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Marta era una chica normal, del montón. Se había criado en un humilde barrio de la margen izquierda bilbaína. Había vivido y vivía una existencia normal. Vivía en casa de sus padres, Marisa y Cipriano, y tenía dos hermanos, bueno, para ser exactos, un hermano pequeño y una hermana mayor cuyos nombres no interesan simplemente porque no son nada del otro mundo. Marta había estudiado en un colegio público, en el que sacaba unas notas normales, se juntaba con unas chicas normales, del montón, como ella, y hacía las cosas normales de las niñas normales a esas edades tan normales. Todo muy normal, muy convencional. Estaba sentada en el Zaguán, un lujoso bar de su barrio, en el que hacía habitualmente cosas tan normales como charlar con tres amigos y una amiga aparentemente normales, del montón, aunque bien es cierto que eso de “aparentemente normales” puede esconder, o mejor dicho conllevar, burdos y bajunos vicios o desviaciones o traumas considerados “anormales” por los gurús y las putas convenciones de aquellos que dictan lo que es normal. Marta hacía algo muy normal, como era beber una consumición de garrafón, pese a que ella no lo sabía, fumar como las chicas normales de su edad y reir las gracias de uno de sus amigos, que en el fondo lo que quería era no quererla sino querer que ella quisiera querer hacer el amor con él, cuyos obscenos pensamientos para con la buena de Marta eran, como todo el mundo sabe, algo muy normal. Después de todo, Marta era una chica guapita y lozana. Y todo entraba dentro de lo normal y lo lógico, para qué negarlo. Entre comentarios banales, humo de veneno, cubatas que iban y venían y risas juveniles, Marta se puso a pensar. Y se salvó sin saberlo. Pensó que su vida era muy normal, e incluso aburrida, porque hacía cosas normales que eran consideradas normales. Pero se sentía insatisfecha, vacía, desorientada, amedrentada en lo más hondo de su ser. Había algo en ella que no iba bien. Y no sabía lo que era. O quizá sí. Martita, con sus ojos marrones, su negro pelo a media melena recogido en una cuca coleta, su cara guapita y su ropa estándar, se sentía mal desde el momento en el que empezó a pensar, a pensar en serio en su existencia. Encerrada en su burbuja de cristal, que comprendía su tradicional familia, su recoleta casa, su calle de toda la vida, sus amiguitas de siempre, su cuadrilla, su ex -que la introdujo en el mundo adulto a base de ímpetu físico y fantasías realizadas los sábados de madrugada dentro de un Forfi viejo que él conducía hasta las ignoradas campas de Ansio- y los pasillos de la facultad donde estudiaba psicología, Martita sentía ahogarse. Ahogarse en su normalidad, que nunca había cuestionado, porque no es normal cuestionar, y mucho menos criticar, algo que se considera normal por los gurús y las putas convenciones de aquellos que dictan lo que es normal, aceptado y aceptable, y reconocido socialmente, aunque en el fondo fuera una auténtica mierda que no aportaba nada a la buena de Marta.
El Zaguán, ya se ha dicho, era una sitio elegante. No es que fuera gran cosa, pero tenía una decoración bien puesta y una distribución espacial que lo hacía acogedor. En él solía alternar Marta, porque era normal hacer eso y todo lo que ello conlleva. Pardiez. Entre comentarios banales, humo de veneno, cubatas que iban y venían y risas juveniles, Marta se puso a pensar que estaba pensando acerca del sentido de su vida, cuyo rumbo no conocía puesto que es normal desconocerlo. Entre comentarios banales, humo de veneno, cubatas que iban y venían, risas juveniles y sus pensamientos profundos, Marta tenía la mirada ausente, perdida, absorta. Y la fue a posar en alguien que había sentado unos metros por delante de ella. Ese alguien era un chaval de veintipocos, de aspecto dicharachero, mirada extraviada, pero que no hacía sino posarse de cuando e cuando en los apetecibles labios de Marta, y aire extravagante, que estaba sentado junto a otros tres chavales de veintialgunos que, según ella, o mejor dicho su intuición, podrían pertenecer a algún grupo literario, conspirador y trasgresor. O quizá fueran unos futuros chiquiteros sin saberlo, aunque ella no tenía ni idea. Comenzó a pensar en aquel joven hombre que en el fondo la deseaba y se preguntó si él y todos los que le acompañaban sentirían, se cuestionarían y se preguntarían lo mismo que ella había estado meditando: el por qué de la cosas, de la sociedad y, sobre todo, de los comportamientos y modos de pensar y actuar humanos considerados “normales” por las putas convenciones de aquellos que deberían preguntarse lo que la apetecible y convencional Marta se estaba inquiriendo a sí misma sobre sí misma y su vida, y lo que la rodeaba. De repente, uno de sus amigos le tocó ligeramente el brazo, para advertir a la buena de Marta de que se iban, que dejaban ese bar para ir a otro que había calle arriba. Y Marta volvió a la normalidad de golpe, terminó su cubata, apagó su bucho, cogió su chamarra vaquera, se levantó y bajó las escaleras del Zaguán para seguir con su ritual de normalidad en un ambiente de total normalidad vacua que ella jamás se había cuestionado, en una sociedad que debería revisar sus parámetros de comportamiento y valores, pese a que eso no serviría de nada en el fondo, porque la idea, el concepto de lo “normal” sume a mucha gente “aparentemente normal” en un estado no-normal que no vale la pena experimentar. Y Marta se salvó durante algunos instantes por caer en la cuenta; aunque eso ya no importa.

Texto agregado el 30-03-2005, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


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