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Iván se encontraba en su escritorio trabajando pesadamente y anotando lo poco que le faltaba por trabajar, estaba terminando. El día había sido duro y largo, y el reloj colgado en la pared demostraba que la hora de salida se acercaba, los segundos caían como pétalos viejos y cansados sobre la tierra dura que era la mente de Pedro, contemplando el atardecido cielo teñido de un naranjo fuerte a través de la ventana. Encima del escritorio había miles de papeles que formaban unas bizarros árboles blancos que se alzaban sobre el hombre, mostrando el fruto de una jornada terrible de labor. Él los había enfrentado, él los había vencido con la lanza lapicera que reposaba en su mano.
Fue cuando la puerta que estaba frente a él, esa puerta que no se habría nunca hasta salir del trabajo, se abrió de violento golpe e ingresó al recinto una paloma de matiz notoriamente gris, flotando a vuelo raso. Se acercó sin vacilación al frente de Iván, aterrizando en el escritorio y, con una agitación de su ala, los papeles alzaron vuelo bello y cayeron derrotados, muertos y sin alas por el alfombrado suelo.
-Volviste de mi propio infierno, ave migratoria -dijo Pedro al darse cuenta con una reacción tardía a la acción, levantándose de un salto-. Siempre quise elevarme junto a tí.
El ave, sin quitarle la fría y perdida vista de encima, recorrió el cuerpo de Iván de pies a cabeza con su mirada. La estación de ira de Pedro, al afrontarse a su insensible mirada, aconteció un sol de asombro. El pájaro se había volteado mirando hacia la puerta de donde vino y extendía un ala apuntando al otro lado de la puerta. Iván levantó la mirada, entrecerró sus ojos e intentó mirar lo que el ave le apuntaba. No se distinguía nada al otro lado, sólo oscuridad, una oscuridad cortante y petrificante. Tenía que saber lo que había en ese otro lado, qué es lo que la paloma le intentaba decir. Así que, tomando un largo respiro, caminó vacilante hacia la puerta. El pájaro volvió a elevarse y descendió frente a la puerta.
La puerta, envarada y abierta, demostrando al aberrante monstruo de niebla negra, parecía decirle a Iván que se alejara. Por supuesto, el hombre no lo hizo y quedaron justamente frente a frente, enemigo y enemigo, ojos que se entrelazaban en un cuarto oscuro sin brillos del alma. El ave miraba hacia delante sin ninguna reacción a las olas negras que rodeaban su aura, sin demostrar ningún estimulo ni movimiento que indicara algún sentimiento y pensamiento profundo, parecía totalmente inmóvil, atrapada por el razonamiento del hombre que alcanzó su máxima expresión. Esperaba la iniciativa, no era ella quien debía hacerlo, era él. E Ivan recorría paciente, con su conflictiva mirada, la silueta casi petrificada por la obsesión hacia el pájaro, hacia el vuelo, hacia el incandescente sentimiento al cual perseguía desde que alumbró la situación de la vida, el pequeño paso del escalón hacia la inmortalidad. Acariciaba con su retina las curvas de una posible llave hacia los fondos de la puerta, del subconsciente.
Entonces Iván se agachó y recogió la paloma de cera en el suelo, la escultura inmóvil. Se volvió a su puesto y la colocó sobre la mesa, en donde debía estar, como un adorno más de su vida, sin moverse, sin reaccionar desde su inconsciente, desde su densa mente. Miró hacia la ventana. El alba se aparecía sobre las montañas y era hora de comenzar otra vez. Tomó uno de los papeles en blanco que estaban amontonados sobre el escritorio y empezó a escribir la historia predeterminada de su alma.

Texto agregado el 14-08-2003, y leído por 200 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
14-08-2003 Que bello escribes, me atrapas con tus relatos de principio a fin.Besitos Aire
 
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