágenes se le colaron: el largo cabello, los grandes ojos negros y la sonrisa de Jessy. Dejando escapar una sonrisa tímida, Pete se terminó su cigarrillo sin darse cuenta que se le habían subido los colores a las mejillas.


Texto agregado el 17-02-2005, y leído por 1048 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
14-06-2005 Buen cuento. Sólo hay que cuidar errores de dedo. demabe
10-05-2005 Muy bueno y entretenido. La narración es ágil. Ojalá continúe con otras aventuras. Felicitaciones y van mis 5* jorval
22-04-2005 Lo encontre genial,te daria un millar de estrellas.Pero solo se pueden dar 5 como los dedos de la mano que te saluda. terref
13-04-2005 Me encantó, me hizo acordar a los libros de Crompton que devoraba de chica... el travieso Guillermo y sus proscritos, je. Estos también andan desfazando entuertos. Espero que sea una saga. estrellas y felicitaciones mil. KaLyA
11-04-2005 Al principio por el titulo, pense que se trataria de historias de policias. Me doy con la sorpresa que se trata sobre esto. Muy bien escrito. Tal vez se convierta en una seguidilla como lo hizo Dante. felipegaldoz
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