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Después de ese sorpresivo golpe sólo sentí un inmenso vacío, un silencio apabullante que me atormentaba. No sentía el suelo, ni siquiera mis pies o mis piernas. Había una luz que me dejaba ciego, a pesar de mis repetidos parpadeos no lograba enfocar. Estaba atrapado, paranoico, con ganas de escapar. A los lejos unos tímidos sollozos y los gritos de una señora que suplicaba por una ambulancia.

El chillido de las llantas de un auto me dio la impresión de que alguien huía, las sirenas de unas patrullas de policía interrumpían los comentarios apresurados de gente curiosa. La luz comenzó a atenuarse y poco a poco apreció la gente corriendo, haciendo un tumulto frente a un cuerpo tendido sobre el asfalto. Una sombra enrojecida lo bordeaba y se esparcía a los alrededores como cuando un vaso con agua se revienta contra el suelo.

A lo lejos mi madre, se me acercaba abriendo los brazos, sonriendo, como si me diera la bienvenida a un lugar desconocido. Música, risas y bailes aparecían detrás de mi madre, que con lágrimas en los ojos me abrazaba sin mencionar una sola palabra. Al otro lado la ambulancia llegaba, los paramédicos se bajaban con gran apuro con una camilla.

Unas ganas inexplicables de acercarme al tumulto mientras los uniformados sacudían la cabeza con señales negativas. Quería zafarme del abrazo de mi madre, pero ella no me dejaba ir. La notaba desesperada, halándome con fuerza, señalando hacia la fiesta que se veía al fondo. Pero yo necesitaba conocer la suerte del caído, el charco de sangre seguía creciendo y lo cubrían con una sábana blanca que lentamente se iba manchando.

Logré soltarme y corrí hacia el lugar del accidente. Voces conocidas comenzaron a gritar mi nombre, a llamarme, a decirme que volviera. Eran mis abuelos, mi padre y hasta mi perro Sultán, que hacía diez años había escapado de casa sin regresar jamás. Hice caso omiso de aquellas voces que a ratos parecían lúgubres y a ratos cálidamente familiares.

Mientras más trataba de acercarme, el gentío se alejaba y el cuerpo lucía pequeñito, casi imperceptible. Sólo podía ver una larga camioneta negra llegando al círculo enrojecido y guardaban el cuerpo en una bolsa gris con un sierre que llegaba de lado a lado. Percibí un olor a azufre que me palideció, todo se volvía oscuro y la fiesta había acabado. Ya no estaban mis abuelos, ni mi padre, ni mi perro. Sólo mi madre, esta vez con los brazos encogidos y llorando desconsoladamente. Su mano anunciaba la despedida y lanzó un beso que me conmovió.

Me sentí triste, profundamente triste. Sentí como si me hubiesen arrancado las entrañas, el corazón. Sentí como si todo lo hubiese perdido. No había nada, ni ruido, ni llanto, ni festín, ni azufre, ni oscuridad, ni luz. Todo lo que me rodeaba se había quedado completamente vacío. No entendía lo que estaba pasando, todo fue tan repentino, tan inesperado. Decidí caminar hacia la nada, pensando que tarde o temprano llegaría a algún lugar, me encontraría con alguien que me diera una explicación.

Pero no podía dar ni un solo paso, mi cuerpo estaba suspendido, inerte, en el aire. Era igual si volteaba a cualquier parte, todo era igual y nada sucedía. Una voz que venía de mi cabeza me dijo: Piensa bien la decisión que vas a tomar, esta vez sí será para siempre. En vez de aclarar tanta confusión, caí en pánico, comencé a gritar, a llorar, a tratar de tocar el suelo con mis pies. La voz añadió: De nada vale tratar de escapar, sólo tómate tu tiempo y elige el camino que vas a seguir.

¿Cuál camino si no hay nada a mi alrededor? ¿Y ahora cómo diablos salgo de aquí? Ernesto, de pronto Ernesto estaba a mi lado. Ernesto, mi hermano gemelo que había fallecido cuando teníamos 19 años, por un accidente de tránsito que tuvo al robarse el auto de mi papá. Me mostró cuatro cartas que llevaba en la mano, eran cuatro ases. Me guiñó un ojo y dijo alegremente: Elige una.

En un instante, todo estaba claro. Yo era ese cuerpo manchado de sangre. Y empecé a recordar mis años de infancia, mis juegos con Ernesto, la llegada de Sultán a la casa siendo un cachorro. Mi madre, sus generosos abrazos, los escándalos cuando me descubrió fumando, cuando llegaba tarde, cuando me pescó con una chica besándonos en la parte de atrás de la casa. Mi padre, aunque casi nunca lo veía, pero recordé las veces que me llevó a ver el béisbol, cuando me brindó la primera cerveza, cuando me prestó dinero para ir a un burdel con mis amigos de la escuela.

Ya todo tenía sentido, la muerte de Ernesto, mis estudios en el extranjero, el engaño de Laura con el profesor de literatura. Mi regreso a casa, mi trabajo como arquitecto, los regalos para mi madre, las flores para la tumba de mi hermano. La triste noticia de que Laura se había casado con ese viejo verde que me la había quitado mientras nos debatíamos entre Cortázar y Sábato. Mi ida al bar para ahogar las penas y ese cruce irresponsable en la calle tambaleándome. El auto, la corneta, el frenazo, el golpe, el silencio, la nada y el resto de lo que me tiene tan asustado y confundido.

Ernesto me seguía mirando fijamente, con una sonrisa pícara y hasta maliciosa. Los ases me esperaban mientras mi hermano los meneaba para inducirme a una elección. Corazón... diamante... trébol... no, mejor diamante, por eso de la superstición. Los ojos de Ernesto brillaron con nostalgia, anunciando una respuesta equivocada. Esa no era la carta.

Texto agregado el 15-04-2005, y leído por 113 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-05-2005 Me parece bueno, construyes muy bien los parrafos de la historia de una manera coherente; sólo una cosa, el principio hace demasiado evidente el final, no sé le sobra algo al principio que nos da a entender que el narrador está muerto desde cuando empezamos a leer, por lo demás como ya lo dije, muy bien. cuantico
 
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