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 “MUERTE FORTUITA”
 
 
 
 
 La mujer contempló por enésima vez la débil luz de  la única vela que alumbraba la modesta habitación. El aire a esa hora era frío y el fuerte viento  sur habitual de la zona se había levantado nuevamente, introduciendo olores marinos que se mezclaban con  los aromas rancios de la  pequeña choza
 La modesta  vivienda  estaba en la playa de Chimpe, cerca de Lebu, situada un poco adentro del bosque. En ella se cobijaba Marta con su compañero y  Sofía, su pequeña hija de ocho años. Ahora  estaba sola y sobre  el jergón que hacía las veces  de cama para las dos, reposaba la niña tranquilamente, vestida con el único traje presentable que tenía. Estaba acostada de espalda  y sus ojos cerrados, los abría de vez en cuando y miraba sin ver nada  específico. Fijaba la vista en el techo, en un punto en el vacío, emitía algunos débiles quejidos y luego los volvía a cerrar, sin musitar palabra alguna.
 La mujer se frotó las manos  y luego el cuerpo vigorosamente  para espantar el frío reinante. Siguió en la misma posición, mirando el pálido rostro de la niña y se sumió nuevamente  en sus cavilaciones. No acertaba  a resolver si debía abandonar a la criatura y viajar a Lebu, a dar cuenta a las autoridades de lo sucedido o esperar la vuelta del hombre.  De sólo pensar en  subir el cerro y caminar hasta el pueblo, y dejar a la niña abandonada por  más de cuatro horas, le parecía una locura. No, no era solución. Además, era posible que él apareciera en cualquier momento. También tenía miedo. A pesar que no era responsable del estado de la niña igual sabía que el hombre la golpearía y la culparía de todo. Era de suponer que se llevaría una paliza memorable.  – “Peor si viene borracho” – reflexionó la mujer –“Ahí  sí  que me va a matar”.
 Los hechos  se habían producido muy rápidamente. Trataba de pensar de qué manera podía haberse evitado la tragedia y no acertaba a explicarse la tragedia en forma razonable. Habían salido juntas como cada mañana a recoger las algas  que el mar deposita en la playa durante la noche, para luego ponerlas  a secar al sol. En eso consistía su trabajo. Luego, cuando estaban secas,  el hombre las cargaba en la carreta y salía rumbo  a Lebu a entregarlas a la planta. Generalmente volvía a los dos días después y generalmente también, borracho. Habían estado trabajando sin parar durante varias horas y era una mañana particularmente calurosa. Ella se despojó del chaleco de lana y a la niña igual le recomendó que se aligerara de ropas. Sin embargo ésta no hizo caso y prefirió irse a la orilla  del mar a refrescarse, cosa que hacía normalmente, solo que esta vez le pidió trajera un atado de algas que tenía amarradas en una poza, cerca de los peñascos  de la orilla. El agua estaba  cálida y fue así como se aventuró algo más de lo habitual. La mujer no escuchó nada. Ni siquiera un grito   que la alertara. Nada. Estaba afanada  en su tarea y cuando la echó de menos  para que le ayudara a amontonar  lo que ya estaba seco, comenzó a llamarla. Suponía  que se habría quedado jugando allí cerca donde  estaban trabajando, pero no se divisaba. Miró a ambos lados de la extensa playa  y no vio ningún alma en toda la extensión. Una  tenue brisa soplaba ocasionalmente refrescando ligeramente el calor del mediodía y algunas gaviotas revoloteaban cerca, igual  que los gaviotines y golondrinas de mar que correteaban  por la playa. Se acercó a las rocas llamando a viva voz:
 -¡Sofía, niñita! Dónde se metió, oiga. ¡Venga que ya nos vamos!
 Pero no hubo respuesta. No había ni señales de la muchachita. –“lo más probable es que se hay devuelto  a la casa” – Reflexionó y echó a andar en dirección a la precaria vivienda. Al no encontrarla, comenzó a preocuparse y volvió a la playa, presa ya de una ansiedad creciente. Nuevamente la llamó una y otra vez:
 - Sofía, Sofía! Donde está. Venga que no estoy jugando –llamaba cada vez con más ansiedad, acercándose a las rocas que ya había revisado anteriormente. Cuando estaba  próxima a llegar, divisó un pequeño bulto que era  mecido por las tranquilas olas. Un grito desgarrador  que se escapó de la garganta, espantó  a las aves cercanas.  Estas emprendieron un corto vuelo, para descender unos metros más allá, indiferentes  al drama de la mujer. Había reconocido el vestido de su hija y se acercó a la orilla. Rescató amorosamente el cuerpo de la infortunada niña, acunándolo en sus brazos, diciéndole:
 - ¡Mi niñita, por Dios! ¡Qué le fue a pasar! ¡Míreme! Abra sus ojitos. ¿Qué le pasó?
 En medio  de su inmenso dolor la besó repetidamente con ternura, la volvió y le  golpeó suavemente la espalda para que botara  el agua  que tenía alojada en sus pulmones, rogándole a Dios que respirara. Suavemente al principio y luego con más fuerza, la pequeña comenzó a toser y a expulsar el agua. Abrió los ojos   tímidamente  y al ver a su madre, esbozó una ligera sonrisa.
 - Mamá, mamita, está aquí…
 Luego cerró los ojos  y se sumió en un sueño pesado mientras su cabeza caía suavemente hacia atrás. Alarmada la mujer, reunió sus fuerzas y levantó el frágil cuerpo. Lentamente se dirigió a la choza. El llanto le nublaba los ojos y no tenía fuerzas para andar  con rapidez. Cuando llegó puso  el cuerpo exánime de la chica en la modesta  cama y estuvo largas horas llorando quedamente y tratando de reanimarla. La niña  a ratos recobraba la conciencia  y la miraba con dolor y en otras ocasiones  con sorpresa, pero no lograba articular palabra. Cuando se le agotó la reserva  de lágrimas, con el corazón oprimido por la tristeza, comenzó a desvestirla y a asearla. Lentamente la fue lavado, sacando la arena que tenía  en su cabello y con un trapo húmedo, algunas pequeñas algas que habían quedado adheridas al rostro y luego limpió todo su pequeño cuerpo. Acto seguido sacó de una bolsa  que colgaba de la pared el vestido celeste con cuello blanco  que le ponía cuando iba al pueblo y la vistió cuidadosamente. Le peinó  el cabello amorosamente y la acostó en las sábanas  limpias que había colocado a la cama, para que el hombre la encontrara ordenada cuando tuviera que llevarla  al doctor. Una vez concluidas todas estas tareas, se quedó inmóvil otras horas más, sumida en la contemplación de la niña, hasta que cayó la noche. Encendió la única vela que le quedaba y se mantuvo muy silenciosa, con el oído atento a cualquier movimiento o señal de la niña y rezando una oración que repetía una y otra vez. En medio de esta letanía se sumió en los recuerdos de gratos momentos  que habían vivido juntas, que no eran muchos. Como cuando fueron al pueblo y después  al parque de entretenciones que  había llegado. Había sido una fiesta inolvidable. Se habían reído mucho y fue  una grata diversión, con el algodón dulce, las manzanas confitadas y  el maní tostado y caramelos. Con estos recuerdos, lentamente la modorra se fue apoderando de su cuerpo. De repente se incorporaba y abría los ojos completamente. –“No debo dormirme” pensaba – “Debo estar despierta cuando llegue este hombre”. Y se mantenía otro rato despierta, hasta caer rendida otra vez sin remedio. En una de estas  somnolencias, pasó a llevar la vela encendida, sin percatarse del hecho.
 Al día siguiente entrada ya la tarde, cuando el hombre llegó borracho en la carreta, encontró sólo un montón de cenizas donde antes estuvo  la choza. Miró a todos lados y una bandada de pájaros, que escarbaba a la orilla  de la playa fueron los únicos seres vivientes que  divisó. Embrutecido por la ingesta de licor, sólo atinó a tenderse cerca de los restos ya consumidos de la vivienda y se quedó profundamente dormido.
 Cuando llegó la policía, dos días después, removieron los escombros y encontraron el cuerpo calcinado de la mujer, recostada encima del cadáver también consumido de la niña, en lo que había sido el lecho familiar. Del hombre, nunca más se supo.
 Pasado el tiempo, la policía archivó el expediente y fue caratulado como “Muerte Fortuita”
 
 
 FIN
 
 
 
 
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