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Me llamo Joaquín, tengo 32 años y estoy a punto de suicidarme. La gente aún no se ha percatado de mi presencia en la azotea del edificio donde viví los últimos cinco años. Llevo unos quince minutos mirando hacia el vacío, parafraseando a mi estimado Hamlet. Saltar o no saltar, he allí el dilema. Y recuerdo precisamente al legendario Shakespeare porque como en la mayoría de sus obras, acaba de suceder un crimen.

En los archivos policiales quedará constancia de motivos pasionales. Pero en realidad, fue un instante de demencia el detonante de mi vil acción. Vil para el colectivo, cuando lean los titulares de los periódicos mañana temprano. Justo para mí, el más agraviado en toda esta historia. Fue Lucía la infiel, Lucía la mentirosa, Lucía la traidora la que provocó todo lo ocurrido.

Hace cinco años nos mudamos al apartamento del piso 3 del modesto edificio Petirrojo, en la esquina entre la Avenida Universidad y Urdaneta. No nos habíamos casado, pero la relación la tomamos muy seriamente, tanto para vivir juntos a manera de prueba antes del salto al agua.

Yo con 27 y ella con 25, ambos antiguos compañeros de estudio y con diez meses de noviazgo. A sus padres no les agradó del todo la idea, alegando que yo no tenía futuro para darle a su inocente hija la vida que merecía. Sin embargo, Lucía siempre fue decidida y terca, así que hizo caso omiso de la recomendación de sus viejos y se vino conmigo.

En realidad no puedo quejarme, al menos, durante los primeros cuatro años de convivencia. Lucía era buena cocinera, responsable con los asuntos de la casa, bastante apasionada y me juraba amor eterno. Pasamos momentos duros, sobretodo porque ella no conseguía trabajo y yo con mi carguito de asistente de administrador no ganaba mucho. Pero igual éramos felices.

Aunque ella no me dejaba fumar, había un pequeño balcón que daba hacia el parque y que se había convertido en mi espacio para tomar el acostumbrado café matutino, leer el periódico y fumarme dos cigarrillos antes de ir a trabajar. Ese mínimo instante se había convertido en una especie de ritual y el momento más esperado del día.

Lucía no era demasiado hermosa, pero tenía un cuerpazo que despertaba la envidia de mis amigos. Aunque se había engordado unos kilos, no había perdido el encanto de nuestros tiempos estudiantiles. Nunca tuvimos hijos, pero Sultán nos hacía compañía. Un perro lindo, inteligente y leal hasta la muerte.

De mis amigos, Ernesto era el más cercano. Soltero empedernido y según Lucía bastante apuesto. Las tipas lo perseguían y siempre estaba metido en un lío entre dos o tres que lo cachaban en pleno engaño. Estudió con nosotros en la universidad, pero como siempre tuvo suerte para todo, trabajaba en una empresa petrolera donde le pagaban en dólares.

Los domingos Lucía preparaba una lasaña deliciosa. Ernesto era el invitado de honor, acompañado por la víctima de turno. Pasábamos la tarde riéndonos sin parar por los chistes de Ernesto, siempre alegre, siempre con una broma bajo la manga. A veces al final de la jornada nos íbamos a tomar una cerveza en la taberna que quedaba a dos cuadras. Al principio éramos nosotros dos, pero luego Lucía nos acompañaba, insistiendo en parecer un amigo más.

Tres meses atrás, Ernesto dejó de ir los domingos a comer lasaña, casualmente siempre estaba ocupado, de viaje o enfermo. Lucía, por su parte, dejó de hacer lasaña y tomó como rutina de los domingos visitar a sus padres, a alguna amiga de la infancia o salir de paseo para “tomar un respiro”. Me extrañaba un poco el asunto del respiro, porque en realidad yo no le causaba mayor problema. Pero la dejaba tranquila hacer lo que quisiera, así yo aprovechaba para fumarme los cigarrillos que se me antojaran mientras veía alguna película vieja en televisión.

Pero cuando su deseo se esfumó, sí me pareció raro lo de las visitas, los paseos, las amigas anónimas. Antes hacíamos el amor todos los días y en ocasiones especiales en la mañana y en la noche. Pero después transcurrían las semanas y nada. Cuando pasaba, ya no hacíamos el amor, sólo nos acostábamos. Había sexo, claro está, pero no de mutuo disfrute. Mejor dicho, yo lo disfrutaba y ella simplemente cumplía.

Y aunque Ernesto había dejado de frecuentarnos, yo quería mantener esa amistad de tanto tiempo. Lo llamaba por teléfono casi a diario, pero cada vez se portaba más parco, más frío, más distante. Ese Ernesto chistoso y risueño había pasado a la historia, siempre con algún pretexto laboral. En el fondo me entristecía, pero jamás se lo comenté, por eso de que los hombres no somos sentimentales, es decir, para no parecer maricón.

Hace unos quince días, estaba de aniversario con Lucía. Por primera vez en años, ella olvidó tan celebrada fecha. Guardé silencio antes de ir al trabajo porque no le tenía ningún regalo. Pero pedí permiso en la oficina para salir un par de horas antes, compré un ramo de flores y me fui a la casa sin avisar, quería sorprenderla a ver si se animaba un poco.

Me detuve en la taberna para comprar una botella de vino y con algo de sexo en mente abrí despacio la puerta para no quedar en evidencia. Las luces estaban apagadas, pensé que ella había salido, así que puse la botella de vino en la nevera, las flores en agua y como me dieron unas ganas repentinas de orinar, fui al baño mientras saludaba a Sultán pidiéndole que guardara silencio.

Me miré en el espejo, conté unas arrugas que no había notado y me dije: Esta noche es la noche. Finalmente, me decidí a pedirle matrimonio. Tantos años de lealtad y buenos tratos merecía un premio. Como ella me había tocado el tema miles de veces y yo negándome ante esa posibilidad, imaginé que su desgano se debía al cansancio de esperar la gran noticia, la inevitable formalidad a la que todas las mujeres aspiran en algún momento de sus vidas.

Risas, escuché unas risas sigilosas que se colaban por debajo de la puerta. Quedé en silencio, estupefacto la notar que la voz de un hombre dijo: Déjame ir Lucía, Joaquín debe estar por llegar. Ella respondió insistentemente: Un rato más, si todavía faltan dos horas para que salga del trabajo. Como cuentan que pasa antes de morir, me sorprendieron los recuerdos como una película rápida.

La universidad, el café de todas las tardes, el primer beso en la playa, la primera vez que hicimos el amor en la parte trasera de mi vieja camioneta, las noches en el patio de su casa hablando hasta el amanecer a pesar del regaño de su padre celoso, cuando decidimos mudarnos al apartamento, cuando llevé a Sultán a la casa siendo un cachorro para celebrar nuestro primer aniversario.

Risas, las risas no paraban y los entrecortados silencios que significaban besos y caricias. Comencé a sudar frío, pensando en esos domingos y sus pretextos de tomar un respiro. El hombre volvió a hablar: ¿Cuándo se lo piensas decir? Y ella: No sé, Joaquín es tan cabrón que nunca se va a dar cuenta que me acuesto con su mejor amigo. Ernesto, era Ernesto el de las risas, el de los besos, el de las caricias y los silencios.

Y todo como un rompecabezas empezó a cuadrar. Cada ficha encontró su lugar: Lucía dejó de hacer lasaña, Ernesto ya no iba los domingos y a veces hasta se negaba a atenderme las llamadas. Joaquín es tan cabrón, esa frase maldita se repetía mil veces en mi cabeza. Decidí mantener la calma, supuestamente todo tiene su explicación, pero la última frase de Ernesto me hizo perder la cabeza: Déjalo de una vez y nos casamos.

Desde ese momento todo pasó tan rápido que ni recuerdo lo que hice. Sólo sé que salí del baño golpeando la puerta, Sultán ladrando con desesperación, Lucía gritando y Ernesto insistiendo de manera suplicante: Cálmate Joaquín, esto no significa nada. Sus dos cuerpos ensangrentados quedaron en la cama, juntos como tantas veces pudieron estar mientras yo me partía el lomo como asistente de administrador.

Y ahora en la azotea, mirando hacia el vacío, pensando en Lucía diciéndome “cabrón”, más que cabrón me convertí en un gran pendejo al arruinarme la vida por ese par de imbéciles que los domingos en la tarde se reían a mis espaldas. He debido haber dejado con vida a Ernesto, su inexplicable distancia seguramente respondía a algún tipo de culpa. Sin embargo, le hice un favor, de lo contrario se hubiese casado con ella.

Aunque la gente no se ha percatado de mi presencia en la azotea, las sirenas de las patrullas se van acercando. Cada vez se escuchan con mayor fuerza, obviamente gracias a los gritos delatores de Lucía. Ni siquiera recuerdo lo que me decía, sólo sé que lloraba. Seguramente prometiendo alguna mentira, o declarando falsamente algún tipo de arrepentimiento.

La amaba, realmente la amaba. Ahora me doy cuenta de lo mucho que la quería. De cualquier manera hubiese sido la muerte y no sólo porque estoy a punto de lanzarme a ese vacío que llevo rato mirando, sino porque pensarla en manos de otro y no sólo otro, sino de Ernesto, hubiese sido peor castigo que este. Las patrullas llegaron al edificio, veo las luces rojas girando y los policías bajándose al trote en mi búsqueda.

Saltar o no saltar, he allí el dilema.

Texto agregado el 16-04-2005, y leído por 135 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-04-2005 Cornudo e imbecil. con 32 años podrías resetear tu vida. mejor salta. NEWEN
 
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