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LOS ALARIDOS

Original de Carlo Tegoma

El trabajar a escondidas de su esposo no era algo que le agradara a la doctora Bonet, pero como científica e investigadora a veces prefería que su esposo no interviniera hasta haber concluido su proyecto.
Esa mañana se despertó mas temprano infringiendo su costumbre, estaba trabajando en una investigación sumamente interesante. Llegó a su laboratorio, tomó una pequeña caja sellada y la abrió al instante, eran un par de sensores color cobre opaco; tomó también una probeta vertiendo el contenido viscoso de ella dentro de un matraz de Erlen Meyer, en él había unas gotas de mercurio. Lo dejó secar. A través de un microscopio potente y utilizando un microdisparador vía láser empezó a solidificar la mezcla uniéndola con los sensores, utilizaba para su acometido el acompañamiento para los sonidos un simple estetoscopio. Como resultado final obtuvo dos pequeños artefactos ligeramente más grandes que el tamaño de un arroz.
Se los colocó en los oídos accionando una pequeña caja tipo control remoto, esperó. Escuchó unos pasos, salió del laboratorio esperando ver a alguien pero lo único que vio fue a un arrogante gato gris caminando sobre el techo como a tres casas de su laboratorio. No sucedía nada. Poco a poco escuchó unos pasos, eran ruidos de pasos silenciosos pero firmes, había mucha gente caminando sobre las aceras pero no eran esa clase de pisadas; algo notó durante ese lapso de tiempo: el ritmo de los pasos coincidían con el lento caminar del gato, ¡Era increíble!, el aparato funcionaba que estuvo a punto de gritar de alegría.
La doctora entró al laboratorio, tomó el control remoto de su invento, se quitó los pequeños dispositivos de los oídos y se retiró a casa. (Cabe aclarar que éstos se sostenían en la membrana auditiva a través de una goma sensible que reaccionaba ante la piel). Llegó a casa, saludó a su pequeña hija.
- Hola mamá.
- Que tal mi amor, ¿Cómo va tu trabajo de Biología? ¿Has podido disecar esas ranas?
- Ya casi termino, papá avisó que llegará tarde a cenar.
- Bien cariño, cualquier cosas que se ofrezca estaré en la biblioteca, pero por favor tocas antes de entrar, mami estará trabajando y no desea ser interrumpida.
Entró, tomó los pequeños dispositivos, el control remoto del tamaño de una ficha de dominó yacía sobre su mano derecha, accionó, esperó un momento. No se oía ningún ruido, por algunos segundos sólo percibía el extraño chillido interior del silencio, en su mente germinaba el sonido seco de la nada. Ningún ruido. Silencio total. Todo en calma, todo apacible…esperó…escuchó algo…algo tan terrible…
- ¡Santo Dios!
Un extraño ruido amenazó con reventarle el tímpano, salió de la biblioteca, el grito provenía de la habitación de su hija.
- ¡Hija! ¿Qué sucede? ¿Por Dios, estás bien?
Su pequeña hija estaba sentada sobre una silla y sobre el escritorio infantil tenía una caja que contenía una rana boca arriba y amarrada con cinta adhesiva de las extremidades.
- ¿Qué sucede, mamá? ¿Por qué gritas? - Todo estaba absolutamente en calma.
- Oh, no, yo…lo siento...creí escuchar algo.
Vio a la pequeña rana sangrar de su abdomen, pero seguí viva, su hija tenía una pequeña navaja en las manos.
- Por favor hija, ya no hagas sufrir a ese animalito.
La hija tomó la navaja, le clavó el objeto al animal en donde parecía estar el corazón, un gemido reprimido se convirtió de pronto en un chillido atroz de dolor y sufrimiento, provenía de la rana; ¡La doctora Bonet logró escuchar el llanto de una rana antes de morir, era una locura! Pero allí estaba, muerta, y los gritos no provenían de su imaginación. Apagó el sistema. Su mente empezó a realizar mil conjeturas, su invento no sólo podía percibir ruidos lejanos, también los sonidos no humanos. Inspeccionó minuciosamente su invento y su teoría, todo estaba bajo lo planeado. O su invento tenía una falla ó había descubierto algo difícil de creer, los sonidos reales de animales y quién sabe que más.
Se volvió a poner los artefactos, esperó. De pronto obtuvo respuesta. Un grito seco y ahogado caló en su mente, pero no era uno solo, eran varios, cientos de gritos, chillidos que estremecían al más fuerte, gritos como gente aplastada, como gatos quemados ó mujeres histéricas. Los gritos exigían clemencia. La doctora salió rápidamente de la casa, los gritos se escuchaban cada vez más cerca. Vio a su vecino podando el césped, hacía un ruido terrible con la máquina y aun así ella escuchaba el penetrante sonido que provenía de las hojas despedazadas. La doctora Bonet por un momento se olvidó de su invento, actuó simplemente como alguien en forma redentora.
- ¡Oiga deténgase! – gritó desesperada.
Al hacer el vecino caso omiso se dirigió hacía él y le arrebató con fuerza la podadora de las manos lanzándola hacia la calle segundo antes del paso de un enorme trailer por la carretera, éste hizo añicos el artefacto.
- ¿Qué le pasa, vieja loca? Necesito mi podadora.
El esposo de la doctora llegaba en ese momento ante los gritos del vecino y el contaminante sonido del claxon del trailer.
- Luisa, ¿Qué sucede?
La doctora fue hacia él y lo abrazó, sus ojos humedecidos voltearon hacia su esposo. Un chillido conjunto le sobresaltó.
- ¡Aquí, en mis oídos, ayúdame a sacármelos!
- ¡De que me estás hablando, Luis, por favor!
- ¡Están en mis oídos, por favor, escucho más gritos!
El esposo buscó en sus membranas auditivas, no encontró nada parecido a un invento. Al momento salió la pequeña hija corriendo por el césped. Los gritos continuaron. La doctora la vio correr, se apartó de su marido y fue hacia ella, los alaridos se prolongaban. Cargando a su hija la metió al corredor de la casa. No tocaba los aparatos en sus oídos, éstos estaban enrojecidos por el esfuerzo que hacían sus dedos. Se dirigió a su esposo nuevamente.
- Por favor, llévame a un hospital para que puedan quitarme éstos aparatos.
Los gritos cesaron, Luis empezó a cobrar serenidad, con parsimonia intentó explicar.
- Cielo, escucha, mira….
- Mi podadora, vieja loca. – gritó su vecino.
Cuando Luisa volteó hacia él, una escena peyorativa comenzó a estremecerla, la esposa del vecino gritón estaba a punto de cocinar fuera de casa algunas piezas de cangrejos, aunque éstos todavía seguían vivos. Vio la olla de agua hirviendo, resoplaba desdeñosa atizando el fuego de las brasas. La señora lentamente empezó a introducir los pequeños animalitos vivos al agua hirviendo, el vapor le sofocaba en la cara. Luisa sintió el golpe trémulo retumbando en su cerebro, los chillidos eran enloquecedores, eran demasiados gritos para ser soportados por una mente humana. Fue hacia las brasas y trató de apagar el fuego, el vecino no comprendía.
- ¡Por favor! – Le decía la señora – se están quemando.
El vecino veía al marido de la doctora pidiéndole con la mirada una buena explicación. El no sabía nada del invento y comprendió que su esposa había perdido la razón. La vecina gorda y lenta la veía con extrañeza, pero eso no le impidió terminar de meter todos los animalitos. Luisa tiró la olla. La doctora lloraba, el aparato se había incrustado en sus oídos para no salir jamás. Fue internada en un hospital para personas con desordenes mentales, los gritos no cesaron, los alaridos aumentaron, las quejas de plantas y flores, aún del más pequeño animalito. Todo en ese lugar la perseguía como queriéndola devorar y con sus horrendos gritos consumirla lenta y tortuosamente.


FIN


Copyright by Carlo Tegoma
ISBN 800422-12

Texto agregado el 19-03-2005, y leído por 1043 visitantes. (0 votos)


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