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Dejé de exprimir limones y rocié todo el néctar ácido sobre las ya picadas presas de pescado, busqué un cigarro en uno de mis bolsillos borrachos. Atropellado y moribundo apareció, con el olor a la noche anterior, durmiendo lo que yo no había dormido, en una posición casi fetal. Empezó a morir en mi boca, mientras la arruinada cocina tomaba un color marino; la infaltable cerveza medicinal, se peleaba el protagonismo con el desvanecido cigarrillo y el exprimidor anaranjado discriminaba a las viejas pepas mientras las jóvenes, dichosas, yacían alegres sobre el lenguado descuartizado.

Abro muchas gavetas llenas de vasijas e instrumentos culinarios que nunca he usado y creo nunca se usarán, sin encontrar nunca el compendio de aliños, que brindarán a mi boca un sabor inolvidable, no por su combinación, sino por el momento. Trato de recordar en que vaso me quedé dormido ayer y sobre quién derramé un millar de palabras que, espero, hayan conjugado algo lógico. Encuentro, por fin, en el más recóndito de los lugares, un comino olvidado y una prostituta pimienta, que se vende a cualquiera que desee morir en sus ardientes labios. Les convido un poco de oxígeno y los devuelvo a su escondite.
La sal me espera, soberbia como siempre, me ha mirado todo el tiempo sabiendo que no puedo prescindir de ella.

Mis manos toman un color tan antiguo, que me mandan en un instante fotos difusas del tiempo en que sólo mis ojos y mis pequeños dedos alcanzaban el mesón que hoy acoge al irreconocible lenguado, que ayer apoyó los poemas culinarios de la mujer de mil historias, de mil pasos, de dolorosa despedida.
Agarro firme un cuchillo afilado, en espera de un enojo, y sin darme cuenta ya tengo entre mis dedos un ajo inmenso, cómo me encanta su olor y su falsedad, por fuera se muestra desvalido, seco y senil, siendo que por dentro es jugoso, fuerte y joven, mientras lo miro y aspiro el último respiro del cabizbajo cigarro, me recuerdo del viejo sabio, al cual no le conozco nombre, pero saludo al empezar un nuevo día, cuando paso por su casa y está sentado acompañado de su fiel silla playera y de toda una vida tatuada en sus ojos vidriosos. Mis manos ya impregnadas, comparten este olor con la transpirada lata de cerveza, que con una risa triunfal mira al filtro amarillo, que doblado y sin nombre yace entre cenizas y fósforos.

Trato de recordar, quien me falta invitar a este baile, miro la cesta de las verduras y recuerdo esa cesta de metal que luego de un tiempo murió oxidada en el tacho de la basura cuando era niño, era colgante y tenía tres partes, que iban creciendo en tamaño, a medida que se desplegaba, también recuerdo lo emocionante que fue la llegada de la nueva cesta, ya de colores y con más compartimentos, que ahora iría en el suelo. Cuando era niño la compra de un accesorio nuevo para la casa era motivo de alegría, de acompañar a mi padre en el armado, de pasarle las herramientas, de tratar de por lo menos apretar un tornillo, y sentir que algo de mí quedaba en ese armado.

Un joven ají verde, muy erguido, me desconecta del recuerdo, y me muestra su invitación, viene acompañado de una cebolla gorda como ella sola, son una pareja más que dispareja, él limpio y pulcro, orgulloso y gallardo. Ella, en cambio, es de pueblo, sencilla, creció entre tierra y polvo. Ansioso por agregarlos al sabroso plato, el cuchillo me quita la analgésica cerveza y se instala en mi mano, desesperado por demostrarme algo. Todos estos años trabajando en esta cocina, le han enseñado muchas cosas, una de ellas es que los ropajes son nada frente a lo que cubren. Abro con sumo cuidado el ají y me doy cuenta de lo vacío que es, ahí está, sin poder defenderse, su piel lisa ya no está, sólo quedan sus blancas y picantes pepas. La cebolla callada espera su turno, con un corte y mis manos la desprendo de su humilde vestido, mientras va apareciendo un cuerpo tierno, joven, limpio, suave, un cuerpo jugoso lleno de vida, que me hace llorar sin razón alguna.

Todo está listo, sólo queda esperar a que los trozos del fresco lenguado se impregnen, al igual que mis dedos, de todos los ingredientes. Sentado junto a la cerveza lo miro tratando de apurar con mis ojos, al jugo de limón, a él le toca trabajar. De repente, una tos ininterrumpida, acompañada de un lamento me despierta, la luz no está, no se encuentra ni la cerveza ni la cocina y no estoy sentado, arropado y transpirado... me encuentro en otro lugar, que miro solo con un ojo, una voz baja y lenta se dirige a mí, preguntándome la hora, un dolor que comprende todo mi cuerpo no me deja levantarme, y el olor a trasnoche me hace reír un poco, algunos cuerpos están a mi lado, rostros conocidos y ya usuales en este tipo de situaciones, maldición es la palabra que ronda solitaria en mi mente, mientras un: ¿vamos gueon?, me levanta de la cama. Mi respuesta afirmativa me hace colocarme los zapatos y salir de la casa. Todo fue un llamado de mi cuerpo, un sueño.

Lo peor de todo es que estoy a tres cuadras de la caleta, sólo tengo en mis bolsillos doscientos cincuenta pesos, una tapa, un encendedor que no es mío y un sueño terrible. Aunque en realidad no tengo muchas ganas de comer en estos momentos.

Texto agregado el 03-03-2005, y leído por 186 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-03-2005 Buenisimo brother, lo estoy leyendo en vez de trabajar y no aguanto que sean las cinco para yr a quitarme esta goma, Saludos. jimmi
 
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