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El sol grande y rojizo de finales de primavera se ve recortado contra el horizonte, como si la vía llevase directamente a su centro. Más cerca, la enorme estructura del silo del agua, el de la arena y el almacén de carga. Después el andén, el apeadero y la pequeña caseta de la cantina, con el viejo y destartalado cartel del apeadero, ya despintado y cubierto de mugre. Delante, los campos de trigo y girasol forman un mar árido de oro bullente, mecidos por el viento e iluminados por esa luz rojiza que confiere a la llanura, como a toda la meseta, esos atardeceres secos y polvorientos y ese aspecto de estepa abandonada.
Allí, a lo lejos, se mueve una sombre entre los girasoles. Jacinto entrecierra los ojos en un vano esfuerzo por distinguir algún rasgo. “Un labriego que vuelve a casa –piensa- o quizás algún chaval robándose unas pipas”.
El trabajo de guardagujas es tedioso. A fuerza de otear el horizonte en busca de algún detalle en que entretenerse, uno memoriza cada forma, cada momento de la tarde, cada luz. Jacinto lleva veinte años guardando el cambio de vías siguiente al apeadero. Su cara, morena, curtida por el sol y el viento árido, está llena de unas arrugas profundas que le dan aspecto de una infinita paciencia. Es la de uno de esos campesinos que poseen toda la sabiduría de muchos años de trabajar, ver y vivir. Y realmente es paciente, pues permanece allí, sentado, observando minuciosamente el horizonte, como siempre. La suya es la paciencia del que se resigna y acata su destino, del que ya ha dejado de luchar.
Esas arrugas hablan de ilusiones y de esfuerzos, de decepciones y cansancio; la serenidad de su rostro rudo, de honestidad y simpleza, toda su cara, de los años de una vida.

El sol desciende un ápice. Jacinto recuerda los años de su niñez, cuando corría entre las cabras y tiraba piedras a los pardales. En un punto recuerda a su madre, robusta, protectora y cariñosa. Recuerda las primeras sensaciones de su juventud.
El sol ha descendido algo más. Con la mano cubriendo el ceño, lo mira directamente y cree verse a sí mismo cuando ya pastoreaba. Ve a su padre como es él, dándole un pescozón cariñoso al notar por primera vez un indicio de barba. Y sigue recordando. Ve la primera vez que fue al baile; la ve a ella, joven y sencilla, bella como el campo y vuelve a sentir la emoción y las primeras ilusiones del amor, la vida en común.

El sol amenaza con ocultarse. Jacinto recuerda el trabajo duro y la oscuridad de una mina del norte. Siente la ilusión y el amor sincero que sólo se da entre los humildes convertirse en rutina, decepción y hastío. Siente la llamada de la tierra y recuerda la vuelta al pueblo. Recuerda la primera vez que vio la vía. Oye el silbido del tren, empezando por una válvula de vapor y transformándose progresivamente en una bocina. El sol deja de herir sus ojos mientras la máquina pasa por delante ruidosamente, con ese ritmo que ha acabado por marcarle la vida, arrojando viento caliente con olor a hierro y grasa, con olor a tren. El ritmo alegre del tren se pierde con los rayos del sol, como tantas veces antes.
Ya sólo la cuarta parte asoma por encima de los raíles, arrojando reflejos ígneos, como si las traviesas ardiesen. El recuerdo se torna amargo. Es la declinación de ver en qué quedaron las ilusiones y los sueños: la casona que no llegó a comprar, el dinero que ha faltado, los hijos que nunca llegaron, el amor disipado... Siente la frustración que hace que el corazón lata despacio, despacio, lentamente.
El último rayo de sol abre en sus sentimientos la herida de un arma oxidada. Han sido dos meses que le han marcado a fuego esa resignación final, ese cese en la lucha, esa manera de vivir como un autómata. Ella le ha dejado solo. Nunca llegó a decírselo. Era por ella por quien luchó y tuvo ilusiones, por quien pasó frío en la noche y viajó de ciudad en ciudad. Había luchado mucho y fracasado otro tanto, estaba cansado, pero no había dejado de luchar hasta que ella le dejó solo. Nunca se lo dijo, pero la quería.
Parpadea lenta y profundamente, una sola vez, como si fuese a arrojar una lágrima, pero ya están todas gastadas. Su rostro se serena. Exhala en silencio todo el aire de sus pulmones. El peso se marcha de sus hombros. Tranquilamente, deja que su cabeza se apoye sobre el hombro. El sol se ha puesto.


Ulises Grant.

Texto agregado el 29-11-2002, y leído por 911 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
14-12-2007 Un texto que logra conmover el tuyo. No conmueve pero inquieta ver los muchos cuenteros que han pasado por aquí sin dejar más rastro que en el número de visitantes. stefan
30-11-2002 eres bueno para describir y demás etal1ydemas
30-11-2002 ¿qué decir ante tal magnitud de armonía con el día que pace en los campos? Muy bien, hermano. Salud. Chorch
 
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