Ah, mierda.
¿Qué importa? No importa, absolutamente nada importa.
La cabeza le va a estallar en cualquier momento, casi cuenta los segundos que quedan antes que detone.
Busca en el cajón al costado de su cama, saca telas que alguna vez fueron ropas que le abrigaron, su mano se mueve ciega, busca más adentro.
Mierda.
No está.
Mierda!
Seguro fue su madre quien la sacó, quien la escondió. La maldice como la primera vez, con odio.
No, ya no va aguantar más, porque simplemente no puede.
Son las 9.
Carajo.
Todos despiertos y moviéndose allá afuera, fuera de su mundo. Que traguen rápido, que rápido se duerman, que rápido dejen de existir!
Mierda.
Se tira en su cama y se pone la almohada en la cara. No duró mucho así, el calor de su aliento empezó a ser asfixiante, quitó la almohada.
Vuelve a buscar, era desesperante, tal vez no buscó bien la primera vez.
No está.
Mierda.
Está al límite, no sólo es su cabeza, ahora también es el alma la que le iba a estallar, y de paso, hacer añicos su cuerpo.
No. No. No.
No va aguantar.
Cierra los puños tan fuerte como puede.
Carajo, no es igual, no es igual.
Se agita.
Quiere gritar, quiere llorar, quiere abrir los ojos, pero no puede con ninguno.
Recuerda los ejercicios respiratorios que le recomendaron... ‘relajantes’... se quiere reír pero tampoco puede con eso.
Los practica un poco, que mierda, es basura.
Escucha algo.
Ah. Es esa maldita gata en celo que toca su puerta, la rasguña, reclama a su macho. Que se largue a buscar en otra puerta, esta no se va abrir.
Sus ojos buscan el tiempo.
La maldita ansiedad sabe atormentar.
Mierda.
10 y media.
La gata insiste, gata arrecha, que extraña a su macho, implora por él.
La ignora.
Los escucha a todos. Aún existen, se mueven, hacen bulla, chillan como bestias heridas.
Carajo.
Que las malditas heridas terminen de matarlos de una vez!
Empieza a rascar su palma con furia.
Qué pérdida de tiempo, no es igual, nunca es igual.
Se asfixia de nuevo.
Maldita sea.
Quiere huir, se quiere hundir, desaparecer.
Sus manos sudorosas se estrangulan y ve cómo sus dedos se tornan rojos, hasta morados.
Las yemas le pican, se las quiere morder.
Las hizo competir, a ver cuál mano hace más daño.
La cansada competencia dio como vencedora a la izquierda, que logró causar más hinchazón en la derecha.
Que pena, no hay derecho a medalla.
Aunque es algo, esta vez es algo.
Sí.
Regresa a los numeritos verdes.
11 y 35?
No, ya no veía bien.
11 y 55.
Carajo.
El maldito juego de manos le distrajo.
Se excitó al saber que le queda poco por esperar. Solo veinte más, veinte más.
Comenzó a jugar con los dedos inflados como globos, sobre todo en las puntas. Picaban, y las mordía.
Mierda.
No es igual, lo sabe, pero es algo.
Sí, es algo, y eso le hace sonreír.
Revisó su reloj.
Por fin, tiempo de tenerlo.
Sin darse cuenta está afuera, en un lugar donde aún huele a comida calentada.
Está oscuro, pero sus manos saben dónde encontrar.
Siente su fría y lisa textura.
La sonrisa se hace evidente.
Lo saca con cuidado, sin hacer ruido, pero con ansiedad.
Lo coge del mango y nota el brillo azulino que de su hoja se escapa.
Coloca el filo en la palma izquierda, siempre la palma, siempre las palmas.
Lo desliza y el rojo metálico se libera. Igual que su alma, igual que su dolor.
Siente que sus dedos derechos siguen inflamados.
Cambia de mano a la herramienta y la posa en dos gordas yemas.
Las corta.
Cierra los ojos y siente paz.
Oh, sí.
La sonrisa aparece una vez más.
Oh, sí.
Aún no encuentra mejor calmante.
Tal vez nunca lo haga.
Ja!
Tal vez nunca lo haya.