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Érase una agraciada joven de un pequeño pueblo, zona de granjas y fincas, de ponedoras y cunicultura, de huertas repletas de achicoria, rabanitos, ajo y batatas. A pesar de estar a tan solo 180 km. de la ciudad de Córdoba, mantenía todas las tradiciones de los antiguos poblados.
Su nombre: Tomasita. Delgada, pero de una delgadez sentadora a sus bien proporcionadas formas, en su fino y trigueño rostro brillaban con fascinante atracción dos espléndidos ojos negros, protegidos por largas, sedosas y también oscuras pestañas.
Su pecho, finamente delineado, elevábase al rítmico compás de su respiración, y sobre su largo cuello el sagrado amuleto, llamado cruz entre los creyentes.
Cierto joven, de nombre Juan Ramón, muy trabajador y vecino de Tomasita, decidió enamorarse de ella, como si por algún hechizo sociológico de las pequeñas comunas rurales debiesen casarse los hijos de casas contiguas.
La pequeña, sintióse atraída hacia ese aspecto bruscamente tierno, que tan bellas palabras sabía susurrarle al oído; la atracción pronto se convirtió en amor y aquellos dos seres tan afines física, social y espiritualmente se unieron en matrimonio.
De aquella unión nació un niño, a quien llamaron Josesito, sonrosado, de tierna y hermosa mirada, creció rápidamente y a los cinco años era el alma y la luz de la pequeña granja; la inteligencia y honradez se despertaron en él muy temprano y se unía a su bellos rasgos físicos una expresión de bondad que anunciaba su futura pobreza.
El primogénito poseía también una insaciable curiosidad por aquello que lo rodeaba, lo que se traducía en interminables juegos con toda clase de serpientes, lombrices, iguanas, sapos, gallos e insectos de variada locomoción, (juegos desconocidos para los chicos de las metrópolis, que requieren de máquinas para suplir su imaginación); siempre en compañía de su noble guardián, un Dogo de ocho meses que lo doblaba en peso y altura, que su abuelo había ganado en un disputado partido de truco.
La granja de los Arrieta representaba la idea misma de la dicha.
Pero ese mismo año al infante habíanle diagnosticado una enfermedad desconocida hasta para los hombres de ciencia que habitaban las grandes ciudades, el dispensario municipal no tenía los insumos mínimos, menos tendría medicación, los hospitales de la zona estaban desbordados y recomendaron a la madre buscar nuevas alternativas, pues la medicina no reconocía posible solución para dicha enfermedad terminal. Menos aún a quien carece de recursos para buscarla.
El padre preso del dolor, se encerró en sus oficios para escapar a la terrible realidad, por las noches era el alcohol el encargado de la misma tarea. Herramientas y damajuanas.
Cierto día de otoño el niño amaneció más dolorido que nunca, llamó a su querida madre y dijo estar muriendo, pero Tomasita no se resignó a aceptar el rudo golpe que el destino le asestaba, y tomando el tibio y casi muerto cuerpecito en sus brazos, se lanzó desesperadamente en busca de esa alternativa que Hipócrates le negaba.
La gente, al ver esa imagen desoladora y absurda, comenzó a dudar de la salud mental de la madre, igualmente y presintiendo que tal vez era el último día que vería con vida a su hijo, se encontró con el párroco local en demanda de la panacea.
El viejo sacerdote expresó que solo un milagro curaría a su hijo, pero a medida que transcurría el día, dos anillos opacos rodearon los ojos del niño, la palidez de su rostro se transformaba en colorados y violáceos, producto de las altas temperaturas del cuerpo, la dificultosa respiración y un sin fin de atroces síntomas que aparecían como anunciando lo inevitable.
El padre y guía espiritual de aquellos habitantes semicultos quien, comprendiendo el problema que la afligía, con tono firme le recomendó rezar incansablemente, comunicarse a través de la oración con aquel Dios protector, y pedirle perdón por los graves pecados que motivaron este cruel castigo; la madre a cuyo corazón se le sumaba una injustificada culpa, aunque muy devota no creyó suficiente lo encomendado por el cura y encargó esa labor a su esposo, mientras ella seguiría en la carrera contra el tiempo y la enfermedad.
Se decía que en el pueblo vecino vivía una sabia anciana que ayudaba a la gente con métodos aborígenes, daba consejos siempre certeros y era consultada por esa experiencia que le fue transmitida de generación en generación durante miles de años.
Esta mujer de unos setenta años, vivía en un ranchito de adobe rodeado de estrellas federales y espinudos, talas, olmos, paraísos e imponentes algarrobos que le servían de protección contra el calor y algunas lluvias; gallinas, cabras y perros de raza dudosa pero certera lealtad, acompañaban su voluntaria soledad, no utilizaba ni gas ni electricidad por su creencia de lastimar a la Pachamama (aún sin conocimientos técnicos se adelantaba a los ecologistas); a pesar de ser tan conocida en la zona, nadie sabía su nombre, era solo “la vieja”.
Cuando María Tomaza expuso los motivos de su presencia, la vieja, de manera seria y pausada haciendo propio el sufrimiento de esa madre le dijo con voz suave: “amiga consigue para curar a tu hijo, un ramo de ruda hembra del jardín de quien nunca haya llorado la desaparición de un ser querido, antes de terminar el día”
La incansable Tomasita recobró la fe y la esperanza casi perdida, aun quedaban varias horas, iluminaba su rostro una interminable sonrisa, no podía creer que tal vez el milagro fuese posible y en busca de aquel yuyo que reviviera a su hijo casi muerto, recorrió todas las granjas de su pueblo, las fincas y jardines de los pueblos vecinos la vieron transitar obsesivamente llamando puertas, pidiendo y rogando con todas sus fuerzas encontrar aquello.
El pequeño niño de mirada compasiva y bondadosa ya no respiraba, y su corazón ya no latía, cuando la joven madre comprobó que absolutamente en todos los lugares a cuya puertas golpeó, habían sufrido la perdida de un ser amado y que por lo tanto la sanación ya no era posible.
Desconsolada, con su corazón de madre destrozado por el dolor y sus brazos cargando el cuerpo ya sin vida de su hijo, volvió para pedir explicaciones a la anciana, quien la consoló diciendo: “amiga, tu inútil búsqueda te ha probado que tarde o temprano se cumple inexorablemente la ley de la naturaleza, cuyo acto final es la muerte, el alma inocente de tu hijo ha volado a otros mundos y desde allí te ama y te contempla, su cuerpo ya no sufre más, seca esas lágrimas, piensa en darle correcta sepultura y siempre recuerda que lo inmortal, lo perenne, ya habita en las altas regiones de lo eterno.”

Texto agregado el 04-03-2005, y leído por 587 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-06-2005 Un cuento muy lindo y esperanzador, magníficamente redactado y con la tensión justa para llevarnos de la mano a un final inesperado. Felicitaciones y mis estrellas. AnitaSol
 
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