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Si los libros cierran, lloraré.































FRANZ KAFKA

ANTE LA LEY

Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita
entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El
hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde.
—Es posible —dice el guardián—, pero ahora, no.
Las puertas de la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de
modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice:
—Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso.
Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más
poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero.
El campesino no había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser
accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián, con
su largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar
hasta que él le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al
lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al
guardián con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta
acerca de su terruño y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes
señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien provisto
para el viaje, invierte todo —hasta lo más valioso— en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero
siempre repite lo mismo:
—Lo acepto para que no creas que has omitido algún esfuerzo.
Durante todos esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los
demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a la Ley. Durante
los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura
como para sí. Se vuelve pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha
llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo ayuden a
persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si en la realidad está oscureciendo a
su alrededor o si lo engañan los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible
que emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir resume todas las
experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había formulado al guardián. Le hace una
seña para que se aproxime, pues su cuerpo rígido ya no le permite incorporarse.
El guardián se ve obligado a inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han
acentuado señaladamente con el tiempo, en desmedro del campesino.
—¿Qué quieres saber ahora? –pregunta el guardián—. Eres insaciable.
—Todos buscan la Ley –dice el hombre—. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí,
nadie más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella?
El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos
debilitados perciban las palabras.
—Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora
cerraré.


Franz Kafka

El artista del hambre

En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era
un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo
independiente, cosa que hoy. en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos.
Entonces, todo la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno:
todos querían verle siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se
estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además,
exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos,
se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños.
Para los adultos aquello solía no ser más que una broma en la que tomaban parte medio por
moda, pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y
boquiabiertos a aquel hombre pálido. con camiseta oscura, de costillas salientes, que,
desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a
veces, cortamente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba,
quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, volviendo después a
sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del
reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se
quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando
bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes,
designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre
debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador
para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo
una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien
que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, bajo ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza,
tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.
A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces
había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban
adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la
manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de
ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al
ayunador como tales vigilantes; le atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A
veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella
guardia, mientras le quedaba aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus
sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta
permitía comer mientras cantaba.
Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no
contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el
rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz
cruda no le molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar transpuesto un poco podía
hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sola llena de una estrepitosa
muchedumbre. Estaba siembre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes;
estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en
cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no
tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno
de ellos.
Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y, por su cuenta, les era servido
a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres
robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que
quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía
haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia
nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.
Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie
estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto
al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado
sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un
espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo
estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz, que muchos,
con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir
su vista: tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él
sabía -sólo él y ninguno de sus adeptos- qué fácil cosa era el ayuno. Era la cosa más fácil del
mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, le tomaban
por modesto, pero, en general. le juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el
ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de
dejarlo entrever. Había que aguantar todo esto y, con el curso de los años, ya se había
acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía ese descontento y ni una sola
ver, al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela- había abandonado su jaula
voluntariamente.
El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual
no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus
buenas razones para ello. Según le había señalado su experiencia, durante cuarenta días,
valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá
aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se
negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este
punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por
regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón,
a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un
público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar; dos
médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas; y el resultado
de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; Por último, dos señoritas,
felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la
jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle
ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida.
Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.
Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas,
inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué
suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho
tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del
ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor
ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de
sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de
ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún
podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado; se hallaba
muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse de pie cuan largo era, y acercarse a
una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por
respeto a las damas.
Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad
tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba
como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el
empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los brazos sobre el
ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el
montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro
sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas
precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo
como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador sin poderlo
remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que
se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.
Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le
diera vueltas y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como
vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra;
los pies rascaban el suelo como sino fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el
peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando
auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión
honorífica-, alargan, todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el
ayunador. Pero después, como lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su
ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de
la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala,
rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga, por un criado de largo tiempo atrás
preparado para ello.
Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más
parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida
charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el
ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el
ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie
quedaba descontento de lo que había visto; nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre;
nadie, excepto él.
Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una
situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor
melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarle en
serio. ¿Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía
alguien, de piadoso ánimo, que le compadecía, quería hacerle comprender que,
probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya
muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia y, con
espanto de todos, comenzara a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales
casos tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el
congregado público, añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad
incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del
ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del
ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba: alababa la noble
ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta
afirmación; pero enseguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que
eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto
de inanición; a los cuarenta días de su ayuno. Todo lo sabía muy bien el ayunador, pero era
rada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase
allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible
luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe,
escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las
fotografías, soltábase siempre de la reja, y sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya
calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.
Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban
que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había
operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para
ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?
El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la
muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió
otra vez con él media Europa para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo
en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una
repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía
haberse dado así de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas
cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente,
presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar
algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los
ayunadores, pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo.
¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no
podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el
ayunador demasiado viejo, sino que estaba físicamente enamorado del hambre. Por lo tanto,
se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un
gran circo, sin examinar siquiera las condiciones de la contrata.
Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen
y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista,
aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este
caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso
nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que. como al crecer la
edad mengua la capacidad, un artista veterano que ya no está en la cumbre de su poder, trata
de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era
plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si
le dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquélla la vez en que
había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las
gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase
olvidado el ayunador.
Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó
sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número
sobresaliente , sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante
concurrido. Grandes carteles de colores chillones rodeaban la jaula y anunciaban lo que había
que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las
cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se
detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran
imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por
el estrecho corredor y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las
interesantes cuadras.
Por este motivo el ayunador temía aquella horade visitas que por otra parte anhelaba como
el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el
momento del intermedio; había contemplado con entusiasmo la muchedumbre que se extendía
y venía hacia él hasta que, muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de
engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de que la
mayor parte de aquella gente sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las
cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban
junto a su jaula, en seguida le aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que
inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a
ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara
lo que tenían ante sus ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que
sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel,
venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándole cuanto tiempo les
apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a largo paso, apenas
concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso
insólito el de que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador
y explicando extensamente de qué se trataba y hablara de tiempos pasados. cuando había
estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla, y
entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general -¿qué sabían
ellos lo que era ayunar?- seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus
inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. -Quizá estarían un poco
mejor las cosas -decíase a veces el ayunador- si el lugar de la exhibición no se hallase tan
cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran;
aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de
las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los
sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y
gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo
pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que
pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que
viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón le meterían, si al decir algo les
recordaba que aún vivía, y le hacía ver, en resumidas cuentas, que no venia a ser más que un
estorbo en el camino de las cuadras.
Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las
gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador
en los tiempos actuales, y adquirido este hábito quedó ya pronunciada la sentencia de muerte
del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle, la
gente pasaba a su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno" A quien
no lo siente, no es posible hacérselo comprender.
Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie
se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había
comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días,
hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas, este pequeño
trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador
'continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en
otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni
siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su
corazón se llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se
detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole
imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieran
inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba, él
trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus
merecimientos.
Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo fin. Cierta vez,
un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella
jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta
que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con
horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador. ¿Ayunas todavía? -preguntóle el
inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
-Perdonadme todos -musitó el ayunador, pero sólo le comprendió el inspector, que tenía el
oído pegado a la reja.
-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal
el estado mental del ayunador-, todos te perdonamos.
-Había deseado toda la vida que admirarais mi resistencia al hambre -dijo el ayunador.
-Y la admiramos -repúsole el inspector.
-Pero no debíais admirarla -dijo el ayunador.
-Bueno, pues entonces, no la admiraremos -repuso el inspector-; pero ¿por qué, no
debemos admirarte?
-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.
-Eso ya se ve -dijo el inspector--, pero ¿por qué no puedes evitarlo?
-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma
oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a
dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado,
puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme
convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.
-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la
jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer hasta para el más obtuso de sentidos,
ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada
le faltaba. La comida, que le gustaba, traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni
siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para
desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad: parecía
estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan
fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se
sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de
allí.



EL VIEJO MANUSCRITO


Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el
momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos
acontecimientos recientes nos inquietan.
Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro
mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no
son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a
comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas
maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.
Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las
espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y
siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer
una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más
escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos
salvajes o de que nos hieran con sus látigos.
Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio.
Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos.
Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés.
Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la
mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con
frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca,
pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan
algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno
se hace a un lado y se las cede.
También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando
veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y
la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su
caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se
atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas
para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por
otra parte, quien sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.
Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una
mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora
echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír
los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le
arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el
ruido cesara; como ebrios entorno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey.
Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las
ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más
interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando
cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.
—¿En qué terminará esto? —nos preguntamos todos—. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga
y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómades, pero no sabe como hacer para repelerlos.
El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora
están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de
nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos
hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra
ruina.



UN MENSAJE IMPERIAL


"El Emperador, tal va una parábola, os ha mandado, humilde sujeto, quien sois la insignificante
sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje; el Emperador desde
su lecho de muerte os ha mandado un mensaje para vos únicamente. Ha comandado al mensajero a
arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha
ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado estar
correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte —toda pared obstructora ha sido tumbada,
y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del
Imperio— ante todos ellos, él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca su viaje;
un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un
camino a través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol
repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son
tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él
volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta. Pero,
en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo
interior del palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras
aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello;
todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más
escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a lanzarse
afuera, tras la última puerta del último palacio —pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder—, la
capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimientos. Nadie
podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas os sentáis tras la
ventana, al caer la noche, y os lo imagináis, en sueños.


Cuenteros Favoritos:
eaco
Ofosolif

Bibliografía:
La guerra de los yacares (Cuento, 3245 palabras)
La gallina degollada (Cuento, 2644 palabras)
Cuentos de la selva (Cuento, 10825 palabras)
Historia de dos cachorros de coati y de dos cachorros de hombre (Cuento, 2430 palabras)
La gama ciega (Cuento, 2000 palabras)
Cuentos de amor, de locura y de muerte (Cuento, 46606 palabras)
lA LETRINA DE LO REAL (Ensayo, 3272 palabras)
LA TIRANIA DE LA FELICIDAD (Reflexión, 1569 palabras)
EN BUSCA DE SEGURIDAD EN UN MUNDO HOSTIL (Ensayo, 1213 palabras)
Largos hilos de felicidad (Cuento, 1757 palabras)
Un mundo feliz (Novela, 72525 palabras)
El joven Arquímedes (Novela, 48269 palabras)
Cuentos de Ray Bradbury (Cuento, 10963 palabras)
Crónicas Marcianas (Cuento, 11423 palabras)
LA ILIADA (Novela, 159119 palabras)
LA ODISEA (Novela, 142059 palabras)
DA LA TIERRA A LA LUNA (Novela, 59035 palabras)
LEYENDAS (Cuento, 96868 palabras)
LOS HERMANOS KARAMAZOV (Novela, 324326 palabras)
En el bosque (Cuento, 3514 palabras)
DEJE DE MIRARME LAS TETAS, SEÑOR (Cuento, 1544 palabras)
EL DISCO (Cuento, 761 palabras)
EL LIBRO DE ARENA (Cuento, 1522 palabras)
TIEMPOS REVUELTOS (Cuento, 6558 palabras)
TRES ROSAS AMARILLAS (Narración, 5489 palabras)
El Príncipe (Narración, 31051 palabras)
CANTO GENERAL (Poema, 84494 palabras)
ACERO (Novela, 8901 palabras)
LA REPÚBLICA (Reflexión, 198239 palabras)
Experimental Music (Guión, 1791 palabras)
EL MONOLINGÜISMO DEL OTRO Jacques Derrida (Ensayo, 32969 palabras)


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