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LA LLORONA
Original de Carlo Tegoma

El sol se había ocultado ya y la escasa neblina ocultaba los últimos rayos de la claridad vespertina. El viento era escaso y las copas verdosas de los árboles descansaban de los corrientes monzónicas que en esa región húmeda solían aparecer. Una efigie caminaba con pasos que parecían querer perdonar al campo, pensando uno y luego el otro, una sombra tenue que pertenecía a un campesino lo delataba caminando por el río cerca de la desembocadura de la laguna, el agua se escuchaba parsimoniosa y fría como invitando a ser devorada por gargantas secas y áridas que necesitaran de ella; el campesino no dudó más, saltando de una piedra a un tronco y de un tronco a tierra, se levantó el calzón de manta para evitar mojarse demasiado; la camisa de manta color tierra acusaba de un uso extenso por esas regiones, un cordel sobresalía por las caderas y caía cortamente por las asentaderas, un sombrero de paja con hilos salientes por las orillas que apenas tapaban el sol, algunos rayos lograban penetrar aquellas hendiduras; el rostro del campesino le alegaba más de cuarenta años, sin llegar a la vejez, las arrugas parecía caminos de arena marcadas por el tiempo en su rostro moreno y quemado por el sol.
Tomó un sorbo del líquido deseado y suspiró, era el final de una larga jornada y el camino a casa estaba marcado, le esperaba su familia, sus hijos amorosos que le sonreirían, tal vez una cena exquisita a base de totopostes, tortillas hechas a mano, frijoles hirvientes de la olla, o quizás un sorbo de café que le recordara al sabor del campo, de los cañaverales del lugar que transformados en parcelas consistían en la forma de vida del pueblo.
Ya casi había oscurecido, se dejaba venir una noche sin luna y sus manos estaban a punto de desaparecer por la oscuridad, caminó unos pasos, con algún esfuerzo logró asirse de algunas matas de malva para poder incorporarse hacia la parte alta del río. Una brisa ligera como de un gran suspiro lo distrajo un momento. Siguió caminando. Sus pasos lastimaban la hojarasca que tronaba al pasar y ponía al descubierto en donde se encontraba, se imaginó a su esposa sonriendo cuando le sirviera un pocillo de café; escuchó un ruido tras de él; no quiso voltear aunque se detuvo un par de segundos; no escucho nada y prosiguió su camino. Avanzó. Un poco más y volvió a escuchar el mismo ruido. Como un pedazo de tronco al romperse. Esta vez si volteó pero no vio nada. Hacia atrás, a escasos veinte metros ya se perdía la visibilidad; podía verse algunos árboles macabros extender sus ramas y originar más sombra, un poco de neblina ofrecía un espectáculo alterable a la vista; el campesino siguió su camino, ya iba un poco inquieto sin caer en la alarma. El ruido volvió a escucharse pero esta vez prestó la más mínima atención. Caminó más de prisa. En la mano traía una cantimplora cuando se acercó al agua; pero, ahora ya no la traía, ¡La había olvidado en el río!, ¿Regresaría por ella? Lo dudó un instante. Pero el preciado objeto era indispensable y no podía darse el lujo de perderla. Regresó. El camino estaba completamente oscuro. No podía verse casi absolutamente nada. Empezó a buscar a tientas la cantimplora. Algo tocó que le sobresaltó. Era ropa. Sentía algo suave y fino como la seda o como lana, pensó que era algún trapo atorado allí por algún motivo. Siguió buscando el ánfora. Escuchó el mismo ruido que hacía unos minutos había escuchado. Esta vez el ruido no cesaba y se escuchó más fuerte; podía decirse que se aproximaba a él. El ruido prosiguió su marcha. Estaba vez estaba más cerca. El campesino encontró el ánfora. Pero algo más lo había encontrado a él. El ruido estaba frente a él, su corazón se aceleró. Su pulso estaba casi por traicionarlo. ¡El ruido se encontraba a unos centímetros de su presencia! Su corazón latía con fuerza. Su garganta quería gritar pero su mente le decía que no. Sus piernas no le respondían, sintió cerca de su rostro una especie de tela, ¡la misma tela que había sentido segundo antes! El miedo se cambió por terror, sus ojos amenazaban con salirse de sus cuencas al querer ver más de lo que su vista le ofrecía. Su boca quería gritar, su cuerpo no respondía. Un frío severo y un miedo impresionante le acompañaron en ese momento. Ya era de noche. Pero no había nadie. Ni un alma alrededor de él. La casa más próxima estaba a más de medio kilómetro. Entonces sucedió. Un susurro en su oído. Una voz de ultratumba en la cual no distinguió sonido. Solo un grito lacerante y escalofriante. Un ruido malévolo que desafiaba a cualquiera a seguir en pie. Un espectro espeluznante que no te perdía de vista. El campesino quiso voltear hacia otro lado. Era imposible. Había sucedido otra vez. Cuando él cayó al suelo con el corazón detenido y la sombra de la muerte ya en él; un velo blanco y escabroso y sin forma se perdió por los oscuros árboles para no volver a ser visto, dejando tras de sí a un hombre que jamás regresaría a su hogar.












Copyright Carlo Tegoma
ISBN 800422-07

Texto agregado el 30-03-2005, y leído por 12361 visitantes. (0 votos)


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