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Un día se levantó y se dio cuenta de que su vida estaba atada a un reloj. Su existencia se regía por las agujas de un estúpido reloj. No era otra cosa que un pequeño aparato metálico el que decidía por él cuando debía comer, cuando debía dormir, cuando debía levantarse. Al principio no le dio mayor importancia, le parecía una situación común, terriblemente incomoda, pero común, pero a lo largo del tiempo aquella idea se le había ido metiendo cada vez más profundamente en su cabeza, impidiéndole pensar en apenas otra cosa que no fuera el poder que aquel extraño objeto tenía sobre él, y sobre cualquier persona.

Y la obsesión creció por momentos. John se daba cuenta de que el reloj no solo le marcaba las pautas de una monótona vida, sino que además era el reloj y no él quien decidía cuando debía llorar, cuando debía reír, cuando debía suspirar… En un ataque de curiosidad incluso se detuvo a escuchar los latidos de su corazón, para descubrir aterrorizado como este latía perfectamente al unísono con el segundero de su maldito reloj.

Los días pasaban y lentamente John consumía las horas aterrorizado bajo la atenta vigilancia de su incansable reloj. Comía cuando él se lo indicaba, veía la televisión solo si las crueles manecillas se lo permitían, se arrastraba por el trabajo mientras los segundos acusadores le recordaban que debía permanecer allí.

Pero un día no pudo más. John se despertó esa mañana bajo el molesto pitido de la alarma de su ya odiado reloj. La desconectó entre bostezos y, tras dudar por unos momentos, se quitó la correa de su reloj de la muñeca y lo introdujo en el cajón de su cama. John permaneció en la cama durante unos cuantos minutos más, que le parecieron eternos. ¿Qué hora será? Se descubrió preguntándose así mismo. Agitó la cabeza para sacar esa duda de ella. “¿Qué importancia tiene la hora? No dejes que el tiempo te domine” pensó mientras observaba desorientado la habitación.

De repente, el mundo era totalmente diferente. John se levantó y se tomo una ducha, pero no una de esas duchas de 3 minutos para ir a trabajar. No. Abrió el grifo del agua caliente y se sumergió bajo ella dejando su mente en blanco durante un largo y delicioso periodo de tiempo.

Cuando al fin salió de la ducha, John estaba totalmente desorientado. No sabía que hora podía ser, y no sabía que debía hacer en ese momento. Tal libertad había llegado a confundirlo, y se tomo unos minutos en observar a su alrededor. Aquella sala en la que había pasado tantas horas de tantos días de tantos años era una sala completamente nueva para él. Observo el color de las paredes por primera vez desde que vivía en esa casa. Se sintió vivo por un momento al tomarse un minuto para escucharse respirar, para escuchar sus pisadas. Después de todo esto salió a la calle

Aquel era un mundo diferente. Camino despacio, observando detenidamente cada calle, cada pequeña esquina, y sobre todo, cada persona. Observo las caras vacías de las personas caminando con un endiablado ritmo sobre el asfalto, dirigiéndose a sus destinos. Era capaz de oír los incesantes golpeteos de cada uno de los diferentes relojes que marcaban las vidas de aquellas personas. Algunas de ellas lo miraron con cara de asombro, otros con cierto desprecio. A John no le importaba. Estaba absorto descubriendo un mundo que no podía imaginar que existiera.

Continuó caminando y entró en un viejo café en el que un pequeño grupo de Blues interpretaba melancólicamente algún viejo tema ya olvidado. Se sentó cerca de la banda, pidió un café y se acurrucó en el delicioso sonido que se filtraba en sus oídos. Observó a las personas que lo rodeaban con asombro. Todos parecían estar disfrutando de aquel mismo momento con la intensidad con la que él mismo lo estaba disfrutando. Afinó aún más el oído para filtrar a través de la música, buscando el constante repicar que tan familiar le resultaba ya, y se sorprendió al descubrir que no podía oírse allí reloj alguno. Atónito miró a su alrededor y observó en todas aquellas personas la más dulce de las sonrisas, la sonrisa de alguien que sabe que no tiene que rendir cuentas ante nadie, la sonrisa de una persona que sabe que es libre. De repente, sus ojos se fijaron en un cartel que aparecía sobre un pequeño corcho de madera. En él, un reloj perfectamente dibujado aparecía impreso en una clara señal prohibitiva. Intrigado preguntó al camarero sobre aquel cartel.

“oh si señor, no se permiten relojes en este local”
John se quedó de piedra al oír semejante cosa. Al principio su mente quiso juzgar aquello de absurdo, pero su nueva forma de ver el mundo, su nueva forma de pensar pronto le hizo ver que aquella era una norma de lo más lógica.

Permaneció allí durante muchísimo tiempo más, deleitándose con la música mientras el día tocaba a su fin y la noche se iba apoderando de las calles. Cuando al fin se decidió, se levantó y volvió a su casa.

Ya en su habitación, John abrió el cajón de su mesita y saco de allí su viejo reloj. Allí estaba, ante el, con su constante repiqueteo. Lo agarró con fuerza y lo lanzó contra la pared de su habitación. El reloj estallo en mil pedazos, bañando de pequeñas piezas y engranajes la habitación. John se estremeció por un momento al escuchar, una vez destrozado el reloj, aquel tedioso repiqueteo de nuevo, pero pronto recuperó su tranquilidad al descubrir que no era más que su propio corazón, al que por primera vez podía escuchar por encima de la maquina de latón que había dirigido su vida en su lugar durante tantos años

Texto agregado el 07-03-2005, y leído por 126 visitantes. (0 votos)


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