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LOS LÍMITES DE LA OBSESIÓN

Era una tarde fría, de esas que solo habitan en Bogotá, donde caen pequeñas gotas de lluvia y los pequeños refugios del centro de la ciudad se atiborran de gente, buscando un café como excusa para conversar o tan solo para meditar; en una tarde como esas yo estaba en aquel viejo café, en donde pase muchas tardes leyendo algunos buenos libros que compraba de segunda unas calles más abajo, cuando en un momento extraño, místico y tal ve mágico, levante mi rostro y dirigí mi mirada hacia la puerta en donde cruzaba una mujer de cabello rubio como el trigo, y con unos ojos verdes penetrantes que te cambiaban la respiración con solo mirarlos, y que decir de sus labios rojos que llevaban a mi mente a un lugar muy ajeno del cual me encontraba; en aquel momento me puse de pie y quise seguirla, quería decirle algo, así fuera una estupidez, solo para verla un poquito más, pero cuando llegué a la puerta era tarde, ella se había esfumado, tal vez por la brisa tan fuerte que había en la calle, no lo se, pero en ese momento sentí que mi vida había cambiado para siempre y que solo viviría para volverla a ver.

Le pregunte a los meseros, a la señora del aseo si ellos habían sido testigos de aquella aparición angelical, pero ninguno me supo dar razón, así que asumí como último recurso esperar todas las tardes, incluso los domingos en aquel café y en aquella silla que ella volviera a emerger, porque así como había ido una vez (pensaba en el fondo) tendría que volver hacia mí, para decirle que le amaba con solo haber visto su simple reflejo, que quería morirme en su rostro, es más, recordé que no había visto su cuerpo, aunque la verdad poco me importaba.

Pasaron los días, y luego los meses y nunca apareció, algún par de veces creí haberla visto pero solo era mi mente que me empezaba a jugar malas pasadas, y a mi novia de toda la vida, a Caro, se le empezaron a hacer bastante extrañas mis desapariciones por las tardes y la forma tan misteriosa como yo me comportaba en el café, a donde tuve que llevarla irremediablemente algunas veces, -con quién te encuentras acá, me crees imbécil- me decía y hasta con razón porque la verdad a pesar de que yo la quería, mi obsesión había hecho que el amor que sentía por ella desapareciera, y mi esperanza en aquel encuentro con la mujer hermosa, a pesar del paso del tiempo, se mantuviera allí, guardado en un cofre de Pandora esperando a que llegara y cruzara por esa puerta.

Habían pasado cinco años de aquella aparición y mi mente y mi corazón seguían firmes esperando en aquel café en donde me empecé a dar cuenta que ya me trataban de loco, de enfermo, de obsesivo, de peligroso, porque para nadie “normal” es “normal” esperar una aparición por más de un lustro, así que el administrador en muy buenos términos me dijo que yo estaba espantando a la clientela y que aunque le dolía mucho me pedía el favor que no volviera allí, a lo cual me negué rotundamente y le dije que lo único que podía hacer era cambiarme de lugar y tratar de irme un poco más temprano, a lo cual asintió con disgusto, porque yo seguía en mi espera, firme como el sol, porque no quería perder la partida contra el maldito destino, que así como nos trae las cosas de la misma forma no las quita.

Luego de una década de larga espera, decidí casarme con Caro, pero no abandonar la búsqueda de aquella mujer, por lo que compre la casa del frente del café, para de esa forma no despertar sospechas, aunque obviamente fue mucho más sospechoso cuando le dije a Caro que había comprado la casa allí, -se que escondes algo, pero lo averiguare, aún así, no sabes cuanto te amo-, decía de forma pausada, pero prevenida. Vivimos allí veinticinco años que dedique además de hacerle el amor a mi mujer todas las noches pensando en la mujer del café, al cuidado de mis dos hijos, que en cierta manera mitigaban la desilusión de no estar con la mujer que verdaderamente amaba y que tanto había esperado, pensaba en el fondo que su belleza con el paso de los años se había disminuido y que solo tal vez debería dejar de pensar en ella, pero no fue así, todas las tardes al terminar del trabajo, desde la ventana de mi casa trataba de verla entrando al café, cosa que no sucedió, y mi tristeza y desilusión empezaron a crecer como nunca, y aquel pedazo de mi corazón en donde guardaba todo mi amor para ella, se fue llenando de soledad y de más tristeza, hasta el punto que un día decidí abandonar mi trabajo, y dedicarme a mirar por esa ventana, para encontrarla y decirle cuanto la amaba.

Pasaron cincuenta años y debido a mi enfermedad que en ese momento ya reconocía, me enfermé severamente, y mis hijos con lágrimas en los ojos me decían que les dijera de una vez cual era ese problema que me atormentaba desde siempre y que me había llevado a estar en una cama los últimos diez años viviendo como un vegetal, sin comer ni dormir, solo mirando a aquella ferretería, porque el café lo habían cerrado hace ya muchos años, y uno de ellos, José, el menor, me reclamaba la muerte de Caro, la cual estuvo conmigo muchos años a sabiendas de que había algo detrás de mi comportamiento, pero tal vez algún día lo asumió como parte de mí y tal vez, solo tal vez me quería tanto que decidió cerrar los ojos y no ver lo que en verdad yo escondía, una maldita obsesión enfermiza, por una mujer, que ha pesar de mis setenta y cinco años de vida, sigo queriendo desde lo más profundo de mi ser, desde aquel único y desdichado día en el cual simplemente la miré.


Texto agregado el 21-03-2005, y leído por 136 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-04-2005 Una tierna obsesión que me va a obligar a seguir leyéndote. Enhorabuena. didi
 
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